Una doncella abrió la puerta y la acompañó a la sala de estar. Pat no sabía qué tipo de persona iba a encontrar; se había imaginado a una gitana con turbante, pero se encontró con una mujer de aspecto plácido y agradable que se levantó para saludarla. Era algo entrada en carnes, con el pelo canoso y los ojos inteligentes y chispeantes. Sonrió calurosamente a Pat.
—Patricia Traymore —dijo—. Me alegro de conocerla. Bienvenida a Georgetown. —Cogiendo la mano de Pat la estrechó delicadamente—. Sé que debe de estar muy ocupada con el programa que está preparando. Estoy segura de que es un proyecto importante. ¿Cómo se lleva con Luther Pelham?
—Bien, hasta ahora.
—Espero que siga así.
Lila Thatcher llevaba las gafas colgadas del cuello por una larga cadena de plata. Distraídamente, las cogió con la mano derecha y empezó a golpearse con ellas la mano izquierda.
—Sólo dispongo de unos minutos, igual que usted, pues tengo una reunión dentro de media hora y mañana salgo temprano para California. Por eso decidí llamarla. Esto no es algo que suelo hacer. Sin embargo, mi conciencia me impide marcharme sin avisarla. ¿Se da cuenta de que hace veintitrés años tuvo lugar un asesinato seguido de un suicidio en la casa que tiene usted alquilada?
—Ya me lo dijeron. —Era la respuesta que más se acercaba a la verdad.
—Y ¿no se siente incómoda?
—Señora Thatcher, muchas casas de Georgetown tienen alrededor de doscientos años, así que es seguro que haya muerto gente en ellas.
—No es lo mismo —la voz de la mujer se volvió más aguda, con una entonación algo nerviosa—. Mi marido y yo nos mudamos a esta casa, más o menos, un año antes de la tragedia. Recuerdo la primera vez que le dije que empezaba a sentir la oscuridad en la atmósfera alrededor de la casa de los Adams. Durante los meses que siguieron aparecía y desaparecía, pero cada vez que aparecía se volvía más pronunciada. Dean y Renée Adams eran, una pareja muy atractiva. Él tenía un aspecto espléndido; era uno de esos hombres magnéticos, que llaman la atención enseguida. Renée…, era muy diferente: callada, reservada, una joven muy cerrada. Me daba la sensación de que no se sentía cómoda siendo la esposa de un político. Inevitablemente el matrimonio se resintió. Pero estaba muy enamorada de su marido y ambos adoraban a su hija.
Pat la escuchaba atentamente.
—Unos días antes de morir, Renée me dijo que iba a volver a Nueva Inglaterra con Kerry. Estábamos delante de la casa, la de usted, y no le puedo describir la sensación tan grande que tuve de que algo malo y peligroso se avecinaba. Intenté avisar a Renée diciéndole que si su decisión era irrevocable, no debía esperar más tiempo. El aviso llegó demasiado tarde. Nunca he vuelto a notar, hasta esta última semana, nada parecido a lo que sentí entonces. Pero me está volviendo. No sé por qué, pero es como la última vez. Presiento que la oscuridad la envuelve. ¿No puede dejar la casa? No debería estar usted allí.
Pat midió sus palabras cuidadosamente.
—¿Tiene alguna otra razón, aparte de sentir esta aura negativa que rodea mi casa, para aconsejarme que me marche?
—Sí. Hace tres días, mi doncella vio a un hombre merodeando por la esquina. Entonces vio huellas en la nieve junto a su casa. Pensamos que podía ser un ladrón y lo notificamos a la policía. Volvimos a ver huellas ayer por la mañana después de la nevada. Quienquiera que sea no se acerca más allá de aquel rododendro alto. Cualquiera puede observar su casa sin que le vean desde nuestras ventanas o desde la calle, si se esconde detrás de ese árbol.
La señora Thatcher cruzó los brazos como si hubiera sentido un súbito escalofrío; aparecieron en su rostro unas graves y profundas arrugas. Miró a Pat con fijeza y en el instante en que Pat le devolvió la mirada, sus ojos se agrandaron y mostraron una expresión de inteligencia. Cuando Pat se fue, unos minutos más tarde, la mujer estaba profundamente afectada y volvió a insistir en que Pat dejara la casa.
«Lila Thatcher sabe quién soy —pensó Pat—. De eso estoy segura».
Se fue directamente a la biblioteca y se sirvió una generosa copa de coñac.
—Esto está mejor —murmuró, mientras entraba en calor.
Intentaba no pensar en la amenazante oscuridad de fuera. Le consolaba pensar que la policía estaba al tanto del merodeador. Intentó calmarse. Lila le había rogado a Renée que se marchara. Si su madre la hubiera escuchado, ¿podría haberse evitado la tragedia? ¿Debería ella ahora seguir los consejos de Lila e irse a un hotel o alquilar un apartamento?
—No puedo —dijo en voz alta—. Sencillamente, no puedo.
Tenía muy poco tiempo para preparar el documental. Sería impensable perder tiempo mudándose. El hecho de que, como médium, Lila Thatcher podía presentir la desgracia, no quería decir que la pudiera evitar. Pat pensó: «Si mi madre se hubiera ido a Boston, seguramente mi padre la habría seguido. Si alguien se propone encontrarme, lo conseguirá. Tendría que tomar las mismas precauciones si me mudo a un apartamento. Tendré mucho cuidado».
Pero, de algún modo, la reconfortaba pensar que Lila había adivinado su verdadera identidad. «Ella tenía afecto a mis padres; me conoció de pequeña. Después de acabar el programa podré hablar con ella y hurgar en sus recuerdos. Puede que me ayude a descifrarlo todo».
Pero lo que ahora importaba era revisar los archivos personales de la senadora y seleccionar documentos para el programa. Se sirvió otra copa de coñac. «Así está mejor», murmuró mientras notaba el delicioso efecto producido por el licor y tratando de no pensar en la oscuridad.
Los carretes de película estaban todos mezclados en una de las cajas que Toby había traído. Afortunadamente, todos llevaban su etiqueta. Empezó a ordenarlos. Algunos eran de actividades políticas de la campaña y discursos. Por fin encontró los personales, los que más le interesaba ver. Empezó con la película etiquetada: Willard y Abigail, fiesta nupcial.
Sabía que se habían escapado para casarse antes de que él se licenciara en la Facultad de Derecho de Harvard. Abby acababa de terminar su primer año en Radcliffe. Willard se había presentado para miembro del Congreso poco después de la boda. Ella le ayudó en la campaña y después acabó sus estudios en la Universidad de Richmond. Parece que hubo una recepción cuando él la llevó a Virginia.
La película empezaba con una fiesta en un jardín. Había unas mesas adornadas cubiertas con sombrillas de colores en un lugar sombreado por los árboles. Los criados se movían entre los grupos de invitados; mujeres con trajes veraniegos y pamelas: los hombres llevaban chaquetas oscuras y pantalones blancos de franela.
En la terraza, recibiendo a los invitados, aparecía una joven y despampanante Abigail vestida con una túnica de seda, y a su lado un hombre con aspecto de colegial. Una mujer mayor, obviamente la madre de Willard Jennings, se encontraba a la derecha de Abigail. Su aristocrático rostro era de rasgos adustos y fieros. A medida que los invitados pasaban, lentamente, delante de ella, los iba presentando a Abigail. Ni una sola vez la miró directamente.
¿Qué era lo que había dicho la senadora? «Mi suegra siempre me consideró la yanqui que le robó a su hijo». Realmente, Abigail no exageraba.
Pat estudió a Willard Jennings. Era sólo un poco más alto que Abigail, tenía el cabello claro y un rostro delgado y tierno. Por su forma de dar la mano y besar mejillas parecía un hombre muy tímido.
De los tres, sólo Abigail parecía estar cómoda. Sonreía constantemente, inclinaba la cabeza hacia delante como si memorizara con cuidado los nombres, extendiendo la mano para mostrar sus anillos.
«¡Qué pena que no hubiese una banda sonora!», pensó Pat.
Acababa de saludar al último de los invitados. Pat observó que mientras Abigail y Willard se volvían el uno hacia el otro, la madre de Willard miraba hacia el frente. Su rostro se iba volviendo cada vez menos adusto y más sonriente hasta sonreír abiertamente. Un hombre alto y de pelo castaño se acercó a ella y la abrazó. La soltó y la volvió a abrazar; luego se volvió para felicitar a los recién casados. Pat se inclinó hacia delante. Cuando el rostro del hombre fue claramente reconocible, paró el proyector.
El último invitado era su padre, Dean Adams. «¡Qué joven está!», pensó. No debía de tener más de treinta años. Intentó dominar la emoción que la embargaba. ¿Tenía algún recuerdo de su padre tal y como aparecía en la película? Sus anchas espaldas llenaban toda la pantalla. «Era como un dios —pensó ella—. Un gigante, comparado con Willard, que emanaba energía y personalidad».
Observó su rostro rasgo a rasgo, con detenimiento. El semblante inmóvil fijado en la pantalla le permitía hacerlo minuciosamente. Se preguntó dónde estaría su madre y entonces se dio cuenta de que la película había sido filmada cuando su madre aún era estudiante en el Conservatorio de Boston y tenía intención de seguir una carrera de música.
Dean Adams era un miembro del Congreso recién elegido por Wisconsin. Conservaba el aspecto saludable y abierto de hombre del Oeste, como si se hubiera pasado toda la vida al aire libre.
Pulsó un interruptor y las figuras cobraron vida de nuevo; Dean Adams bromeaba con Willard Jennings, Abigail extendía la mano hacia él… Dean, ignorándola, la besó en la mejilla. Algo que le dijo a Willard hizo que todos se echaran a reír.
La cámara les siguió mientras descendían por la escalinata de piedra de la terraza y se mezclaban entre los invitados. Dean Adams tenía en su mano el brazo de la madre de Willard, mientras ella le hablaba con animación. Era evidente que se apreciaban mucho.
Cuando la película acabó, Pat la puso de nuevo, marcando las escenas que podían ser utilizadas en el programa. Willard y Abigail cortando el pastel, brindando, bailando el primer baile. No podía utilizar los fotogramas de recibimiento de los invitados, porque el gesto de desagrado en el rostro de la señora Jennings era demasiado evidente, y ofrecer sólo el trozo en el que aparecía Dean Adams estaba totalmente fuera de lugar.
«¿Qué había sentido Abigail aquella tarde?», se preguntaba Pat. Aquella preciosa casa de ladrillo blanca, aquella reunión de la flor y nata de Virginia era muy distinta de la vivienda de servicio de los Saunders en Apple Junction.
La casa de los Saunders… ¿Y la madre de Abigail, Francey Foster? ¿Dónde estaba aquel día? ¿Había declinado su asistencia a la fiesta nupcial de Abigail dándose cuenta de que desentonaría entre aquella gente? ¿O quizá Abigail había tomado la decisión por ella?
Empezó a pasar los carretes uno por uno haciendo acopio de fuerzas para sobreponerse a la impresión de ver aparecer a su padre en casi todas las películas que habían filmado en aquella finca.
Aun sin saber las fechas, era posible ordenar las películas cronológicamente.
La primera campaña: películas profesionales de noticiarios, de Abigail y Willard cogidos de la mano andando por una calle y saludando a los transeúntes… Abigail y Willard inspeccionando una nueva urbanización. La voz del locutor decía… «Mientras tanto Willard Jennings esa tarde hacía su campaña electoral para el escaño que había quedado vacante debido al cese por jubilación de su tío, el congresista Porter Jennings, jurando continuar la tradición familiar del servicio al electorado de su distrito».
Había una entrevista a Abigail: ¿Cómo se siente uno al pasar la luna de miel haciendo una campaña electoral?
Respuesta de Abigail: «No puedo pensar en una manera mejor de estar al lado de mi marido, ayudándole a empezar su carrera política».
Había un deje suave en la voz de Abigail, la cadencia inconfundible del acento sureño. Hizo un cálculo rápido. En ese momento, Abigail llevaba en Virginia menos de tres meses. Subrayó aquellos fotogramas para el programa.
En total había secuencias de cinco campañas. Mientras avanzaban, Abigail tenía un papel más prominente. A menudo su discurso empezaba así: «Mi marido está en Washington trabajando para vosotros. A diferencia de muchos otros, él no utiliza el tiempo en que debería estar haciendo su importante trabajo en el Congreso para hacer una campaña electoral. Me alegro de poder comunicaros algunos de sus éxitos».
Las películas de los acontecimientos sociales en la finca fueron las más difíciles de ver. 35 aniversario de Willard. Dos jóvenes parejas posando con Abigail y Willard: Jack y Jackie Kennedy y Dean y Renée Adams. Ambas recién casadas.
Era la primera vez que Pat veía una película de su madre. Renée llevaba un vestido verde pálido; el pelo oscuro le caía libremente sobre los hombros. Parecía muy tímida, pero cuando sonrió a su marido, su expresión fue de adoración. Pat se dio cuenta de que no podía soportar pensar más en él. Se alegró de poder rebobinar la película. En unas tomas más adelante, los Kennedy y los Jennings posaban juntos. Tomó nota en su libreta. «Esa sería una secuencia maravillosa para el programa —pensó con amargura—. Los buenos tiempos con la ausencia vergonzosa del congresista Dean Adams y la esposa asesinada».
La última película que vio fue la del funeral de Willard Jennings. En la película había un retazo de un noticiario que empezaba ante las puertas de la catedral. La voz del locutor era suave:
«El cortejo funerario del congresista Willard Jennings acaba de llegar. Todos, los importantes y los menos importantes, están reunidos en el interior para ofrecer el último adiós al legislador de Virginia que murió al estrellarse su avión cuando se dirigía a pronunciar un discurso. El congresista Jennings y el piloto, George Graney, murieron en el acto.
»La joven viuda va acompañada del senador por Massachussets John Fitzgerald Kennedy. La madre del congresista Jennings, señora Stuart Jennings, va acompañada por el congresista Dean Adams, de Wisconsin. El senador Kennedy y el congresista Adams eran los más íntimos amigos de Willard Jennings».
Abigail bajaba del primer coche, con un rostro que no denotaba ninguna emoción y un negro velo cubriendo su cabello rubio. Llevaba un vestido negro de seda de corte sencillo y un collar de perlas. El joven y atractivo senador de Massachussets le ofreció, ceremoniosamente, su brazo.
La madre de Willard estaba, sin lugar a dudas, sumida en el dolor. Cuando la ayudaron a salir del coche sus ojos fueron a caer sobre el ataúd cubierto con la bandera. Juntó las manos y sacudió ligeramente la cabeza en un claro gesto de rechazo. En aquel momento el padre de Pat dio el brazo a la señora Jennings y estrechó sus manos entre las suyas. Lentamente, el cortejo penetró en la catedral.
Había visto más de lo que era capaz de asimilar en una noche. Estaba claro que el material humano que había estado buscando se reflejaba ampliamente en aquellas viejas secuencias familiares. Apagó las luces de la biblioteca y entró en el salón.
En el salón había corriente de aire. En la biblioteca no había ninguna ventana abierta, así que comprobó las del comedor, las de la cocina y las del recibidor y todas estaban bien cerradas.
Pero a pesar de ello había corriente de aire…
Una sensación de temor aceleró su respiración. La puerta de la sala de estar estaba cerrada. Puso la mano sobre ella. El espacio entre la puerta y el marco estaba frío como el hielo. Abrió la puerta lentamente y le llegó un soplo de aire frío; asustada, encendió la luz.
Las puertas del patio estaban abiertas. Un panel de cristal, que había sido cortado, estaba sobre la alfombra.
Y entonces la vio.
Apoyada contra la chimenea, con la pierna derecha doblada debajo del cuerpo y el delantal blanco empapado de sangre, yacía una muñeca de trapo Raggedy Ann. Cayendo de rodillas, Pat la contempló. Una mano hábil había pintado curvas descendentes en la boca cosida, añadido lágrimas a las mejillas y pintado arrugas en la frente; la típica cara sonriente de las muñecas Raggedy Ann había sido transformada en una imagen dolorosa y sufriente.
Para contener el grito se puso la mano en la boca ¿Quién había estado allí? ¿Por qué? Medio escondida por el manchado delantal había una hoja de papel clavada al vestido de la muñeca; retiró sus dedos al sentir el contacto de la sangre seca. Era el mismo papel barato de la otra nota; la misma escritura pequeña e inclinada. «Éste es mi último aviso. No debes hacer un programa sobre Abigail Jennings».
Se oyó un sonido chirriante. Una de las puertas del patio se movía. ¿Había alguien allí? Se puso en pie de un salto. Pero sólo era el viento que empujaba la puerta. Cruzó corriendo la sala y cerró, de golpe, las dos puertas. ¿Quién sabe si el intruso estaba aún allí, escondido en el jardín, detrás de los abetos?
Sus manos temblaban mientras marcaba el número de la policía. La voz del agente era tranquilizadora.
—Mandamos un coche patrulla ahora mismo.
Mientras esperaba, releyó la nota. Ésta era la cuarta vez que le advertían que dejara el programa. Súbitamente suspicaz, se preguntó si las amenazas tendrían algún fundamento. ¿Era posible que esto fuese algún tipo de truco sucio para convertir el documento de la senadora Jennings en el centro de todos los comentarios y hacerle una publicidad gratuita?
La muñeca le impresionó a causa de los recuerdos que le evocaba pero sólo era una Raggedy Ann con la cara pintarrajeada. Examinándola de cerca, su aspecto era más extraño que terrorífico. Incluso el delantal ensangrentado podía ser un burdo truco para amedrentarla. «Si fuese una periodista encargada de cubrir esta historia, sacaría una fotografía de la muñeca en la primera página del periódico de mañana», pensó.
El aullido de la sirena de la policía la decidió. Rápidamente desclavó la nota y la dejó sobre la chimenea. Adentrándose en la biblioteca, arrastró una caja de cartón que había debajo de la mesa y dejó caer la muñeca en ella. Al tocar el sangriento delantal sintió náuseas. El timbre de la puerta estaba sonando con un toque regular y persistente. Impulsivamente deshizo el nudo del delantal, se lo quitó a la muñeca y lo escondió en el fondo de la caja. Sin él, la muñeca parecía una niña que se hubiera hecho daño.
De un empujón, metió la caja debajo de la mesa y se apresuró a abrir la puerta a los policías.