Glory parecía distinta. Ahora se arreglaba el pelo al levantarse, y llevaba ropa nueva, de colores más alegres. Sus blusas se cerraban con volantes en vez de llevar cuello camisero como antes; y hacía poco se había comprado unos pendientes.
Cada día le insistía en que no le preparara ningún bocadillo para el almuerzo, ya que comería en la oficina.
—¿Sola? —Le preguntó.
—No, papá.
—¿Con Opal?
—Tan sólo voy a comer fuera —le decía con aquel tono de impaciencia tan poco habitual en ella.
Ya no se interesaba cuando él le contaba cosas de su trabajo. Había intentado explicarle un par de veces cómo, a pesar del respirador, la señora Gillespie madre se pasaba todo el tiempo tosiendo con enormes dolores. Antes, Glory solía escuchar aquellas historias con atención y se mostraba compasiva ante la enfermedad de sus pacientes; estaba siempre de acuerdo con él en que sería una bendición que los ángeles se llevaran de este mundo a los más enfermos. Al contar con su aprobación le era más fácil llevar a cabo su misión.
Estaba tan distraído pensando en Glory que al entregar a la señora Gillespie al Señor fue un poco descuidado. Pensó que dormía, pero cuando desenchufó el respirador y empezaba a rezar por su alma ella abrió los ojos y comprendió lo que estaba haciendo. Su barbilla tembló al tiempo que susurraba:
—Por favor, por favor, oh Virgen santa, ayúdame…
Vio cómo sus ojos aterrorizados se tornaban vidriosos y finalmente adquirieron una expresión vacía y fija.
Pero la señora Harnick le vio cuando salía de la habitación de la señora Gillespie.
La enfermera Sheelan fue quien descubrió el cuerpo de la señora Gillespie. Ella no aceptaba que la muerte de la anciana hubiera sido la voluntad de Dios; en vez de eso, insistió en que verificasen el buen funcionamiento del respirador. Arthur vio más tarde a la enfermera hablando con la señora Harnick, la cual estaba muy nerviosa y gesticulaba señalando la habitación de la señora Gillespie.
Todo el mundo en la residencia de ancianos le apreciaba excepto la enfermera Sheelan. Le regañaba continuamente diciéndole que se excedía en su tarea. «Para eso ya tenemos a los capellanes. No es cosa suya aconsejar moralmente a los pacientes».
Si hubiera sabido que la enfermera Sheelan estaba de turno no se habría atrevido a acercarse a la señora Gillespie.
Su preocupación por el documental sobre la senadora Jennings le estaba consumiendo de nervios y le impedía pensar con claridad. Había advertido cuatro veces a Patricia Traymore de que tenía que suspender el programa.
No habría un quinto aviso.
*****
Pat no podía conciliar el sueño. Después de una hora de dar vueltas en la cama se rindió y fue a buscar un libro, pero le era imposible concentrarse en la biografía de Churchill que tanta ilusión le hacía leer.
Por fin se durmió a la una de la madrugada. A las tres volvió a despertarse y bajó a la cocina para calentarse un vaso de leche. Había dejado la luz del descansillo encendida pero a pesar de esto la escalera estaba oscura y tuvo que apoyarse en la barandilla, en el punto de la escalera donde los escalones formaban una curva. «Acostumbraba a sentarme en este escalón fuera de la vista de los invitados que llegaban al recibidor y desde allí veía entrar a la gente. Llevaba un camisón azul con flores bordadas. Aquella noche lo llevaba puesto; estando sentada aquí, de repente me asusté y volví a la cama…».
—Y después… No sé —dijo en voz alta—. No sé.
Ni siquiera después de tomar la leche pudo conciliar el sueño.
A las cuatro, bajó de nuevo y cogió el guión del programa que estaba ya casi terminado. El programa comenzaría así: la senadora y Pat, en el estudio, sentadas de espaldas a una fotografía ampliada de Abigail y Willard Jennings en la fiesta de su boda. La imagen de la señora Jennings madre había sido eliminada cuando hicieron el montaje. Mientras se pasaba la película de la fiesta nupcial, la senadora hablaría de cuando conoció a Willard, cuando estaba estudiando en Radcliffe.
«Al menos, de esta forma incluyo algo sobre el Nordeste», pensó Pat.
Luego aparecería un montaje de secuencias de todas las campañas electorales de Willard, mientras Pat le preguntaría a la senadora cómo se había iniciado su vocación por la política. La fiesta para celebrar el treinta y cinco cumpleaños de Willard sería una brillante muestra de la relación entre los Kennedy en los años de pre-Camelot.
Después mostraría imágenes del funeral, donde se vería a Abigail escoltada por Jack Kennedy. Luther había suprimido la escena donde aparecía la suegra de Abigail cuando llegaba en otro coche, vestida de luto, muy pálida y solemne, cuidando su cargo en el Congreso.
Seguidamente, aparecían las escenas sobre la desaparición de los fondos de la campaña y sobre la dedicación de Abigail a mejorar la seguridad aérea, en las que parecía muy ceremoniosa y mojigata. Después se veía la fotografía de aquella joven asustada, Eleanor Brown. Una cosa es preocuparse por la seguridad aérea y otra muy distinta es acusar al piloto, que también perdió la vida en el accidente. Pero sabía que no podría convencer a Luther de que se cambiara ni una sola escena.
El día después de Navidad, filmarían a Abigail en su despacho rodeada de sus colaboradores y de algunos visitantes seleccionados. La sesión del Congreso había sido finalmente aplazada y tenían que darse prisa.
Al final, Luther había estado de acuerdo en filmar a Abigail en su casa rodeada de sus amigos. Pat le había sugerido que diera una cena de Navidad y preparara ella misma alguno de los platos. Todos los invitados serían personalidades distinguidas de Washington además de algunos miembros de su equipo electoral que habían tenido que pasar las Navidades alejados de sus hogares a causa de la campaña.
En la última escena, se vería a la senadora regresando a su casa al anochecer con una cartera bajo el brazo. Y después, como conclusión, una voz en off diría:
«Como la mayoría de los seis millones de personas solas, entre solteros y viudos, que viven en Estados Unidos, la senadora Abigail Jennings ha encontrado su familia, su dedicación y su vocación en un trabajo que le gusta».
Luther había escrito esta frase para que Pat la pronunciara como final en el documental. A las ocho, telefoneó a Luther y le pidió nuevamente que intentara convencer a la senadora para que la dejara hablar sobre los primeros años de su vida.
—El material que tenemos hasta ahora es soso —dijo Pat—; excepto lo que se refiere a esas películas antiguas, lo demás es un documental publicitario de treinta minutos.
Luther la interrumpió.
—¿Has revisado todas las películas?
—Sí.
—¿Qué me dices de las fotografías?
—Había muy pocas.
—Llama y pregunta si tienen algunas más. No, prefiero llamar yo mismo. Tú no estás, precisamente, en la lista de personas gratas a la senadora en estos momentos…
*****
Cuarenta y cinco minutos más tarde, Philip la llamó. Toby iría a su casa al mediodía a llevarle varios álbumes de fotos. La senadora había pensado que podría encontrar algunas fotografías interesantes.
Algo intranquila, se dirigió a la biblioteca, donde había introducido, debajo de la mesa, la caja de cartón con la muñeca.
Aprovecharía el tiempo para revisar los documentos de su padre.
Cuando sacó la muñeca de la caja la llevó junto a la ventana y la examinó detenidamente. Un experto dibujante había sombreado hábilmente los ojos, retocado las cejas y le había conferido aquel rictus de amargura. A la luz del día, parecía todavía más patética. ¿Era tal vez una copia de su imagen?
Apartó la muñeca y empezó a desempaquetar el resto del contenido de la caja de cartón. Había fotografías de su madre y de su padre; pequeños paquetes de cartas y papeles y álbumes de fotos. Sus manos se iban ensuciando a medida que sacaba y ordenaba los documentos. Después, se sentó en la alfombra, con las piernas cruzadas, y empezó a revisarlos.
Manos amorosas habían conservado los recuerdos de niñez de Dean Adams. Los cuadernos de calificación estaban cuidadosamente ordenados por años. La nota más alta era A+ y la más baja B+.
Había vivido unos años en una granja a cien kilómetros de Milwaukee. La casa tenía las puertas y ventanas enmarcadas en blanco y poseía un pequeño porche. Había fotografías de él con su padre y su madre. «Mis abuelos», pensó Pat, y se dio cuenta de que no sabía sus nombres. En el reverso de una de las fotografías estaba escrito: «Irene Wilson con Dean a la edad de seis meses».
Cogió un paquete de cartas; la goma que lo sujetaba se soltó y las cartas se desparramaron por la moqueta. Rápidamente las reunió de nuevo y les echó un vistazo. Una de ellas le llamó particularmente la atención.
Querida mamá:
Gracias. Creo que esta palabra es la única forma en que puedo expresarte mi agradecimiento por todos estos años de sacrificio al enviarme a la universidad y a la facultad de derecho. Sé muy bien de todos los vestidos que no te pudiste comprar, de las veces que no pudiste ir a fiestas con tus amigas. Una vez, hace muchos años, te prometí que intentaría ser como papá. Hoy mantengo esta promesa. Te quiero. Recuerda que tienes que ir al médico, por favor. La tos que tienes me preocupa. Tu hijo que te quiere
Dean
Una esquela de Irene Wagner Adams estaba junto a la carta, la fecha era de seis meses más tarde.
Las lágrimas invadieron los ojos de Pat; estaba emocionada pensando en aquel joven que no había sentido vergüenza en expresar amor por su madre. Ella también había experimentado este deseo de amor tan generoso. Su mano en la de él. Sus chillidos de alegría cuando regresaba a casa. Papá, papá. Unas manos fuertes la cogían y alzándola la hacían girar en el aire. Estaba montando en triciclo por el sendero, cuando su rodilla rozó el suelo de grava y la voz de su padre le decía: «Esto te va a doler, Kerry, pero tenemos que asegurarnos de que la herida esté bien limpia. Vamos a comprar un helado. ¿De qué lo quieres?».
Sonó el timbre de la puerta. Puso todas las fotografías y las cartas en el mismo montón y se levantó. Parte de ellas cayeron al suelo en el momento en que las metía en la caja de cartón. El timbre volvió a sonar, esta vez con insistencia. Empezó a gatear para recoger las fotografías y las cartas que se habían desparramado por el suelo para ponerlas con el resto. Miró por toda la habitación y vio que había olvidado esconder las fotos de sus padres y la muñeca Raggedy Ann. «¡Si Toby llega a ver todo esto!», pensó. Guardó todo en la caja y lo metió debajo de la mesa.
Toby estaba a punto de pulsar de nuevo el timbre cuando Pat abrió bruscamente la puerta. Instintivamente, al encontrarse frente a la voluminosa humanidad de Toby, dio un paso atrás.
—¡Estaba a punto de darme por vencido! —dijo intentando en vano parecer cordial.
—No te rindas tan pronto, Toby —dijo ella fríamente.
¿Quién era él para ponerse nervioso por tener que esperar unos cuantos minutos? Pareció estudiarla atentamente. Pat bajó la mirada y se dio cuenta de que había estado frotándose los ojos con las manos sucias. Seguramente tenía la cara llena de churretes.
—Parece que hayas estado jugando a hacer casitas de barro.
Su rostro tenía una expresión perpleja y suspicaz. Ella no le contestó. Cambió de brazo el paquete que llevaba y el enorme anillo de ónix brilló en su dedo.
—¿Dónde quieres que ponga todo esto? ¿En la biblioteca?
—Sí.
La siguió tan de cerca que tuvo la sensación de que tropezaría con ella si se le ocurría pararse de golpe. Había estado sentada tanto tiempo con los pies cruzados, que la pierna derecha se le había dormido y le dolía al apoyarse en ella.
—¿Cojeas? ¿No te habrás caído en el hielo o algo parecido?
«No se te escapa una», pensó.
—Pon la caja sobre la mesa —le dijo.
—De acuerdo. Tengo que irme enseguida. A la senadora no le hizo ninguna gracia tener que pensar dónde estaban estos álbumes. Tengo mucha prisa.
Pat esperó a oír el ruido que hizo la puerta al cerrarse antes de ir a echar el cerrojo. Cuando llegó al recibidor, vio, sorprendida, cómo la puerta se abría de nuevo. Toby se sobresaltó al verla allí parada; entonces hizo una mueca desagradable que quería parecer una sonrisa.
—Esta cerradura sería muy fácil de abrir para alguien que estuviese decidido a entrar. Asegúrate de poner el cerrojo.
El resto de los documentos que había mandado la senadora consistían en recortes de periódicos y cartas de admiradores. La mayoría de las fotografías mostraban a Abigail en actos políticos, cenas oficiales e inauguraciones. A veces, cuando pasaba una página, algunas de ellas se desprendían y caían al suelo.
Las últimas páginas del álbum eran más aprovechables. Se detuvo en una foto ampliada de Abigail y Willard cuando eran jóvenes. Estaban sentados sobre una manta, en las proximidades de un lago. Willard le estaba leyendo algo a Abigail. Era un atardecer idílico; parecían unos enamorados de la época victoriana.
Había unas cuantas instantáneas más que podían ser incluidas en el montaje. Cuando acabó, se inclinó para recoger las fotografías que se habían caído. Debajo de una de ellas había una hoja, de un lujoso bloc de notas, doblada. La abrió y leyó:
Billy querido:
Estuviste espléndido en la sesión de esta tarde. Estoy orgullosa de ti. Te quiero tanto que sólo deseo pasar contigo el resto de mi vida y trabajar a tu lado. ¡Oh!, mi amor, tú y yo vamos a cambiar el mundo.
La carta estaba fechada el 13 de mayo, Willard Jennings iba a dirigir su primer discurso a la Cámara cuando encontró la muerte el 20 de ese mes.
«¡Qué final tan efectista!», pensó con entusiasmo. Sorprendería a cualquier persona que se imaginara a la senadora como una persona fría e inhumana. ¡Si pudiera convencer a Luther para que le dejara leer la carta en el programa! ¿Cómo sonaría en voz alta?
—Billy querido —leyó en voz alta—. Lo siento…
Su voz se apagó. «¿Qué es lo que me está pasando?», pensó con impaciencia. Comenzó de nuevo con determinación.
—Billy querido, estuviste espléndido…