Después del entierro, volvimos a casa. Las mujeres del barrio habían preparado un tentempié y había acudido mucha gente: nuestros antiguos vecinos de Irvington, las nuevas amigas de mi madre, los miembros de su club de bridge de los miércoles y sus compañeras voluntarias del hospital. También se encontraban presentes muchos amigos y compañeros de mi padre, algunos uniformados y de servicio, con el tiempo justo para darle el pésame.
Las cinco amigas más íntimas de Andrea, con los ojos hinchados de tanto llorar, estaban apelotonadas en un rincón. Joan, en cuya casa pasaba muchos ratos Andrea, estaba afligida en particular y las otras cuatro la consolaban.
Yo me sentía alejada de todo el mundo. Mi madre, con semblante muy triste y vestida de negro, estaba sentada en el sofá de la sala de estar, rodeada de amigas, que apretaban su mano o le pasaban una taza de té.
—Te sentará bien, Genine. Tienes las manos muy frías.
Mantenía la compostura incluso cuando sus ojos se llenaban de lágrimas y varias veces la oí decir: «No puedo creer que esté muerta».
Mi padre y ella no se habían separado ni un momento en el cementerio, pero en esos momentos se encontraban en habitaciones diferentes, ella en la sala de estar y él en el porche trasero cerrado que se había convertido en una especie de estudio para él.
Mi abuela estaba en la cocina con algunas de sus antiguas amigas de Irvington, reviviendo con tristeza épocas más felices de su vida.
Paseé entre ellos y si bien no cabía duda de que la gente me hablaba y alababa mi valentía, me sentía sola por completo. Deseaba la compañía de Andrea. Quería subir a la habitación de mi hermana, encontrarla allí y aovillarme en la cama con ella, mientras conversaba sin cesar con sus amigas o con Rob Westerfield.
Antes de llamarle, decía: «¿Puedo confiar en ti, Ellie?».
Pues claro que sí. Él casi nunca la llamaba a casa, porque habían prohibido a Andrea relacionarse con Rob y siempre existía la preocupación de que si contestaba al teléfono por su supletorio, mi padre o mi madre descolgaran el teléfono de abajo y escucharan la voz de él.
¿Mi padre o mi madre? ¿O solo mi padre? ¿Se habría disgustado mi madre? Al fin y al cabo, Rob era un Westerfield, y las dos Westerfield, madre e hija, acudían de vez en cuando al Club Femenino, al cual pertenecía mi madre.
Volvimos a casa a eso del mediodía. A las dos, la gente empezó a decir cosas como «Después de todo lo que habéis pasado, necesitáis un descanso».
Sabía lo que eso significaba, que después de haber presentado sus respetos a los afligidos y haber dado su más sincero pésame, tenían ganas de volver a casa. La reticencia a marcharse se debía al hecho de que también estaban ansiosos por encontrarse en nuestra casa cuando se produjeran novedades en lo referente a la identificación del asesino de Andrea.
Para entonces, todo el mundo estaba enterado del ataque de histeria de Paulie Stroebel en el colegio y de que Andrea iba en el coche de Rob Westerfield cuando le multaron por exceso de velocidad el mes anterior.
Paulie Stroebel. ¿Quién habría adivinado que un chico silencioso e introvertido como él estaría enamorado de una chica como Andrea, o que ella accedería a ir al baile de Acción de Gracias con él?
Rob Westerfield. Había cursado un año en la universidad y no era tonto, eso era evidente. Pero corría el rumor de que le habían invitado a renunciar. Por lo visto, había dilapidado todo ese primer año. Tenía diecinueve años cuando se encaprichó de mi hermana. ¿Por qué se había fijado en Andrea, una estudiante de segundo año de instituto?
—¿No decían que tuvo algo que ver con lo sucedido a su abuela en casa de esta?
Justo cuando oí ese comentario sonó el timbre de la puerta y la señora Storey, del club de bridge, que ya estaba en el vestíbulo, fue a abrirla. La señora Dorothy Westerfield, abuela de Rob y propietaria de la finca donde se encontraba el garaje donde Andrea había muerto, estaba en el porche.
Era una mujer atractiva e impresionante, de hombros anchos y abundante busto. Se erguía muy tiesa, lo cual producía el efecto de que pareciera más alta de lo que era. Su cabello grisáceo poseía un ondulado natural y lo llevaba retirado de la cara. A los setenta y tres años, sus cejas eran todavía oscuras y resaltaban la expresión inteligente de sus ojos castaño claro. La firme línea de la mandíbula impedía que se la pudiera considerar guapa, pero por otra parte, aumentaba la impresión general de energía dominante.
Iba sin sombrero, vestida con un abrigo oscuro muy bien cortado. Entró en el vestíbulo y sus ojos barrieron el interior en busca de mi madre, que estaba liberando las manos de sus amigas, al tiempo que se esforzaba por ponerse en pie.
La señora Westerfield se encaminó sin vacilar hacia ella.
—Estaba en California y no he podido volver hasta ahora, pero quería decirte, Genine, lo mucho que lamento lo sucedido. Hace muchos años perdí a un hijo adolescente en un accidente de esquí, de modo que comprendo lo que estáis sufriendo.
Mientras mi madre asentía en señal de agradecimiento, la voz de mi padre resonó en la estancia.
—Pero no se trata de un accidente, señora Westerfield —dijo—. Mi hija fue asesinada. La mataron a golpes y es posible que su nieto haya sido el asesino. De hecho, a tenor de su reputación, ha de ser consciente de que es el principal sospechoso. Así que haga el favor de largarse. Tiene mucha suerte de seguir con vida. Aún no se acaba de creer que estuvo implicado en aquel robo, cuando usted recibió varios disparos y la dieron por muerta, ¿verdad?
—Ted, ¿cómo puedes decir eso? —Suplicó mi madre—. Le pido perdón, señora Westerfield. Mi marido…
Fue como si la casa estuviera vacía, a excepción de los tres. Todo el mundo se había quedado petrificado, como en el juego de estatuas que yo tenía de niña.
Mi padre parecía una figura del Antiguo Testamento. Se había quitado la corbata y llevaba el cuello de la camisa abierto. Su cara estaba tan blanca como la camisa y sus ojos azules eran casi negros. Conservaba toda la mata de espeso pelo castaño oscuro y en aquel momento parecía todavía más espeso, como si la ira proyectara rayos de electricidad a través del cuero cabelludo.
—No te atrevas a disculparte en mi nombre, Genine —gritó—. No hay policía en esta casa que no sepa que Rob Westerfield está podrido hasta la médula. Mi hija, nuestra hija, está muerta. En cuanto a usted —se acercó a la señora Westerfield—, salga de mi casa y llévese sus lágrimas de cocodrilo.
La señora Westerfield se había puesto tan pálida como mi padre. No le contestó, sino que apretó la mano de mi madre y se dirigió con parsimonia hacia la puerta.
Cuando habló, mi madre no alzó la voz, pero su tono restalló como un latigazo.
—Quieres que Rob Westerfield sea el asesino de Andrea, ¿verdad, Ted? Sabes que Andrea estaba loca por él y no lo podías soportar. ¿Quieres saber una cosa? ¡Estabas celoso! Si hubieras sido razonable y la hubieras dejado salir con él, o con cualquier otro chico, no tendría que haberse citado a escondidas con nadie.
Entonces, mi madre imitó la forma de hablar de mi padre.
—Andrea, solo puedes ir a una fiesta del colegio con un chico del instituto. No subirás a su coche. Yo te recogeré y yo te dejaré en el sitio.
La piel que cubría los pómulos de mi padre enrojeció, aunque no sé si de vergüenza o de furia.
—Si me hubiera obedecido, aún estaría viva —dijo en voz baja, pero amarga—. Si tú no hubieras ido besuqueando la mano de cualquiera apellidado Westerfield…
—Menos mal que no eres tú quien investiga el caso —le interrumpió mi madre—. ¿Qué me dices de ese chico, Stroebel? ¿Qué me dices de ese chapuzas, Will Nebels? ¿Y del viajante de comercio? ¿Ya le han encontrado?
—¿Y el Ratoncito Pérez? —replicó mi padre con tono despectivo.
Dio media vuelta y volvió al estudio, donde sus amigos estaban reunidos. Cerró la puerta a su espalda. Por fin, se hizo un silencio absoluto.