—Papa, ¿has visto mi muñeca de trapo Raggedy Ann?
Sonrió a Glory esperando que no notara su nerviosismo.
—No, claro que no la he visto. ¿No la tenías guardada en el armario de tu habitación?
—Sí. No lo entiendo, papá. ¿Estás seguro de que no la has tirado?
—¿Por qué iba yo a tirarla?
—No lo sé. Voy a hacer unas compras para Navidad. No tardaré. —Se levantó de la mesa. Parecía preocupada—. Papá, ¿estás empezando a encontrarte mal otra vez? Estas últimas noches, has estado hablando mientras dormías. Podía oírte desde mi habitación. ¿Hay algo que te preocupa? ¿No estarás oyendo de nuevo esas voces, verdad?
Vio el temor en sus ojos. No había debido hablar a Glory de aquellas voces, pues no lo había comprendido y empezaba a preocuparse por él.
—Oh, no; estaba bromeando cuando te dije aquello.
Estaba seguro de que no le creía.
Glory puso la mano en el hombro de su padre.
—Cuando sueñas en alto, repites el nombre de la señora Gillespie. ¿No es la señora que murió hace poco en la casa de reposo?
Cuando Glory se marchó, Arthur se sentó a la mesa de la cocina, pensativo, enroscando sus piernas delgadas en las patas de la silla. La enfermera Sheehan y los médicos le habían interrogado acerca de la tal señora Gillespie.
—¿Había estado examinándola?
—Sí —dijo él—. Sólo quería comprobar si se encontraba bien.
—La señora Harnick y la señora Drury le vieron a usted, pero la señora Drury dice que eran las tres y cinco, y la señora Harnick, en cambio, asegura que era más tarde.
—La señora Harnick se ha equivocado. Solamente entré a verla una vez.
No tenían más remedio que creerle, pues, durante la mayor parte del día, la señora Harnick, debido a su edad, no se daba cuenta de nada. Aunque, el resto del tiempo, era muy aguda.
De repente, volvió a coger el periódico. Había tomado el metro para regresar a casa, y vio, en el andén, una señora mayor que se apoyaba en un bastón e iba cargada con la bolsa de la compra. Estaba a punto de ayudarla cuando el tren llegó. La muchedumbre se precipitó hacia delante, un joven, con los brazos cargados de libros, había estado a punto de tropezar con la anciana y tirarla al suelo, en su urgencia por coger un asiento libre. Recordó cómo la había ayudado a subir al tren antes de que las puertas se cerraran.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó.
—Oh, sí. Tenía miedo de caerme. Los jóvenes de ahora son tan bruscos…, no como en mis tiempos.
—Son crueles —dijo él suavemente.
El joven se bajó en Dupont Circle y cruzó el andén. Le siguió y logró situarse cerca de él cuando se paró, justo al borde. Al acercarse el tren le dio un empujón en el brazo, de manera que uno de los libros se le cayó. El joven intentó agarrarlo al vuelo y, en ese momento, fue fácil empujarlo a la vía.
El periódico. Sí, aquí estaba, en la tercera página.
«Un joven de diecinueve años atropellado por el tren». El artículo decía que la muerte había sido accidental. Un testigo vio resbalar el libro del brazo del estudiante, quien, intentando atraparlo, perdió el equilibrio.
La taza de café que Arthur tenía en las manos se había enfriado. Lo tomaría frío, y después se iría a trabajar.
Había tantos ancianos indefensos en la residencia…
Su mente había estado ocupada con Patricia Traymore. Esa era la razón por la que no había sido lo suficientemente precavido con la señora Gillespie. Mañana le diría a Glory que tenía que trabajar hasta tarde, y volvería a casa de Patricia Traymore. Tendría qué entrar de nuevo allí. Glory quería recuperar su muñeca.
*****
A las once de la mañana del 24 de diciembre, Pat se encaminó hacia Richmond.
El sol inundaba las calles, pero el aire seguía siendo muy frío. Iban a ser unas Navidades gélidas.
Después de salir de la autopista se equivocó tres veces de desvío, y empezó a ponerse nerviosa. Al final, acabó por encontrar Balsam Place. Era una calle de casas de estilo Tudor, de dimensiones medias, pero confortables.
La del número veintidós era más grande que las otras, y tenía un letrero en el césped, donde se podía leer: Antigüedades.
Catherine Graney la estaba esperando a la entrada. Rondaba la cincuentena y tenía el rostro cuadrado, profundos ojos azules, y cuerpo delgado pero robusto. Su pelo entrecano era liso y lo llevaba cortado de forma irregular. Saludó a Pat dándole la mano calurosamente.
—Parece como si la conociera desde hace tiempo. Voy a Nueva Inglaterra muy a menudo para hacer compras y, siempre que puedo, veo su programa.
El piso de abajo se utilizaba como tienda. Sillas, canapés, jarrones, lámparas, cuadros, alfombras orientales y porcelanas llevaban una etiqueta con el precio. Había unas figuras sobre un aparador estilo reina Ana; enfrente, dormitaba un setter irlandés de pelo rojizo, salpicado de gris.
—Vivo en el piso de arriba —explicó la señora Graney—. Teóricamente, la tienda está cerrada, pero una persona me telefoneó y me preguntó si podía venir para comprar un regalo de última hora. Tomará un café, ¿verdad?
Pat se quitó el abrigo, y miró a su alrededor, observando los objetos que había en la habitación.
—Tiene usted unas cosas preciosas.
—A mí también me lo parecen —comentó complacida—. Me gusta buscar antigüedades y restaurarlas. Tengo el taller en el garaje.
Sirvió el café en una cafetera de Sheffield.
—Además, este trabajo me permite estar rodeada de objetos hermosos. Con ese pelo castaño y esa blusa de color oro parece usted salida del siglo XIX, hace juego con el sillón Chippendale.
—Gracias.
Pat se dio cuenta de que simpatizaba con aquella mujer franca y extrovertida; había algo en ella que era, a la vez, directo y honesto, lo cual hizo que les fuera fácil llegar al motivo real de la visita.
—Señora Graney, usted se da cuenta de que su carta es bastante alarmante. Explíqueme por qué no llamó directamente a la cadena de televisión, en vez de escribirme a mí.
Catherine Graney bebió un poco de café.
—Como ya le he dicho, he visto bastantes programas suyos, y tengo la impresión de que es usted una persona íntegra. Por eso estaba segura de que, si supiera la verdad, no querría participar en un calumnioso infundio. Por eso le pido que se asegure de que el nombre de George Graney no se mencionará en el programa sobre la senadora, y de que Abigail Jennings no se atreverá a decir que hubo error del piloto en el accidente de Willard. Sepa que mi marido era capaz de volar en cualquier cosa que tuviera alas.
Pat pensó en las secuencias del programa que ya estaban montadas. La senadora acusaba al piloto, de eso estaba segura. Pero ¿citaba el nombre de éste? No estaba muy segura. En cambio, se acordaba de algunos detalles del accidente.
—¿No fueron los peritos que lo investigaron quienes dijeron que su marido volaba demasiado bajo? —preguntó.
—El avión volaba demasiado bajo cuando se adentró en la montaña. Abigail Jennings comenzó a utilizar este accidente para que su nombre saliera en los periódicos, y se erigió ella misma en adalid de la seguridad en el aire. Tenía que haberme opuesto, y haberme enfrentado a ella inmediatamente.
Pat contempló el setter irlandés, que, como si hubiera notado la tensión en la voz de su ama, se levantó y cruzó la habitación para situarse a sus pies.
Catherine, inclinándose, lo acarició.
—¿Por qué no intervino inmediatamente?
—Por muchas razones. Una de ellas fue que mi hijo nació pocas semanas después del accidente; y otra que yo apreciaba mucho a la madre de Willard.
—¿A la madre de Willard?
—Sí. George viajaba con Willard Jennings en bastantes ocasiones. Se hicieron buenos amigos. La señora Jennings madre lo sabía; vino a verme cuando se enteró del accidente. Vino a verme a mí, no a su nuera. Las dos nos sentamos a esperar el desastre final. Puso a nombre de mi hijo una generosa suma, para su educación; no quise disgustarla usando el arma que hubiese utilizado contra Abigail. Las dos teníamos nuestras sospechas, pero para la señora Jennings, madre, el escándalo era impensable.
Tres relojes antiguos de pared dieron la hora al unísono. Era la una de la tarde; el sol inundaba la habitación.
Pat observó que, mientras hablaba, Catherine Graney hacía girar en su dedo el anillo de casada. Sabía que no se había vuelto a casar.
—¿Qué clase de arma habría podido utilizar contra la senadora? —preguntó Pat.
—Si hubiera querido, habría podido hundir la reputación de supuesta honestidad de Abigail. Willard estaba desengañado de ella y de la vida política. El día que murió tenía el propósito de anunciar que no iba a presentarse a la reelección de su cargo; y que iba a aceptar el nombramiento de decano en una universidad. Le gustaba la vida académica. Aquella última mañana, él y Abigail tuvieron una pelea espantosa en el aeropuerto. Ella le rogó que no hiciera pública su renuncia y él le dijo, delante de George y de mí: «Abigail, para ti esto no representará un problema. Hemos acabado».
¿Abigail y Willard Jennings estaban a punto de divorciarse?
—Esa historia de la honorable y desconsolada viuda ha sido siempre una farsa. Mi hijo, George Graney, es actualmente piloto de las fuerzas aéreas. Nunca llegó a conocer a su padre. No voy a permitir que se avergüence de él por otra de sus mentiras. Y, tanto si gano este proceso, como si no, haré que todo el mundo se entere de lo mentirosa y falsa que siempre ha sido.
Pat midió sus palabras cuidadosamente.
—Señora Graney, desde luego haré todo lo posible para que el nombre de su marido no se aluda en forma vejatoria, pero tengo que decirle que he estado investigando los ficheros personales de la senadora, y todo lo que he visto me da a entender que Abigail y Willard Jennings estaban muy enamorados.
Catherine Graney hizo un gesto desdeñoso.
—Me gustaría ver la cara que pondría la señora Jennings, madre, si oyera esto. Le diré algo. Al volver, haga un kilómetro más y pase por Hillcrest, la propiedad de los Jennings. Imagínese lo herida que se tiene que haber sentido esa mujer, para no dejársela a su única nuera, ni dejarle tampoco, ni un mísero centavo, en herencia.
Quince minutos más tarde, Pat contemplaba, a través de las altas verjas de hierro, la hermosa mansión que estaba situada en una loma rodeada de terrenos cubiertos de nieve. Como viuda de Willard, Abigail estaba en pleno derecho de pensar que heredaría esa propiedad, así como su escaño en el Congreso. Por otro lado, si se hubiera divorciado, se habría convertido, de nuevo, en una proscrita; y si Catherine Graney decía la verdad, la tragedia de la que Abigail hablaba tan conmovedoramente había sido, de hecho, el golpe de suerte que la había salvado del olvido, hace veinticinco años.