Cuando noté que las lágrimas se agolpaban en mis ojos, me volví de la ventana, cogí mi mochila y la tiré sobre la cama. Casi sonreí cuando saqué mis cosas y me di cuenta de que había tenido la desfachatez de criticar el atavío informal de Pete Lawlor. Yo vestía tejanos y un jersey de cuello alto. En la mochila, aparte de un camisón y ropa interior, solo había metido una falda larga de lana y dos jerséis más. Mis zapatos favoritos son zuecos, lo cual es estupendo porque mido menos de un metro setenta y cinco. Mi cabello ha conservado su tono color arena. Lo llevo largo y, o bien me lo recojo sobre la cabeza, o lo ciño en la nuca.
La bonita y femenina Andrea se parecía a mamá. He heredado las facciones bien definidas de mi padre, que sientan mejor a un hombre que a una mujer. Nadie me llamaría la estrella de su árbol de Navidad.
Aromas tentadores llegaban desde el comedor y me di cuenta de que estaba hambrienta. Había salido de Atlanta en un vuelo de madrugada y había tenido que presentarme en el aeropuerto mucho antes de la hora de partida. El servicio de cocina (perdón, el servicio de bebidas) había consistido en una taza de café horrible.
Era la una y media cuando entré en el comedor y la sala ya se estaba vaciando. Fue fácil conseguir una mesa, un pequeño reservado cerca del fuego de la chimenea. No me di cuenta del frío que sentía hasta que el calor penetró en mis manos y pies.
—¿Le apetece una bebida? —preguntó la camarera, una mujer sonriente de cabello gris cuya placa de identificación anunciaba que se llamaba Liz.
¿Por qué no?, pensé, y pedí una copa de vino unto.
Cuando regresó, le dije que me había decidido por sopa de cebolla y ella contestó que siempre había sido su plato favorito.
—¿Hace mucho que trabajas aquí, Liz? —pregunté.
—Veinticinco años. Me cuesta creerlo.
Era muy posible que nos hubiera servido años atrás.
—¿Todavía preparáis bocadillos de mantequilla de cacahuete y jalea? —pregunté.
—Por supuesto. ¿Ya los conocía?
—Sí.
Me arrepentí al instante de haberlo mencionado. Lo último que deseaba era que los veteranos se dieran cuenta de que yo era la «hermana de la chica que fue asesinada hace veintitrés años».
Pero era evidente que Liz estaba acostumbrada a que los clientes comentaran que habían comido en el hostal años antes, y se alejó de la mesa sin más comentarios.
Sorbí el vino y empecé a rememorar poco a poco ocasiones concretas en que habíamos estado allí en familia, cuando éramos una familia. Cumpleaños, por lo general, y cuando parábamos a cenar después de ir a dar un paseo en coche. La última vez que estuvimos allí creo que fue cuando mi abuela nos visitó, después de haber vivido en Florida casi un año. Recuerdo que mi padre fue a recogerla al aeropuerto y nos reunimos en el hostal. Habíamos encargado un pastel para ella. Las letras rosa del glaseado blanco decían: «Bienvenida a casa, abuela».
Ella se echó a llorar. Lágrimas de felicidad. Las últimas lágrimas de felicidad derramadas en nuestra familia. Ese pensamiento me retrotrajo a las lágrimas derramadas el día del entierro de Andrea y el terrible enfrentamiento público entre mi madre y mi padre.