El 23 de diciembre, a las catorce horas, la senadora Abigail Jennings se sentó en la biblioteca de su casa, con Toby y Philip, para ver en la televisión cómo el vicepresidente de Estados Unidos presentaba su dimisión al jefe del Gobierno.
Con la boca seca y clavándose las uñas en las palmas de las manos, Abigail escuchaba al vicepresidente, que apoyado en las almohadas de su cama del hospital, pálido, con la muerte reflejada en el rostro, decía con voz sorprendentemente fuerte:
«Tenía el proyecto de demorar mi decisión hasta primeros de año. Sin embargo, creo mi deber poner mi cargo a disposición del presidente y, de esta manera, no obstaculizar los procedimientos usuales de sucesión de esta gran nación. Agradezco la confianza que el presidente y mi partido han depositado en mí, bien demostrada cuando fui por dos veces candidato a la vicepresidencia. Agradezco a todos los norteamericanos la oportunidad que me han dado de servirles».
Con profundo pesar, el presidente aceptó la dimisión de su viejo amigo y colega. Cuando le preguntaron si estaba decidido quién ocuparía el puesto vacante, contestó: «Tengo a varios candidatos en la cabeza», pero no quiso decir si eran los sugeridos por la prensa.
Toby silbó.
—Bueno, por fin ha sucedido, Abby…
—Senadora, fíjese en lo que le digo —empezó a decir Philip.
—Callaos de una vez y escuchad —cortó la senadora. Mientras tanto la escena de la habitación del hospital desaparecía de la pantalla; la cámara enfocaba a Luther Pelham, en los estudios de la cadena Potomac.
—Es un momento histórico —empezó diciendo Luther, y con actitud digna y algo reticente, narró un breve esbozo de la vida del vicepresidente. Después, fue derecho al grano—. Es hora de que una mujer sea elegida para un alto cargo, una mujer con la experiencia necesaria y de probada eficacia. Señor presidente, éste es el momento, nómbrela ahora.
Abigail profirió una risa aguda.
—Ésa soy yo.
Empezó a sonar el teléfono.
—Deben de ser los periodistas. Decid que no estoy.
Una hora después, toda la prensa estaba reunida delante de la puerta. Finalmente, concedió una entrevista. Su apariencia era de tranquilidad. Dijo que estaba muy ocupada preparando la cena de Navidad que iba a dar a sus amigos. Cuando le preguntaron si esperaba ser nombrada vicepresidente, dijo en tono divertido: «¿De verdad espera que haga algún comentario sobre eso?».
En el momento en que los periodistas desaparecieron, su expresión cambió por completo. Ni siquiera Toby se atrevió a dirigirle la palabra.
Luther llamó para confirmar la hora de la grabación. La voz de Abigail podía oírse en toda la casa.
—Sí; lo he visto. ¿Quieres que te diga una cosa? Ya lo tengo en el bolsillo, y sin necesidad de tu maldito programa, que sólo me hubiera traído problemas. Ya te dije que era una mala idea; y no me digas que sólo querías ayudarme, lo que querías era que te estuviera agradecida; ambos lo sabemos.
La voz de Abigail bajó de tono. Philip miró a Toby.
—¿Qué es lo que has descubierto? —le preguntó.
—Pat Traymore fue a Apple Junction la semana pasada. Pasó por el periódico y se llevó algunas fotos antiguas; también visitó a Saunders, quien estuvo enamorado de Abby, cuando era todavía una niña, y que se despachó a gusto con ella. Después, fue a ver a la antigua directora de la escuela, ya retirada, y que conoció a Abby. Yo estaba en casa de Pat, en Georgetown, cuando Saunders la telefoneó.
—¿Hasta qué punto podrían perjudicar a la senadora esas personas? —preguntó Philip.
Toby se encogió de hombros.
—Depende.
—¿Te has enterado de algo relacionado con la casa?
—Hemos encontrado la inmobiliaria que se ha encargado de alquilarla, durante años. Tenían un nuevo inquilino en perspectiva, pero el banco que se ocupa de los intereses de los herederos les comunicó que alguien de la familia tenía el propósito de habitarla, y que, por lo tanto, no estaba disponible.
Bien poco le había dicho con aquello.
—¿Alguien de la familia? —repitió Toby—. ¿Quién de la familia?
—Supongo que Pat Traymore —dijo Philip, sarcásticamente.
—No te hagas el listo conmigo —respondió Toby, con brusquedad—. Quiero saber a quién pertenece esa casa ahora, y qué pariente la ocupa.
*****
Invadida por sentimientos contradictorios, Pat contempló la emisión de la Potomac sobre la dimisión del vicepresidente. Al final de la secuencia de Luther, el presentador dijo que, de todas maneras, era poco probable que el presidente nombrase un sucesor antes de Año Nuevo.
«Y el programa se emite el día 27», pensó Pat. Como Sam le había dicho, la primera noche que llegó a Washington, su programa podía influir en la elección de la primera mujer vicepresidente.
Otra vez no pudo dormir; su sueño había sido interrumpido por extrañas pesadillas. ¿En realidad se acordaba tan claramente de su madre y de su padre? ¿O era por las películas y fotografías que había visto de ellos? El recuerdo de su padre vendándole la rodilla y llevándola a tomar un helado era auténtico; de eso estaba segura. Pero también, a veces, había tenido que ponerse la almohada contra las orejas, para no oír las voces airadas y los llantos histéricos.
Estaba decidida a acabar de revisar los efectos personales de su padre. Los había examinado con determinación, y le habían interesado mucho los documentos referentes a su madre. Había cartas de su abuela, dirigidas a Renée. Una de ellas llevaba fecha de seis meses antes de la tragedia, y decía así:
Renée, querida, el tono de tus cartas me preocupa. Si ves que tienes ataques depresivos de nuevo, por favor, ve a ver a un médico de inmediato.
Había sido su abuela, según los recortes de periódico, la que había declarado que Dean Adams poseía una personalidad inestable.
Encontró también una carta de su padre, dirigida a su madre; escrita un año antes de la muerte de ambos:
Querida Renée:
Me siento muy apenado ante la idea de que quieras pasar todo el verano en New Hampshire, con Kerry. Tienes que saber cuánto os echo de menos a las dos. Me es absolutamente necesario ir a Wisconsin, ¿por qué no intentas venir? Podríamos alquilar un Steinway, para estos días, pues comprendo perfectamente que la vieja espineta de mamá no es demasiado apropiada. Por favor, querida, hazlo por mí.
Pat sintió como si estuviera ahondando en una llaga abierta. Cuanto más profundizaba en ella, más confusa se sentía. La sensación de dolor emocional era física; dolor increíblemente agudo. Una de las cajas de cartón estaba llena de adornos navideños. Al verlos, Pat tuvo una idea. Se compraría un pequeño árbol de Navidad; ¿por qué no? ¿Dónde estarían Verónica y Charles ahora? Consultó el itinerario que seguían. El barco llegaría a St. John al día siguiente. Se preguntó si podría llamarlos el día de Navidad.
El correo le hizo olvidar, por un rato, todas sus preocupaciones. Había recibido gran cantidad de tarjetas navideñas e invitaciones, mandadas por sus amigos de Boston.
«Ven a Boston aunque sólo sea para el día de Navidad. Estamos todos esperando ver el programa».
«Esta vez ganas el Emmy, no será sólo una nominación».
Una carta había sido enviada desde la emisora de Boston. El remite decía: Catherine Graney; 22 Balsam Place, Richmond, va.
Graney era el apellido del piloto que murió con Willard Jennings. La carta era breve.
Querida señorita Traymore:
He leído que está usted proyectando hacer un programa sobre la senadora Abigail Jennings. He tenido la oportunidad de ver y admirar algunos de sus logrados programas y me siento en la necesidad de advertirle que el programa sobre la senadora Abigail Jennings puede llegar a ser causa de una demanda judicial por mi parte. La prevengo. No dé oportunidad a la senadora de hablar sobre la muerte de su marido; por su propio bien, no le deje manifestar que ésta fue debida a un error del piloto. Aquel piloto, mi marido, también encontró la muerte. Sería una broma cruel, si osase aparecer como una viuda desconsolada. Si desea comunicarse conmigo, puede llamarme a este número de teléfono: 804-555-6841.
Pat cogió el teléfono y marcó el número. Esperó bastante rato. Estaba a punto de colgar cuando oyó un «diga» apresurado. Era Catherine Graney. Se oían ruidos, como si hubiese mucha gente a su alrededor. Pat trató de concertar una cita.
—Tendrá que ser mañana —le dijo la mujer—. Trabajo en una tienda de antigüedades y hoy hay rebajas.
Acordaron una hora y, apresuradamente, le dio a Pat una serie de indicaciones.
Aquella tarde, Pat fue de compras. La primera tienda que visitó fue un anticuario. Dejó, para enmarcar, una de las marinas que provenían del despacho de su padre. Sería el regalo de Navidad para Sam.
—Lo tendré listo dentro de una semana. Es un hermoso grabado, y tiene bastante valor. Se lo digo por si alguna vez quiere venderlo.
—No pienso hacerlo.
En una lujosa tienda de comestibles, cerca de su casa, encargó víveres, incluido un pequeño pavo. En la floristería compró dos poinsettas y una guirnalda de ramas, para la repisa de la chimenea. Encontró un árbol de Navidad que le llegaba a los hombros. Estaba despuntado pero tenía bonita forma y sus agujas eran de un verde resplandeciente.
Al anochecer, ya había acabado de decorar la casa. Colocó el árbol cerca de las vidrieras que daban al patio y cubrió la repisa de la chimenea con las ramas; puso una poinsetta en la mesita baja, cerca del canapé, y la otra en la mesa de cóctel, enfrente del pequeño sofá.
Ya había colgado todos los cuadros. Había tenido que buscarles sitio, pero parecía que el salón ya estaba completo. «Encenderé la chimenea —pensó—. En un hogar, siempre tiene que haber una chimenea ardiendo».
Encendió fuego y se puso cómoda, delante del televisor. Después, se preparó una tortilla y una ensalada, y se llevó la bandeja al salón. Esta noche se dedicaría a ver la televisión y a descansar. Había llegado al límite de sus fuerzas y debía dejar que los recuerdos se abriesen camino por sí mismos. Siempre había pensado que aquella habitación le resultaría odiosa; pero, a pesar del terror de la noche pasada, la encontraba acogedora y tranquila. ¿Conservaría también recuerdos felices?
Puso en funcionamiento el televisor. El presidente y su mujer aparecieron en la pantalla. Estaban tomando un avión particular, con destino a su mansión familiar, donde pasarían las Navidades. De nuevo, los periodistas asediaron al presidente con preguntas acerca de su elección para el puesto vacante. «Anunciaré quién es ella o él en Año Nuevo —dijo—. Felices Navidades».
«Ella». ¿Había sido un lapsus premeditado? Por supuesto que no.
Sam llamó unos minutos más tarde.
—Pat, ¿cómo va todo?
Hubiera querido que la boca no se le secase al oír su voz.
—Bien. ¿Has visto, ahora mismo, al presidente por la televisión?
—Sí. Seguramente, la cosa está entre dos personas. Se halla firmemente decidido a nombrar a una mujer. Voy a llamar a Abigail, debe de estar mordiéndose las uñas.
Pat arqueó las cejas.
—Yo lo haría en su situación. —Distraídamente, jugueteó con la hebilla de su cinturón—. ¿Qué tiempo hace ahí?
—Hace un calor infernal. Francamente, prefiero pasar las Navidades en un lugar de invierno.
—Entonces no debías haberte ido. He estado dando vueltas para comprar un árbol, hacía bastante frío. ¿Cuáles son tus planes para el día de Navidad? ¿Irás a la cena de Abigail?
—No.
—Estoy sorprendida de que no te haya invitado.
—Estaba invitado, pero se está muy bien con Karen y Tom; aunque no son mi familia. Tuve que morderme la lengua, durante el almuerzo, para no soltarle una impertinencia a un fatuo pesado que tenía una lista enorme de todos los fallos que él consideraba que ha cometido esta Administración.
Pat no pudo refrenarse.
—¿La madre de Tom no te está presentando a todas sus amigas y parientes casaderas?
Sam rió.
—Temo que sí. No me quedaré hasta fin de año; regresaré unos días después de Navidad. ¿No has recibido más amenazas, verdad?
—Ni siquiera una llamada telefónica de obseso sexual. Te echo de menos, Sam —añadió intencionadamente.
Se hizo una pausa. Podía imaginarse la expresión preocupada de Sam, intentando encontrar la frase correcta.
«Te importa exactamente lo mismo ahora que hace dos años», pensó.
—Sam, ¿estás ahí?
Su voz parecía forzada.
—También yo te echo de menos, Pat. Eres muy importante para mí.
¡Qué forma tan fantástica de decirlo!
—Tú eres uno de mis mejores amigos.
Sin esperar respuesta, colgó el auricular.