Pat conducía lentamente, con la mirada atenta, por las estrechas calles de Georgetown. El cielo estaba nublado y oscuro; las farolas de la calle se confundían con las luces de los portales; y las decoraciones navideñas se reflejaban, refulgentes, en la nieve helada. Era una estampa plácida y tranquila de la vieja América. Giró por N. Street, recorrió otra manzana y, mientras observaba atentamente la numeración de las puertas, llegó al cruce. «Debe de ser ésta —pensó—, la de la esquina. Hogar, dulce hogar».
Paró el coche y permaneció sentada en él unos momentos contemplando la casa; era la única de la calle que no estaba iluminada, y sus esbeltas líneas eran apenas discernibles; las amplias ventanas frontales estaban medio ocultas por los arbustos y la maleza.
Le dolía todo el cuerpo tras las nueve horas de coche desde Concord, y se dio cuenta de que retrasaba inconscientemente el momento de entrar. «Es esa maldita llamada telefónica —pensó—; no debí permitir que me afectara».
Unos días antes de que dejara su trabajo en la emisora de Boston, el operador de la centralita la había llamado:
—Un tipo raro insiste en hablar contigo. ¿Quieres que te lo pase?
—Diga —dijo ella, cogiendo el auricular; y después de identificarse, oyó una voz suave, pero claramente masculina, que murmuraba:
—Patricia Traymore, no debes ir a Washington, ni debes hacer un programa ensalzando a la senadora Jennings; y no se te ocurra ir a vivir a esa casa.
El operador profirió un grito ahogado.
—¿Quién es usted? —inquirió ella ásperamente.
Al oír la respuesta, que le llegó en el mismo tono almibarado, sintió cómo se le humedecían desagradablemente las palmas de las manos.
—Soy un ángel de misericordia, de liberación y de venganza.
Pat había tratado de olvidar aquel suceso quitándole importancia y considerándolo una de las muchas llamadas de chiflados que se reciben en las emisoras de televisión; pero era imposible no preocuparse. La noticia de su traslado a la Emisora Potomac para hacer una serie llamada Mujeres en el Gobierno había aparecido en las páginas de información de muchos periódicos. Los había leído todos con detenimiento para ver si, en alguno de ellos, se mencionaba la dirección en que iba a hospedarse, pero no aparecía en ninguno.
El comentario más detallado era el del Washington Tribune: «La pelirroja periodista Patricia Traymore, con su voz ronca y la amable y comprensiva mirada de sus ojos castaños, constituiría un atractivo más para la Emisora Potomac. Sus programas entrevistando a celebridades en la emisora de Boston han sido nominados dos veces para el premio Emmy. Pat posee el mágico don de conseguir que la gente desnude su personalidad ante ella con el mayor candor. El primer personaje a quien entrevistará será Abigail Jennings, la senadora por Virginia, famosa por el celo con que defiende su vida íntima. Según Luther Pelham, director de los informativos y coordinador de la Emisora Potomac, el programa incluirá escenas de la vida privada y pública de la senadora. Todo Washington está impaciente por ver si Patricia es capaz de romper la glacial reserva de la bella senadora».
Al pensar en la llamada sintió cierta desazón; era por aquella voz, por el tono con que había dicho «esa casa». ¿Quién podía saber lo de la casa?
El coche estaba frío; se dio cuenta de que el motor llevaba bastante rato parado. Un hombre con una cartera pasó apresuradamente, se detuvo cuando la vio, y luego continuó su camino. «Es mejor que me vaya antes de que alguien llame a la policía diciéndoles que estoy merodeando», pensó Pat.
La reja de la entrada estaba abierta. Detuvo el coche en el camino empedrado que conducía a la puerta principal y buscó en el piso la llave de la casa.
Se detuvo un momento en los escalones, tratando de analizar sus sentimientos. Siempre había imaginado que experimentaría una fuerte emoción pero no fue así. Su único deseo era simplemente entrar, descargar las maletas y prepararse un café y un bocadillo. Dio vuelta a la llave, empujó la puerta y buscó a tientas el interruptor de la luz.
La casa estaba aparentemente muy limpia; el delicado suelo de mosaico del vestíbulo se hallaba cubierto por una ligera pátina; la araña de cristal resplandecía. Pero, al mirar con más detenimiento, vio que, en un rincón, la pintura estaba descolorida y rozada cerca del zócalo. La mayoría de los muebles tendrían que ser restaurados o desechados. El mobiliario de valor, almacenado en el desván de la casa de Concord llegaría al día siguiente.
Recorrió lentamente la planta baja. El comedor, que era protocolario, amplio y agradable, estaba en la parte izquierda. Recordó que, cuando ella tenía dieciséis años, había hecho un pequeño viaje a Washington, con el colegio, y había pasado por delante de aquella casa, pero no se había dado cuenta de lo espaciosas que eran las habitaciones; vista desde fuera, no daba sensación de amplitud.
La mesa estaba rayada y su superficie estropeada, como si hubieran colocado fuentes calientes directamente sobre la madera. Pero ella era consciente de que aquellos hermosos muebles jacobinos, esmeradamente tallados, pertenecían a la familia y valía la pena restaurarlos, aunque costara bastante dinero.
Echó una ojeada a la cocina y a la biblioteca, y siguió su recorrido. Los periódicos habían descrito, con todo detalle, la distribución de la casa: el salón era la última habitación del ala derecha. Notó que se le formaba un nudo en la garganta a medida que se iba acercando. ¿Era una locura lo que estaba haciendo, enfrentarse a un recuerdo que quizá fuera mejor enterrar en el olvido?
La puerta del salón estaba cerrada; indecisa, apoyó la mano en el pomo y lo giró. Se abrió de golpe: buscó a tientas y encontró el interruptor de la luz. La habitación era amplia y hermosa, de elevado techo; una delicada repisa se apoyaba sobre la chimenea de ladrillo blanco, y había un banco en el hueco que formaba la ventana. La habitación estaba vacía, a excepción de un gran piano de cola, una masa imponente de oscura caoba, en un entrante que formaba la habitación, a la derecha de la chimenea.
La chimenea.
Se dirigió a ella.
Sintió que las piernas y los brazos le temblaban y que la frente y las palmas de las manos le empezaban a transpirar. No podía tragar saliva; la habitación comenzó a dar vueltas a su alrededor. Se precipitó hacia las vidrieras que estaban en el fondo a la izquierda, luchó torpemente con la cerradura, abrió ambas puertas de par en par y se precipitó, tambaleándose, en el patio cubierto de nieve. Respiró con bocanadas rápidas y entrecortadas, dejando que el aire helado quemara sus pulmones. Al sentirse invadida por un violento escalofrío, apretó los brazos contra el cuerpo, se tambaleó y tuvo que apoyarse en la pared para no caer. Las oscuras siluetas de los desnudos árboles iluminados por la luz parecían balancearse al mismo ritmo que ella.
La nieve le llegaba al tobillo; sentía la humedad filtrándose a través de sus botas, pero no estaba dispuesta a entrar hasta que el vértigo desapareciese. Pasó algún tiempo antes de que se sintiera con ánimos para volver a la habitación. Cerró con llave ambas puertas, se detuvo un instante y dudó, pero luego, de una manera segura y decidida, giró sobre sus talones y se encaminó hacia la chimenea con pasos lentos y mecánicos; tímidamente, deslizó la mano por los ásperos y blancos ladrillos.
Hacía ya mucho tiempo que pequeños fragmentos de lejanos recuerdos habían empezado a surgir en su memoria, al igual que aparecen los restos de un naufragio. El año pasado había soñado, una y otra vez, que volvía a ser una niña pequeña y que vivía en esta casa; y se despertaba, invariablemente, sumida en una agonía de terror, queriendo gritar pero incapaz de emitir sonido alguno. A la vez que miedo, sentía una inmensa sensación de vacío. «La clave tiene que estar en esta casa», pensó.
Era aquí donde todo había ocurrido. Los titulares sensacionalistas, que tanto le había costado conseguir en los archivos de los periódicos, volvieron a su mente: «Dean Adams, diputado por Wisconsin, asesina a su bella y conocida esposa y después se suicida. Su hija de tres años lucha por su vida».
Había leído tantas veces aquellos artículos que se los sabía de memoria: «El apenado senador John F. Kennedy comentó: “Simplemente no lo entiendo, Dean era uno de mis mejores amigos. Nada en él sugería, ni por asomo, un ápice de violencia reprimida”».
¿Cuál había sido la causa que indujo al popular diputado al asesinato y al suicidio? Se había rumoreado que él y su mujer estaban al borde del divorcio. ¿Acaso Dean Adams perdió el control cuando su mujer tomó la irrevocable decisión de dejarlo? Probablemente lucharon para hacerse con la pistola; en el arma habían sido halladas, superpuestas, las huellas dactilares de ambos. Su hija de tres años estaba en el suelo apoyada en la chimenea con el cráneo fracturado y la pierna derecha destrozada.
Verónica y Charles Traymore le habían dicho que era adoptada, y sólo cuando estaba ya en la escuela superior y quiso reconstruir su árbol genealógico, se vieron obligados a decirle la verdad. Se quedó atónita al enterarse que su madre era la hermana de Verónica.
—Estuviste en coma durante un año y nadie esperaba que vivieses —le dijo Verónica—. Cuando por fin recuperaste el conocimiento, eras como un bebé, y hubo que enseñarte todo de nuevo. Mamá, es decir, tu abuela, había enviado ya tu esquela a los periódicos, y eso indica lo decidida que estaba a impedir que el escándalo te persiguiera durante toda tu vida. Por aquel entonces, Charles y yo estábamos viviendo en Inglaterra y al adoptarte dijimos a nuestros amigos que provenías de una familia inglesa. —Pat recordó la ira de Verónica cuando insistió en instalarse en la casa de Georgetown—. Pat, es una equivocación volver allí —le había dicho—. Deberíamos haber vendido la casa, en vez de alquilarla durante todos estos años. Te estás creando un nombre en televisión, ¡no lo arriesgues todo adentrándote en el pasado! Estarás encontrándote continuamente a gente que te conoció cuando eras niña. Alguien podría deducir la verdad.
Verónica apretó los labios cuando Pat insistió:
—Hemos hecho todo lo humanamente posible para que puedas construir tu vida sin problemas. Sigue adelante si insistes, pero luego no digas que no te lo advertimos.
Habían acabado abrazándose emocionadas y tristes.
—Vamos, anímate, Pat —le rogó.
«Mi trabajo consiste en ahondar para desenterrar la verdad —se dijo—. Si me dedico a buscar lo bueno y lo malo en la vida de otras personas, ¿cómo podría dormir en paz si no hago lo mismo con mi propia vida?».
Entró en la cocina, descolgó el auricular y marcó. Ya de niña llamaba a Verónica y a Charles por sus nombres de pila; y, durante los últimos años, había dejado prácticamente de llamarles mamá y papá, aunque sospechaba que esto les hería y les causaba tristeza. Verónica contestó al instante.
—Hola, mamá, aquí estoy sana y salva; había poco tráfico en la carretera.
—¿Dónde es aquí?
—En la casa de Georgetown. —Verónica quería que ella se instalara en un hotel hasta que llegaran los muebles. Antes de que pudiera protestar, Pat continuó—: Es mucho mejor, así podré instalar mis cosas en la biblioteca y poner en orden mis ideas antes de entrevistar mañana a la senadora Jennings.
—¿No estás intranquila en esa casa?
—No, en absoluto. —Podía imaginarse la cara delgada y preocupada de Verónica—. Olvídate de mí y prepárate para tu crucero. ¿Tienes las maletas a punto?
—Por supuesto. Pat, no me gusta nada que tengas que pasar la Navidad sola.
—Estaré tan ocupada organizando el programa que no tendré tiempo para pensar en fiestas navideñas. Además, hemos pasado juntos unas maravillosas navidades anticipadas. Bueno, es mejor que vaya a descargar el equipaje. Un abrazo para los dos. Piensa que estás en tu segunda luna de miel y deja que Charles te haga el amor locamente.
—¡Pat! —dijo Verónica con una voz entre divertida y severa, y le dio otro consejo antes de colgar—: Asegúrate que los dos cerrojos estén bien echados.
Pat se abrochó la chaqueta, y se arriesgó a adentrarse en la fría noche. Durante diez minutos, se dedicó a arrastrar y acarrear maletas y cajas de embalaje. La que contenía la ropa de casa y las mantas era pesada y difícil de transportar; tuvo que pararse varias veces mientras la subía por la escalera hasta el segundo piso; cada vez que intentaba transportar algo pesado, su pierna derecha se resentía y se quedaba sin fuerzas, como si fuera a doblarse. Tuvo que utilizar el elevador de la cocina para subir la caja que contenía los cacharros de la misma y las provisiones, pues se sentía incapaz de hacerlo a pie. Debió haber esperado a que lo hicieran los mozos de las mudanzas, que le aseguraron que vendrían al día siguiente. Pero la experiencia le había enseñado a desconfiar de ciertas promesas. Acababa de colgar sus ropas y prepararse un café cuando sonó el teléfono.
Fue como una explosión en el silencio de la casa. Pat se sobresaltó y le cayeron unas gotas de café caliente en la mano, que provocaron una mueca de dolor. Dejó rápidamente la taza sobre la repisa y se dirigió al aparato.
—Pat Traymore —dijo.
—Hola Pat. —Agarró con fuerza el auricular haciendo esfuerzos para que su entonación fuera solamente amistosa.
—Hola, Sam.
Samuel Kingsley, diputado del distrito sexto por Pensilvania, el hombre al que amaba con todo su corazón, era la otra razón por la que había decidido venir a Washington.