—Queda muy bien, Abby —dijo Toby afablemente.
—Saldrá bien en las fotos —asintió ella.
Estaban admirando el árbol de Navidad, en el salón de Abigail. La mesa del comedor ya estaba preparada para la cena navideña.
—Mañana por la mañana, seguro que aparecerán por aquí algunos periodistas —dijo ella—. Averigua a qué hora son los primeros oficios en la catedral. Quiero que me vean allí.
No pensaba dejar ningún cabo suelto. Desde que el presidente había dicho: «Yo anunciaré quién es la candidata», Abigail había padecido una terrible ansiedad.
—Yo soy la mejor candidata —había afirmado una y otra vez—. Claire es paisana suya, y eso no es bueno políticamente; ojalá no estuviéramos comprometidos con ese maldito programa.
—Quizá te beneficie —dijo él, intentando consolarla, a pesar de que en su fuero interno estaba tan preocupado como ella.
—Toby, el programa me beneficiaría si tuvieran que elegir entre muchos candidatos; pero no creo que el presidente, cuando lo vea, pegue un salto y diga: ¡Ella es! Lo que seguramente hará es esperar a ver si hay alguna reacción negativa ante el programa y, después, anunciar su decisión.
Toby sabía que ella tenía razón.
—No te preocupes; de todas formas, no te puedes echar atrás. El programa ya está en la palestra.
La senadora había escogido cuidadosamente a los invitados para la cena de Navidad. En la lista había dos senadores, tres miembros del Congreso, un juez del Tribunal Supremo y Luther Pelham.
—Qué pena que Sam Kingsley esté en California —dijo.
A las seis en punto todo había sido preparado. Abby tenía un ganso asándose en el horno. Lo serviría frío para la cena del día siguiente. El cálido y rico olor llenaba la casa. A Toby le recordaba la cocina de los Saunders, cuando ellos eran colegiales. Aquella cocina siempre olía a un buen asado o a deliciosos pasteles. Francey Foster había sido una magnífica cocinera; ¡eso no se podía negar!
—Bueno, creo que me voy a ir, Abby.
—¿Tienes una cita amorosa interesante, Toby?
—No demasiado. —La camarera de la hamburguesería estaba empezando a aburrirle. Todas acababan por aburrirle.
—Te veré por la mañana. Ven a buscarme temprano.
—De acuerdo, señora. Duerme bien. Mañana tienes que estar impecable.
Toby dejó a Abby arreglando cuidadosamente unas cintas de plata que estaban mal colocadas en el árbol. Volvió a su apartamento, se duchó y se puso unos pantalones, una camisa cómoda y una chaqueta deportiva. La chica de la hamburguesería le había dicho bien claro que no pensaba cocinar aquella noche. La llevaría por ahí, para variar; luego irían a su apartamento a pasar el rato.
A Toby no le gustaba gastar el dinero en comida; menos aún cuando los caballos eran mucho más interesantes. Se ajustó una corbata verde oscuro, de punto, y se estaba mirando en el espejo cuando sonó el teléfono. Era Abby.
—Sal corriendo y consígueme un ejemplar del National Mirror —le ordenó.
—¿El Mirror?
—Ya me has oído; sal y consíguelo. Philip acaba de telefonearme. Miss Apple Junction y su elegante madre salen en la primera página. ¿Quién encontró esa foto? ¿Quién fue?
Toby apretó el auricular. Pat Traymore había estado en las oficinas del periódico de Apple Junction. Jeremy Saunders había telefoneado a Pat Traymore.
—Senadora, si alguien está intentando perjudicarla, yo le haré picadillo.
*****
Pat llegó a casa a las tres y media, con ganas de echarse una siesta. Como siempre, su pierna pagaba el precio que suponía el esfuerzo de haber estado mucho tiempo de pie, colgando los cuadros, la noche anterior. El dolor fastidioso y continuo no había cesado desde que salió de Richmond. Acababa de entrar en casa cuando sonó el teléfono. Era Lila Thatcher.
—Me alegro de haberte encontrado, Pat. Te he estado buscando. ¿Qué haces esta noche?
—Bueno, de hecho… —cogida de imprevisto, Pat no podía pensar en una excusa razonable. No se puede mentir fácilmente a una vidente, pensó.
—Por favor, no estés ocupada, el embajador da su cena habitual para celebrar la Nochebuena; le llamé y le dije que me gustaría llevarte. Después de todo, ahora eres vecina suya, y estará encantado de conocerte.
El octogenario embajador retirado era, quizá, el hombre de estado más antiguo y distinguido del distrito. Su casa era visita obligada para casi todos los jefes de estado del mundo, cuando visitaba Washington.
—Me encantará ir —dijo Pat—. Gracias por pensar en mí.
Cuando colgó el auricular, Pat subió a la habitación. Los invitados del embajador debían de ser muy elegantes. Decidió llevar un traje negro de terciopelo, con puños de cibelina. Todavía le quedaba tiempo para darse un buen baño caliente y descansar un poco.
Mientras estaba echada en la bañera, se dio cuenta de que un extremo del papel de la pared se estaba despegando. Un color azul intenso asomaba, en un sitio, por debajo del crema del papel. Se levantó y arrancó un buen trozo de la cenefa superior.
Era eso lo que recordaba, aquel bonito color violeta, mezclado con el azul; la cama tenía una colcha de satén color marfil; y en el suelo, había una moqueta azul.
Se secó mecánicamente y se puso un albornoz ocre. La habitación estaba fría, y llena de las oscuras sombras del atardecer.
Como precaución, puso el despertador a las cuatro y media.
Las voces enfurecidas…, las mantas sobre su cabeza…, el enorme ruido…, otro ruido ensordecedor…, sus pies descalzos, andando silenciosos por las escaleras…
El sonido insistente de alarma del reloj la despertó. Se frotó la frente intentando recordar el vago sueño. ¿El papel del cuarto de baño había accionado un mecanismo en su cabeza? Dios mío, ojalá no hubiera puesto el despertador.
«Pero se va acercando», pensó. La verdad se va acercando cada vez más.
Se levantó lentamente y se dirigió al tocador. Tenía el rostro tirante y pálido. Un crujido que se produjo abajo, en la entrada, la sobresaltó; se puso la mano en la garganta. Eran sólo las paredes, que crujían. Pensó.
A las cinco en punto, Lila Thatcher tocó el timbre. Estaba allí, de pie en la entrada; casi parecía un hada buena, de mejillas rosadas y pelo blanco. Se había arreglado y llevaba un abrigo de visón gris, y una diminuta corona navideña en el amplio cuello.
—¿Tenemos tiempo para tomar una copa de jerez? —preguntó Pat.
—Creo que sí. —Lila miró la fina mesa de mármol de Carrara, que hacía juego con el espejo, enmarcado en mármol, del vestíbulo.
—Siempre me gustaron estas piezas. Me alegro de que estés de nuevo aquí.
—¿Sabes? —era una afirmación, más que una pregunta—. Yo pensé lo mismo la otra noche.
Pat puso sobre la mesa una botella de jerez y un plato de galletas saladas. Lila se detuvo en la puerta del salón.
—Sí —dijo ella—, has hecho un buen trabajo. Por supuesto, ya hace tanto tiempo… Pero todo es como yo lo recordaba. Esta preciosa moqueta, este sofá, incluso los cuadros —murmuró—. No me extraña que esté preocupada por ti. Pat, ¿estás bien segura de lo que haces?
Se sentaron y Pat sirvió el jerez.
—No sé si hago bien, pero sé que es necesario.
—¿Qué recuerdas de aquella época?
—Fragmentos, instantes. Nada que tenga mucho sentido.
—Solía llamar al hospital a preguntar por ti. Estuviste inconsciente durante varios meses. Cuando te trasladaron, nos dijeron que si salías de aquello, quedarías dañada para toda la vida. Entonces apareció la noticia de tu muerte en los periódicos.
—Verónica, la hermana de mi madre, y su marido, me adoptaron. Mi abuela no quería que el escándalo nos persiguiera siempre a ellos y a mí.
—¿Ésa es la razón por la que te cambiaron el nombre?
—Yo me llamo Patricia Kerry. Supongo que lo de Kerry fue idea de mi padre. Patricia era el nombre de mi abuela. Decidieron que, puesto que había cambiado mi apellido, podía empezar a usar mi verdadero nombre.
—Así que Kerry Adams se convirtió en Patricia Traymore. ¿Qué es lo que esperas encontrar aquí? —Lila tomó un trago de jerez y dejó el vaso sobre la mesa.
Inquieta, Pat se levantó y se encaminó hacia el piano; en un acto reflejo, tocó el teclado y, entonces, retiró sus manos.
Lila la estaba mirando.
—¿Tocas?
—Sólo para divertirme.
—Tu madre tocaba constantemente. ¿Lo sabías?
—Sí. Verónica me ha hablado de ella. Al principio, yo sólo quería comprender lo que había ocurrido en esta casa; entonces me di cuenta de que he odiado siempre a mi padre; le he odiado por haberme hecho daño, por haberme robado a mi madre. Creo que yo esperaba encontrar alguna prueba de que él estaba enfermo, de que se estaba desmoronando, no sé, algo así. Pero, ahora que empiezo a recordar algunas cosas, me doy cuenta de que hay algo más que eso; no soy la misma persona que habría llegado a ser si… —indicó, con un gesto, el lugar donde los cuerpos habían sido hallados—, si todo esto no hubiera ocurrido… Necesito pensar, vincular la niña que yo era con la mujer que soy ahora. Algo de mí se ha perdido al volver a esta casa. Me han inculcado tantas ideas preconcebidas… Mi madre era un ángel, mi padre un demonio… Verónica me dio a entender que mi padre hundió la carrera musical de mi madre y, después, su vida. Pero ¿qué se sabe de él? Ella se casó con un político y, después, rehusó compartir su vida. ¿Era eso justo? ¿En qué medida era yo un catalizador del problema entre ellos? Verónica me dijo una vez que esta casa era demasiado pequeña; cuando mi madre ensayaba al piano, yo me despertaba y empezaba a llorar.
—Catalizadora —dijo Lila—. Eso es exactamente lo que me temo que eres, Pat. Estás activando unas cosas que es mejor dejarlas como están. Parece que te has recuperado muy bien de tus heridas —volvió a decirle.
—Pasó mucho tiempo hasta que al fin recuperé la conciencia; me tuvieron que enseñar todo de nuevo. No entendía el significado de las palabras; no sabía utilizar un tenedor. Llevé una abrazadera en la pierna hasta la edad de siete años.
Lila se dio cuenta de que estaba acalorada. Un momento antes, había sentido frío. Prefirió no analizar la razón de ese cambio. Sólo sabía que aquella habitación no había completado el escenario de su tragedia. Se levantó.
—Es mejor que no hagamos esperar al embajador —dijo bruscamente.
Podía descubrir, en el rostro de Pat, los pómulos y la sensual boca de Renée, así como los ojos, grandes y separados, y el cabello castaño de Dean.
—Bueno, Lila, ya me has repasado bastante. ¿A cuál de ellos me parezco?
—A ambos; pero creo que eres más como tu padre.
—No en todo, por favor, Dios mío —dijo Pat, haciendo un desesperado intento por sonreír.