Bien escondido, a la sombra de los árboles y arbustos, Arthur observaba a Pat y a Lila, a través de las puertas del patio. Le había decepcionado amargamente ver la casa con luz y el coche en la calle. Quizá no podría entrar a buscar la muñeca y quería, por encima de todas las cosas, que Glory la tuviera para Navidad. Intentó oír lo que las dos mujeres estaban diciendo, pero no podía entender más que alguna palabra suelta. Ambas iban muy elegantes. ¿Sería posible que se dispusieran a salir? Decidió esperar. Estudió con avidez la cara de Patricia Traymore. Estaba tan seria, su expresión era tan preocupada. ¿Habría empezado a prestar atención a sus avisos? Por su bien, él esperaba que sí.
Llevaba sólo unos minutos mirándola, cuando se levantaron. Se disponían a salir. Silenciosamente, se deslizó a lo largo de uno de los lados de la casa, y oyó el ruido de la puerta principal que se abría. No tomaban el coche; quizá no iban demasiado lejos; a lo mejor a casa de un vecino o a un restaurante cercano. Se tendría que dar prisa.
Rápidamente, volvió de nuevo al patío. Patricia Traymore había dejado las luces del salón encendidas, y pudo ver las nuevas y resistentes cerraduras que había colocado en las cristaleras. Incluso si cortase un cristal, no le sería posible entrar. Pero él ya se había anticipado a eso, y había planeado lo que iba a hacer. Había un olmo cerca del patio; era fácil trepar a él y una de sus ramas gruesas iba a parar justo debajo de una de las ventanas del piso de arriba.
La noche que dejó la muñeca en la casa, se dio cuenta de que esa ventana no cerraba bien por la parte de arriba, y que sería fácil de forzar.
Unos minutos después, se introducía en el interior, saltando sobre el alféizar de la ventana. En la casa reinaba un ambiente sepulcral. Cuidadosamente, encendió la linterna, y vio que la habitación estaba vacía; entonces abrió la puerta que conducía al descansillo. Estaba seguro de que no había nadie; estaba completamente solo. ¿Por dónde debía empezar a buscar?
Se había metido en tantos problemas, a causa de esa muñeca… Estuvieron a punto de cogerlo cuando intentaba apoderarse del frasco de sangre, en el laboratorio de la residencia. Se había olvidado del cariño que Glory tenía a su muñeca, de cómo, cuando él entraba de puntillas en su habitación, para ver si dormía apaciblemente, siempre estaba abrazada a ella.
No podía creer que por segunda vez en una misma semana volviera a pisar aquella casa. El recuerdo de aquella mañana, tan lejana, estaba aún vivo en su mente. La ambulancia, las luces destellando, las sirenas sonando, los neumáticos chirriando en el camino. Gente amontonada en la acera, vecinos con el abrigo encima de lujosos albornoces, coches de policía bloqueando la calle Norte y polis por todas partes. Una mujer gritaba; era la asistenta, que había encontrado los cuerpos exánimes.
Él y su compañero de ambulancia, del hospital de Georgetown, entraron rápidamente en la casa. Un poli joven estaba de guardia en la puerta. No corra, le dijo, ya no le necesitan.
El hombre estaba tendido boca arriba, con una bala en la sien; debió morir al instante. El arma estaba entre él y la mujer. El cuerpo de ella se hallaba inclinado hacia delante, y la sangre que manaba del pecho había manchado la alfombra, dejando un cerco a su alrededor. Tenía los ojos abiertos, y la mirada fija y desenfocada, como si se estuviera preguntando cómo y por qué razón había ocurrido todo. No tendría más de treinta años. Su pelo oscuro estaba despeinado y le caía por encima de los hombros. Tenía la cara afilada, nariz deliciosa, y pómulos altos y bien dibujados. Una túnica de seda amarilla rodeaba su cuerpo, como si fuera un traje de noche. Él fue el primero en inclinarse sobre la niña. Su pelo rojizo estaba manchado de sangre seca, y parecía castaño; su pierna derecha sobresalía del camisón floreado, y el hueso desnudo aparecía formando una pirámide. Se acercó más a ella. «Está viva», susurró.
Habían colgado una botella de «O» negativo, además de aplicar una máscara de oxígeno en su carita tranquila y entablillar la pierna destrozada. Él ayudó a vendarle la cabeza, sus dedos rozaron la frente y el pelo se le enrolló alrededor. Alguien dijo que se llamaba Kerry. Entonces él murmuró. «Si Dios quiere, yo te salvaré, Kerry».
—No se salvará —le dijo el interno duramente, quitándole de en medio.
Mientras tanto, la policía fotografiaba a la niña y a los cadáveres. Marcas, hechas con tiza, delimitaban la posición de los cuerpos.
Ya entonces, sintió que aquél era un lugar de pecado y maldad; un lugar donde dos flores inocentes, una mujer joven y su niña pequeña habían sido atacadas con saña. En una ocasión le había enseñado la casa a Glory y le explicó todo lo ocurrido aquella sangrienta madrugada.
La pequeña Kerry estuvo, durante dos meses, internada en la unidad de cuidados intensivos, en el hospital de Georgetown. Él la visitó tantas veces como pudo, pero ella nunca despertó; estaba siempre dormida, y parecía una muñeca. Se dio cuenta de que era imposible que viviera, y trató de encontrar la manera de entregársela al Señor. Pero, antes de que él pudiera hacer algo, trasladaron a la niña a un hospital especializado, cerca de Boston. Poco después, leyó que había muerto.
Su hermana había tenido una muñeca: «Déjame cuidarla —suplicaba—, jugaremos a que está enferma y que yo la curo».
Su padre le dio una bofetada con la mano callosa, y la sangre brotó de su nariz «¡Cúrate eso, marica!».
Empezó a buscar la muñeca de Glory en la habitación de Patricia Traymore. Abrió el guardarropa, miró en los estantes y en la parte inferior, pero no estaba allí. Con rabia contenida, observó la gran cantidad de ropa de valor que allí había. Blusas de seda, saltos de cama, batas, y esos vestidos que se ven en los anuncios de las revistas. Glory llevaba casi siempre pantalones vaqueros y jerséis, se los compraba en K-Mart[7]. En la residencia la gente llevaba batas de franela, generalmente de una talla mayor, envolviendo sus cuerpos informes. Uno de los atuendos de Patricia Traymore le llamó la atención. Era una túnica de lana marrón, con un cinturón atado; le recordaba el hábito de un monje, lo sacó del guardarropa y, sosteniéndolo con las manos, se lo puso sobre el cuerpo. Luego, buscó en los cajones que había en el fondo del armario. La muñeca tampoco estaba allí. Si estaba en la casa, seguro que no se encontraba en aquella habitación. No podía perder tanto tiempo. Echó una mirada a los vestidores de las otras habitaciones vacías, y bajó las escaleras.
Patricia Traymore se había dejado encendida la luz del vestíbulo, así como una lámpara de la biblioteca y otras del salón; incluso había dejado encendidas las luces del árbol de Navidad. Era escandalosamente derrochadora, pensó con rabia. Es injusto malgastar tanta electricidad, cuando tantos ancianos no pueden permitirse una calefacción para calentar sus hogares. Además, el árbol ya estaba seco. Si una llama le tocara se incendiaría, las ramas crujirían y los adornos se fundirían.
Uno de los adornos se cayó. Lo cogió y lo puso de nuevo en su lugar. No había ni un solo sitio para poder esconderse en todo el salón.
La biblioteca fue la última habitación en que buscó. Los ficheros estaban cerrados con llave; «ahí es donde seguramente la puso», pensó. Entonces descubrió una caja de cartón metida debajo de la mesa de la biblioteca. Tuvo un presentimiento. Tiró con fuerza para sacar la caja y cuando la abrió, su corazón saltó de alegría. Allí estaba la adorada muñeca de Glory.
El delantal había desaparecido, pero no podía perder tiempo buscándolo. Se paseó cuidadosamente por todas las habitaciones, asegurándose de que no había dejado huellas. No encendió ni apagó ninguna luz. Tampoco había tocado puerta alguna; por suerte, tenía mucha experiencia, a causa de su trabajo en la residencia. Naturalmente, si Patricia Traymore buscaba la muñeca, se daría cuenta de que alguien había entrado en la casa; pero esa caja de cartón había sido metida muy adentro, debajo de la mesa; quizá no la echaría en falta durante algún tiempo.
Saldría por el mismo lugar por el que había entrado, por la ventana que correspondía a la segunda habitación. Patricia Traymore no la usaba; y, seguramente, pasarían días sin que penetrara en ella.
Cuando entró en la casa eran las cinco y cuarto, y las campanas de la iglesia cercana a la universidad tocaban las seis cuando se deslizó abajo y se abrió camino hacia el patio delantero, desapareciendo en la noche.
*****
La casa del embajador era inmensa. Su magnífica colección de arte contrastaba con las paredes blancas del fondo de la estantería. Cómodos canapés, tapizados lujosamente, y mesas georgianas antiguas llamaron la atención de Pat. Un enorme árbol de Navidad, decorado con plata, se alzaba ante las puertas que daban al patio.
La mesa del comedor era un buffet por todo lo alto; había caviar, jamón de Virginia, pavo en gelée, galletas calientes y ensaladas. Dos camareros llenaban discretamente las copas de champán de los invitados.
El embajador Cardell, que era un hombre bajo, pulido, y con el pelo blanco, dio cortésmente la bienvenida a Pat y la presentó a su hermana Rowena van Cleef, que vivía ahora con él.
—Su hermana pequeña —dijo la señora Van Cleef a Pat, mientras sus ojos parpadeaban—. Yo tengo sólo setenta y cuatro años, y Edward ochenta y dos.
En total, debía de haber unos cuarenta invitados. En voz baja, Lila indicó a Pat los más importantes.
—El embajador británico y su esposa, sir John y lady Clemens; el embajador francés, Donald Arlen, que está a punto de ser nombrado presidente del Banco Mundial; el general Wilkins, aquel hombre alto que se halla junto a la repisa de la chimenea, y que tomará próximamente posesión del mando de la OTAN; el senador Whitlock. La que va con él no es su esposa.
Lila presentó a Pat a todos los vecinos, y ésta se sorprendió de ser el centro de atención. ¿Había algún indicio de quién era el autor de la intrusión en su casa? ¿No parecía sumamente probable que el presidente fuese a nombrar a la senadora Jennings vicepresidente? ¿Era fácil trabajar con la senadora? ¿Habían grabado el programa completo con antelación?
Gina Butterfield, columnista del Washington Tribune, se acercó rápidamente, escuchando con avidez las respuestas de Pat.
—Resulta tan extraño que alguien se metiera en su casa y le dejase una nota amenazadora —comentó la columnista—. Supongo que no se lo tomaría usted en serio.
Pat trató de parecer espontánea.
—Todos creemos que fue obra de un maníaco. Siento que se haya dado tanta publicidad a esto. No es justo para la senadora.
La columnista sonrió.
—Esto es Washington, querida. ¿No creerá que una noticia tan suculenta puede pasar inadvertida? Parece muy tranquila, pero yo no lo estaría tanto en su lugar, si encontrara mi casa invadida y mi vida amenazada.
—Además, en esa casa —añadió otro—. ¿Te explicaron el asesinato-suicidio de los Adams, que ocurrió allí?
Pat, con la mirada perdida, simulando observar las burbujas del champán, contestó:
—Sí, ya había oído esa historia, pero eso ocurrió hace mucho tiempo, ¿no?
—¿Tenemos que discutir ahora sobre este tema? ¿Precisamente hoy que es Nochebuena? —interrumpió Lila.
—Espera un momento —dijo rápidamente Gina Butterfield—. Adams, Adams el del Congreso. ¿Quieres decir que Pat está viviendo en la casa donde Adams se suicidó? ¿Cómo se le pudo escapar a la prensa?
—¿Qué relación tiene eso con el incidente del otro día? —preguntó Lila.
Pat se dio cuenta de que su amiga le tocaba el brazo, con la intención de avisarle. ¿Quizá la expresión de su cara la estaba delatando?
El embajador se detuvo y les invitó:
—Por favor, sírvanse ustedes mismos.
Pat se volvió para seguirle, pero la detuvo la pregunta de la periodista a una invitada.
—¿Vivía usted aquí en Georgetown, cuando ocurrieron estas muertes?
—Sí —contestó la mujer—. Dos casas más abajo del lugar del crimen. Mi madre todavía vivía por aquel entonces. Conocíamos bastante a los Adams.
—Eso fue antes de que yo llegara a Washington —explicó Gina Butterfield—. Pero, naturalmente, conozco todos los comentarios. ¿Es cierto que se ocultaron bastantes cosas sobre lo ocurrido?
—Claro que es cierto —dijo un vecino, sonriendo abiertamente—. La madre de Renée, la señora Shuyler, representó el papel de grande dame, en Boston; diciendo a la prensa que Renée se dio cuenta de que su matrimonio era un error, y planeaba divorciarse de Dean Adams.
—¿Había tramitado ya el divorcio? —preguntó Gina.
—Lo dudo —contestó la otra—. Estaba loca por Dean, loca de celos, y muy en contra de su trabajo. Se comportaba de manera muy extraña en las fiestas; nunca abría la boca; y hay que ver cómo tocaba aquel maldito piano, durante ocho horas al día. Cuando llegaba el buen tiempo, nos volvíamos locos oyéndolo todo el día; y créeme, no era ninguna Myra Hess, su forma de tocar era más bien vulgar.
«No puedo creerlo», pensó Pat. Y es que no quiero creerlo. ¿Qué preguntaba ahora la periodista? ¿Que si a Dean Adams se le conocía como conquistador?
—Era tan atractivo que las mujeres siempre se lo disputaban —la vecina se encogió de hombros—. Yo entonces sólo tenía veintitrés años, y estaba locamente enamorada de él. Por la tarde, Adams solía pasear con la pequeña Kerry, y yo siempre me las arreglaba para hacerme la encontradiza; pero no me sirvió de nada. Creo que será mejor ir al buffet, me estoy muriendo de hambre.
—¿Le parecía a usted que Adams era una persona inestable? —preguntó Gina.
—Por supuesto que no. Fue la madre de Renée la que inició el rumor y ella sabía lo que estaba haciendo. Recuerdo que las huellas digitales de ambos estaban en el arma. Mi madre y yo siempre pensamos que, seguramente, fue Renée la que irrumpió a tiros; y teniendo en cuenta lo que le sucedió a Kerry… ¡Esas huesudas manos de pianista tenían una fuerza increíble! No me extrañaría que fuera ella la que golpeó a la pobre niña.