En la calle estaban aparcados dos coches de policía con las luces del techo encendidas. Un tercer coche les había seguido. ¡Qué no sea la prensa!, rogó Pat. Pero sí lo era. La policía tomó fotografías del cristal roto de la ventana. Registraron el jardín y tomaron huellas digitales en el salón.
Era difícil dar una explicación sobre la nota.
—Estaba prendida a otra cosa —indicó uno de los detectives—. ¿Dónde la encontró?
—Aquí mismo, cerca de la chimenea. —Aquello se acercaba bastante a la verdad. El periodista era del Tribune. Solicitó ver la nota escrita—. Preferiría que no se hiciera pública —manifestó Pat. Pero el periodista tenía derecho a leerla.
—¿Qué quiere decir eso de último aviso? —preguntó el detective—. ¿Había recibido otras amenazas anteriormente?
Omitiendo la referencia a esta casa, les habló de las dos llamadas telefónicas y de la carta que encontró la primera noche.
—Esta carta no está firmada —indicó el detective—. ¿Dónde está la otra?
—No la he guardado. Tampoco estaba firmada.
—Pero por teléfono se llamó a sí mismo ángel vengador.
—Dijo algo como: soy un ángel de la misericordia, de la liberación, un ángel vengador.
—Parece estar loco —comentó el detective a Pat con atención—. Es curioso que se haya molestado en entrar en su casa. ¿Por qué no se limitó a echarla por debajo de la puerta?
Consternada, Pat miró al periodista que estaba tomando notas.
Finalmente la policía acabó su trabajo. Todas las mesas del salón estaban llenas de polvo para detectar huellas dactilares; las puertas del patio habían sido unidas con alambre de forma que no pudieran ser forzadas hasta que el cristal de la ventana fuera sustituido.
Pat se sentía incapaz de irse a dormir. Decidió quitar las manchas y el polvo del salón para distraer sus pensamientos, pero mientras trabajaba no lograba olvidarse de la muñeca mutilada.
La niña corrió hacia la habitación y tropezó, la niña cayó encima de algo blando, y sus manos se volvieron húmedas y pegajosas, la niña levantó la mirada y vio…
¿Qué fue lo que vi? Se preguntó furiosamente. ¿Qué fue lo que vi? Sus manos trabajaban mecánicamente, extrayendo la mayor cantidad posible de aquel polvo grasiento y luego frotó las mesas de madera antigua con una gamuza humedecida en aceite. Cambió los objetos y los muebles de sitio. En la alfombra había huellas de pisadas de los policías. ¿Qué fue lo que vi?
Volvió a colocar los muebles en su posición habitual. No, no, aquí no; esta mesa estaba cerca de aquella pared, la lámpara sobre el piano y la silla estaba junto a los ventanales.
Sólo cuando acabó de poner las cosas en su sitio, comprendió lo que había estado haciendo.
El taburete. Los encargados de la mudanza lo habían puesto demasiado cerca del piano.
La niña corrió desde el recibidor hasta la habitación. Gritó. Papá, papá, y entonces tropezó con el cuerpo de su madre. Su madre estaba sangrando. Levantó la mirada y entonces…
Y entonces, sólo la oscuridad…
Eran cerca de las tres. No podía pensar más en esto aquella noche. Estaba agotada y le dolía la pierna. Cualquier persona se habría dado cuenta de su cojera, ya que tuvo que ir arrastrando el aspirador hasta el armario donde guardaba los aparatos electrodomésticos. Luego, subió trabajosamente hasta su habitación.
A las ocho sonó el teléfono. Era Luther Pelham. A pesar de despertar de un sueño profundo, inmediatamente se dio cuenta de que estaba furioso.
—Pat, he oído rumores de que entraron anoche en tu casa. ¿Estás bien?
Parpadeó tratando de sobreponerse al sueño que aún la envolvía.
—Sí.
—Has salido en la primera página del Tribune. En el titular del artículo dice: «La vida de un personaje famoso amenazada». Déjame leerte el primer párrafo:
«Un personaje famoso de la televisión, Patricia Traymore, después de recibir unas extrañas amenazas, ha tenido una intrusión en su domicilio de Georgetown. Las amenazas están vinculadas al documental El perfil de la senadora Abigail Jennings, que será dirigido y presentado por la señorita Traymore y se emitirá el próximo miércoles en el canal de Televisión Potomac». ¡Esto es justamente la clase de publicidad que no necesita Abigail!
—Lo siento —balbuceó Pat—. Hice todo lo que pude para que el periodista no viera la nota.
—¿Por qué no me telefoneaste a mí, en vez de llamar a la policía? Francamente, pensaba que eras más lista de lo que has demostrado esta noche. Habríamos podido contratar detectives privados para que vigilaran tu casa. Esto es obra de un loco inofensivo, pero la pregunta que todo Washington se hará es: ¿quién puede tener tantos motivos para odiar así a la senadora Jennings?
Luther tenía razón.
—Lo siento —repitió Pat, pero seguidamente añadió—: Sin embargo, cuando una persona se percata de que su casa ha sido invadida clandestinamente, la reacción más lógica y normal es llamar a la policía.
—No sirve de nada seguir discutiendo acerca de esto hasta que no podamos paliar el daño causado. ¿Has visto ya las películas de Abigail?
—Sí, tengo unas secuencias excelentes para montar.
—No le habrás dicho a Abigail que estuviste en Apple Junction, ¿verdad?
—No, no lo he hecho.
—Bueno, espero que seas lo suficientemente lista para no mencionárselo. ¡Es de lo último que se tiene que enterar!
Sin despedirse siquiera, Luther colgó el auricular.
*****
Arthur tenía la costumbre de ir a la panadería a las ocho de la mañana a comprar panecillos recién hechos y luego ir a buscar el periódico. Hoy estaba tan impaciente por ver si aparecía algo referente a la intrusión en la casa de Pat que fue en primer lugar al quiosco.
Allí estaba, a toda plana, en la portada. Leyó el artículo saboreando cada palabra y, al terminar, frunció el entrecejo. No se hablaba para nada de la muñeca Raggedy Ann. La muñeca había sido su manera de hacerles comprender que la violencia ya había entrado una vez en aquella casa y podría volver.
Compró dos panecillos con pepitas de sésamo y caminó cabizbajo las tres manzanas de regreso a su casa, y subió a su destartalado apartamento en el segundo piso. Estaba situado tan sólo a quinientos metros de la calle King donde había restaurantes y tiendas caras. Pero este barrio era pobre y descuidado.
La puerta de la habitación de Glory estaba abierta, y pudo observar que ella ya se hallaba vestida. Se había puesto unos vaqueros y un suéter de color rojo. Últimamente Glory había conocido a una chica en la oficina que era algo descarada y que la enseñaba a maquillarse y hasta llegó a convencerla de que se cortara el pelo.
No levantó la mirada a pesar de que, probablemente, le había oído entrar en el piso. Arthur suspiró. La actitud de Glory hacia él se había vuelto distante y hosca.
La noche pasada, cuando intentó contarle lo difícil que fue hacerle tragar su medicamento a la vieja señora Rodríguez y cómo tuvo que romper la pastilla en pedacitos y dársela con un poco de pan para disimular el mal sabor, Glory le había interrumpido:
—Padre, ¿no podríamos hablar alguna vez de algo que no tenga nada que ver con la residencia? —Seguidamente se fue al cine con algunas chicas del trabajo.
Puso los panecillos en los platos y sirvió el café.
—El desayuno está preparado —exclamó.
La chica se precipitó en la cocina con el abrigo puesto y el bolso bajo el brazo, como si no pudiese tardar un minuto más en irse.
—Hola —dijo saludando dulcemente a su hija—. Mi niñita está muy guapa hoy.
Glory ni siquiera sonrió.
—¿Cómo era la película? —le preguntó.
—No estaba mal. Mira, no te preocupes más en prepararme el panecillo o la pasta, desde ahora me lo comeré con mis compañeras en la oficina.
Se sintió herido pues le gustaba compartir el desayuno con ella antes de irse los dos a trabajar.
Glory debió de percibir la desilusión de su padre y una expresión apenada apareció en sus ojos.
—Eres tan bueno conmigo —le dijo ella y su voz tenía un deje de tristeza.
Después de que su hija se hubo marchado, se quedó sentado algún tiempo con la mirada fija. La noche pasada había sido agotadora, por el hecho de haber vuelto, después de todos estos años, a aquella casa, a aquella habitación, y haber colocado la muñeca de Glory en el lugar exacto donde había estado tendida la niña. Cuando acabó de ponerlo todo frente a la chimenea, la pierna derecha de la muñeca crujió y no se habría sorprendido si, al girarse, hubiera visto los cuerpos del hombre y de la mujer tendidos en el suelo.