Recuerdo aquella tarde como el día decisivo de mi vida. San Ignacio de Loyola dijo: «Entregadnos al niño hasta que cumpla siete años y yo os enseñaré el hombre».
Supongo que también se refería a las mujeres. Me quedé allí, silenciosa como un ratón, contemplando al padre que adoraba, el cual sollozaba y abrazaba la foto de mi hermana muerta contra su pecho, mientras los frágiles sonidos de la caja de música flotaban a su alrededor.
Miro hacia atrás y me pregunto si en algún momento se me ocurrió correr hacia él, rodearle entre mis brazos, absorber su dolor y dejar que se fundiera con el mío. Pero la verdad es que incluso entonces comprendí que su dolor era personal e intransferible, y que pese a mis esfuerzos, jamás podría mitigar su pena.
El teniente Edward Cavanaugh, agente condecorado de la policía del estado de Nueva York, héroe de una docena de situaciones peligrosas, no había podido impedir el asesinato de su hermosa y testaruda hija de quince años, y no podía compartir su angustia con nadie, ni siquiera con alguien de su propia sangre.
Con los años llegué a comprender que cuando el dolor no se comparte, la culpa va pasando de mano en mano como una patata caliente, arrojada de uno a otro, y al final va a parar a las manos de la persona menos preparada para quitársela de encima.
En este caso, la persona era yo.
El detective Longo no perdió el tiempo después de que yo traicionara la confianza de mi hermana. Le había dado dos pistas, dos posibles sospechosos: Rob Westerfield, que utilizaba sus encantos de playboy rico, guapo y sensual para seducir a Andrea, y Paul Stroebel, el tímido y retrasado adolescente colado por la encantadora miembro de la banda que había vitoreado con entusiasmo su actuación decisiva en el campo de rugby.
Vítores y aplausos para el equipo de casa: ¡nadie superaba a Andrea en esas habilidades!
Mientras se analizaban los resultados de la autopsia de Andrea y preparábamos el entierro en el cementerio Gate of Heaven, junto a los abuelos paternos que yo apenas recordaba, el detective Longo interrogaba a Rob Westerfield y Paul Stroebel. Ambos afirmaban que no habían visto a Andrea el jueves por la noche y que no habían hecho planes para verse con ella.
Paul estaba trabajando en la estación de servicio, y aunque cerró a las siete, afirmó que se había quedado un rato más en el taller para acabar unas reparaciones de poca importancia en algunos coches. Rob Westerfield juró que había ido al cine local, y hasta exhibió el resguardo de una entrada como prueba.
Recuerdo que yo estaba de pie ante la tumba de Andrea, con una sola rosa de tallo largo en mi mano, y después de las oraciones, me dijeron que la depositara sobre el ataúd de Andrea. Recuerdo también que me sentía muerta por dentro, tan muerta e inmóvil como estaba Andrea cuando me arrodillé a su lado en el escondite.
Quería decirle que lamentaba muchísimo haber revelado sus citas secretas con Rob, y quería decirle con idéntica pasión que lamentaba no haberlos revelado en cuanto supimos que se había ido de casa de Joan y no había llegado a la nuestra. Pero no dije nada, claro. Tiré la flor, pero resbaló sobre el ataúd y, antes de que pudiera recuperarla, mi abuela se adelantó para depositar su flor sobre el ataúd y aplastó con el pie mi rosa sobre la tierra fangosa.
Un momento después salimos en fila del cementerio y en esa multitud de caras solemnes percibí miradas de furia dirigidas a mí. Los Westerfield se ausentaron, pero los Stroebel no, uno a cada lado de Paulie, tocándole con los hombros. Recuerdo la sensación de culpa que me rodeaba, me abrumaba, me asfixiaba. Era una sensación que nunca me ha abandonado.
Había intentado decirles que, cuando estaba arrodillada junto al cadáver de Andrea, oí respirar a alguien, pero se mostraron escépticos porque yo estaba histérica y asustada. Mi respiración, cuando salí huyendo del bosque, era tan dificultosa y entrecortada como cuando me acatarraba. Pero a lo largo de los años me he despertado muchas veces por culpa de la misma pesadilla: estoy arrodillada sobre el cadáver de Andrea, resbalo en su sangre y escucho la respiración ronca, como de un animal, y la risita aguda de un depredador.
Sé, con el instinto de supervivencia que ha salvado a la humanidad de la extinción, que Rob Westerfield posee una bestia al acecho en su interior y que si le dejan en libertad, atacará de nuevo.