Sam Kingsley se abrochó el último botón de la camisa, y se anudó el lazo de la pajarita. Miró el reloj que estaba sobre la repisa de la chimenea de su habitación, y pensó que tenía tiempo suficiente para tomarse un whisky con soda.
Desde su apartamento del Watergate, se dominaba un amplio panorama del Potomac. Desde la ventana del salón, se divisaba el Kennedy Center. Algunas noches, cuando volvía tarde del despacho, iba allí y llegaba justo a tiempo de ver el segundo y tercer acto de una de sus óperas favoritas. Después de la muerte de Janice ya no tenía sentido quedarse en la enorme casa de Fox Hollow. Karen vivía ahora en San Francisco; ella y su marido pasaban las vacaciones en casa de los suegros, en Palm Springs. Sam dejó que Karen se quedara con la vajilla, la plata, los objetos de arte y los muebles que más le gustaron, y vendió casi todo lo que quedaba. Deseaba empezar una nueva vida, sin ataduras; esperando vencer aquella infinita sensación de cansancio que le invadía.
Mientras bebía, se acercó a la ventana. El Potomac brillaba reflejando las luces del edificio y los reflectores del Kennedy Center. Él sentía la fiebre del Potomac como la sentían la mayor parte de los habitantes de Washington. ¿La experimentaría Pat también?
Estaba realmente preocupado por ella. Su amigo Jack Carlson, del FBI, le había dicho sin ambages:
—Primero recibe una llamada telefónica; después le dejan una nota debajo de la puerta; más tarde, recibe una nueva llamada y, finalmente, entra alguien en su casa y le deja una nota como último aviso. Ya puedes imaginarte lo que puede ocurrirle la próxima vez. Nos encontramos frente a un psicópata en plena efervescencia; esta caligrafía tan inclinada es típica de esa clase de enfermos; compara estas notas. Están escritas con muy pocos días de diferencia. Algunas de las letras de la segunda son prácticamente ilegibles. Su agotamiento nervioso está aumentando hasta un grado que ya no puede controlar y, por alguna razón, dirige toda su energía agresiva contra tu amiga Pat Traymore.
Mi Pat Traymore. Estos últimos meses, antes de la muerte de Janice, consiguió alejar a Pat de su mente. Había sido afortunado, pues Janice y él habían logrado recuperar, durante un corto tiempo, algo de la relación intensa que existió alguna vez entre ellos. Janice había muerto segura de su amor.
Después se sintió vacío, agotado y sin vida; viejo. Demasiado viejo para unirse a una joven de veintisiete años, e incapaz de enfrentarse a la clase de vida que ello implicaba. Sólo deseaba vivir en paz.
Entonces, leyó en los periódicos que Pat iba a trabajar a Washington, y decidió llamarla e invitarla a cenar. No había forma posible de evitarla y tampoco quería hacerlo. No deseaba que su encuentro se desarrollase en presencia de extraños, por eso la invitó a salir.
Se dio cuenta enseguida de que, fuera lo que fuese, lo que existía entre los dos no había desaparecido; eran rescoldos que sólo esperaban ser avivados, y esto era precisamente lo que ella aguardaba.
Pero ¿qué era lo que él quería?
—No lo sé —dijo Sam en voz alta.
La advertencia de Jack resonaba todavía en sus oídos.
«¿Y si le sucede algo a Pat?».
El teléfono sonó.
—Su coche está abajo, señor —le avisó el portero.
—Gracias. Bajaré enseguida.
Dejó el vaso medio vacío en el bar, y fue a su habitación para coger la chaqueta y el abrigo. Se movía con rapidez; en pocos instantes estaría a su lado. Pat se había puesto un traje de raso, color esmeralda, para la cena de la Casa Blanca. El traje era de Óscar de la Renta; Verónica había insistido en que se lo comprara para ir al baile de la Sinfónica de Boston. Ahora le estaba agradecida por su insistencia. Para hacer juego con el traje, llevaba las esmeraldas de su abuela.
—No pareces una periodista —le comentó Sam en el momento en que la vio.
—No sé si tomármelo como un cumplido.
Sam llevaba un abrigo de cachemir, azul marino, y una bufanda de seda blanca. ¿Cómo lo había catalogado Abigail? Había dicho que era uno de los solteros más codiciados de Washington.
—Pues lo es. ¿No has recibido más llamadas o notas?
—No. —Todavía no le había hablado de la muñeca, y no deseaba hacerlo ahora.
—Bien. Me alegraré cuando acabes ese programa.
—¡Ah! Te alegrarás.
Durante el viaje en la limusina, camino de la Casa Blanca, le preguntó cómo iban las cosas.
—Tengo trabajo —contestó ella—. A Luther le parecieron bien las secuencias que escogí de las películas y ya hemos terminado el guión. Está completamente decidido a no enfrentarse a la senadora y a no incluir lo referente a su juventud. Va a convertir lo que se supone que es un documental imparcial en un elogio descarado de Abigail. Periodísticamente es un suicidio.
—¿Y no puedes hacer nada para evitarlo?
—Podría decir que renuncio, pero no he venido hasta aquí para dejarlo a la primera semana de trabajo.
Estaban pasando por la avenida de Pensilvania, delante del que fue uno de los hoteles más elegantes, el Roger Smith. Cuando era pequeña, pensó Pat, asistí a una fiesta navideña en este hotel. Llevaba un vestido de terciopelo rojo, calcetines largos blancos y unos zapatos de charol, negros. Derramé helado de chocolate en mi vestido, empecé a llorar y papá me dijo: «No es culpa tuya, nena».
«No quiero que te preocupes por mí, Sam. Quiero que me veas como una persona divertida y sin problemas».
La limusina se aproximó a la entrada noroeste de la Casa Blanca. Se pararon al llegar a la larga fila de coches que se había formado delante del riguroso control de seguridad de la entrada. Cuando les llegó el turno, un guardia, respetuosamente, comprobó sus nombres en la lista de invitados.
El interior de la mansión estaba decorado con motivos navideños. La banda de música de la Marina estaba tocando en el recibidor de mármol. Los camareros, con guantes blancos, ofrecían champán. Pat reconoció algunas caras familiares entre los invitados; estrellas de cine, senadores, miembros del gabinete, personas de la alta sociedad, una gran actriz de teatro.
—¿Habías estado alguna vez aquí? —le preguntó Sam.
—Sí, en un viaje organizado por el colegio, cuando tenía dieciséis años. Hicimos una excursión y nos dijeron que Abigail Jennings tenía por costumbre tender su colada en lo que ahora es el salón este.
—No vas a encontrar ningún tendedero ahora. Bueno, si pretendes hacer carrera en Washington, tienes que conocer gente.
Unos instantes más tarde Sam le presentaba al secretario del Gabinete de Prensa del Presidente.
Brian Salem era una persona amable y también rotunda.
—¿Está usted tratando de acaparar las primeras páginas de los periódicos, señorita Traymore? —le preguntó, sonriendo.
Así que también en el Despacho Oval se contaba la intrusión que había sufrido la casa de Pat.
—¿Tiene alguna pista la policía?
—No estoy segura, pero todos pensamos que debe tratarse de un loco.
Penny Salem, esposa del secretario de Prensa, poseía unos ojos muy vivos, era muy delgada y debía de tener unos cuarenta años.
—Dios sabe cuántas cartas de locos ha visto Brian dirigidas al presidente.
—En efecto —respondió su marido—. Cualquier persona que tenga un cargo público, está destinada a ser perseguida. Cuanto más poder tenga la persona, más se convierte en el blanco de los locos, y Abigail Jennings toma una actitud positiva, que es la de saber salirse con sutiles evasivas. ¡Oh!, hela aquí —y sonriendo añadió—. ¿No les parece maravillosa?
Abigail acababa de entrar en el salón este; era una noche en la que había decidido no hacer resaltar su belleza. Llevaba una capa de raso color melocotón con un corpiño bordado de perlas y una falda acampanada que resaltaba la finura del talle y el esbelto cuerpo. El cabello, recogido en un moño, enmarcaba las perfectas facciones. Sus extraordinarios ojos estaban acentuados por una sombra azul claro y el colorete rosado que subrayaba los pómulos. Un tono melocotón, algo más oscuro, perfilaba la línea perfecta de sus labios.
Era una Abigail distinta, que reía dulcemente dejando caer su mano, sólo el tiempo preciso, en el brazo de un embajador octogenario y aceptando los cumplidos sobre su belleza como si fuera un duro deber.
Pat se preguntó si las demás mujeres se sentían como ella en aquel instante: repentinamente anodina e insignificante.
Abigail había calculado bien el momento de su llegada. Unos segundos más tarde, la banda de música de la Marina entonaba el himno Saludo a los presidentes, en el momento en que el presidente y su esposa llegaban de sus habitaciones privadas, acompañados del nuevo primer ministro de Israel y su esposa. Al finalizar las primeras notas del Saludo a los presidentes, dio comienzo el himno nacional de Israel. Se formó una fila con las personas que querían saludar a los presidentes. Cuando Pat y Sam se aproximaron a ellos, Pat notó que el corazón le latía con violencia.
La esposa del presidente era mucho más atractiva en persona que en las fotografías. Tenía una cara larga y risueña, una boca generosa y los ojos de color avellana. Su cabello era castaño claro veteado por algunas canas. Un halo de total seguridad en sí misma la envolvía. Sus ojos se achinaban cada vez que sonreía y sus labios entreabiertos mostraban unos dientes perfectos y sanos. Se dirigió a Pat y le dijo que, de joven, su ambición había sido trabajar en la televisión, y en lugar de eso, se encontró casada apenas salir de Vassar, casi sin darse cuenta, añadió sonriendo a su marido.
—Fui lo bastante listo para pescarla antes de que otro se me anticipara —dijo el presidente—. Pat, encantado de conocerla.
Sintió una enorme emoción al dar la mano al hombre más poderoso del mundo.
—Son buena gente —comentó Sam, mientras aceptaba una copa de champán—, y ha sido un presidente muy enérgico. Parece increíble que pueda estar acabando su segundo mandato. Es joven, todavía no ha cumplido los sesenta. Será interesante seguir su trayectoria en los últimos años.
Pat miraba detenidamente a la esposa del presidente.
—Me encantaría realizar un programa sobre ella. Da la impresión de ser una mujer muy segura de sí misma.
—Es lógico que lo esté —contestó Sam—, su padre era embajador en Inglaterra, su abuelo era vicepresidente. Es producto de generaciones de educación y dinero unidos a la vida diplomática. Todo esto contribuye a tener seguridad en uno mismo. ¿No te parece?
En el lujoso comedor, las mesas estaban servidas con una vajilla de Limoges de delicados diseños en verde con el borde dorado. El mantel era de seda verde pálido. En las mesas había centros de cristal con rosas y helechos.
—Siento que no nos hayan sentado juntos —comentó Sam—, pero creo que te han puesto en una buena mesa Por favor, fíjate en la mesa en que han situado a Abigail.
Abigail estaba en la mesa presidencial, entre el presidente y el invitado de honor, el primer ministro de Israel.
—Cómo me habría gustado filmar esto —murmuró Pat.
Echó un vistazo al menú para ver los entremeses: salmón en gelée, suprema de capón con salsa brandy flameada y arroz.
El vecino de mesa de Pat era el presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor. Los otros comensales eran: el rector de la universidad, un autor dramático que había ganado el premio Pulitzer, un obispo episcopaliano, y el director del Centro Lincoln.
Miró a su alrededor buscando a Sam, que se encontraba en la mesa del presidente enfrente de la senadora Jennings. Se sonreían el uno al otro. Pat sintió una punzada de celos y miró hacia otro lado.
Hacia el final de la cena, el presidente invitó a todas las personas presentes a rezar por el vicepresidente que se encontraba gravemente enfermo y añadió: «Algunos de nosotros sabemos que trabaja sin descanso catorce horas al día, y ahora lo está pagando con su salud».
Cuando finalizó el homenaje, todos los presentes sabían con certeza que el vicepresidente no volvería a reemprender su trabajo. El presidente sonrió a Abigail mientras se sentaba, con un gesto que bien podía ser de beneplácito.
—¿Qué tal lo has pasado, te has divertido? —le preguntó Sam a Pat cuando regresaban—. Aquel escritor que estaba en tu mesa sólo tenía ojos para ti. Bailaste con él tres o cuatro veces, ¿verdad?
—Sí, mientras tú lo hacías con Abigail. ¡Qué gran honor sentarse a la mesa del presidente!
—Siempre es un honor.
Había algo forzado en su conversación, algo que le hizo pensar que la noche había sido un fracaso. Quizá Sam le había conseguido la invitación sólo para que conociera gente de Washington. A lo mejor se sentía en la obligación de ayudarla, antes de desaparecer de su vida de nuevo.
Sam esperó a su lado mientras ella abría la puerta, pero rechazó la copa que le ofreció.
—Me espera un día muy largo mañana. Cojo el avión a las seis de la mañana para Palm Springs; voy a pasar las vacaciones con Karen y Tom en casa de los padres de él. ¿Vas a irte a Concord estas vacaciones, Pat?
Ella no quiso decirle que Verónica y Charles se habían marchado a hacer un crucero por el Caribe.
—Estas Navidades tengo que trabajar —le contestó.
—Las celebraremos a mi vuelta, cuando se acabe el programa, y entonces te daré mi regalo de Navidad.
—Me parece una buena idea —dijo Pat esperando que su tono de voz fuera tan admirable como el de Sam. No quería que él se diera cuenta del sentimiento de vacío que tenía en aquellos momentos.
—Estabas guapísima en la fiesta. Te sorprenderías si supieras la cantidad de comentarios halagadores que he oído sobre ti.
—Espero que fuese de gente de mi edad. Buenas noches, Sam —y empujando la puerta, entró.
—Maldita sea, Pat. —Sam entró en el recibidor y la agarró por un hombro obligándola a volverse. La chaqueta de Pat se cayó al suelo en el instante en que él la atraía hacia sí; ella se le abrazó al cuello, rozando con las yemas de los dedos el abrigo; acarició su fría piel y jugó con los mechones de su pelo. Todo era como ella lo recordaba; el agradable y tenue olor de su aliento; la misma sensación cuando sus brazos la envolvían y la certeza de que rodeándola se pertenecían el uno al otro.
—Oh, mi amor —susurró Pat—. Te he echado tanto de menos.
Él reaccionó como si le hubieran abofeteado. Instintivamente se irguió y dio un paso atrás. Sin saber qué hacer, Pat retiró los brazos del cuello.
—Sam.
—Perdona —dijo él intentando sonreír—. Pero, por desgracia para ti, eres demasiado atractiva.
Durante un minuto interminable se miraron. Después Sam la tomó por los hombros.
—¿No te das cuenta de que no hay nada que desee más en este mundo que reanudar lo que iniciamos aquel día? Pero no me voy a permitir el hacerte esto. Eres una joven guapísima y en menos de seis meses tendrás una corte de jóvenes que podrán ofrecerte la clase de vida que tú te mereces. A mí ya se me ha pasado el tiempo. Por poco pierdo mi escaño en las últimas elecciones, ¿y sabes lo que dijo mi oponente? Dijo que ya era hora de que corriera sangre nueva por el Senado; que Sam Kingsley llevaba allí demasiado tiempo, y que estaba acabado. Ya es hora de que se le conceda el descanso que se merece.
—¿Y lo creíste?
—Lo creí porque es verdad. Aquel último año y medio con Janice me dejó vacío y seco. Me cuesta cada vez más tomar decisiones y no sé dónde me encuentro. Sólo elegir la corbata que tengo que ponerme me supone un gran esfuerzo; pero, Dios mío, por lo menos he tomado una decisión de la que no pienso retractarme. No voy a destrozarte la vida de nuevo.
—¿No has pensado, por casualidad, que justamente la estés destrozando al no querer entrar en ella? —Se miraron tristemente—. No me vas a convencer.