Mi hermana, Andrea, fue asesinada hace casi veintitrés años, pero siempre me parece que fue ayer.
Rob Westerfield fue detenido dos días después del entierro y acusado de asesinato en primer grado. Casi únicamente por la información que yo proporcioné, la policía pudo obtener una orden de registro de la casa de los Westerfield y el coche de Rob. Encontraron la ropa que había llevado la noche que la mató, y aunque la había lavado con lejía, el laboratorio de la policía identificó manchas de sangre. El gato que había sido el arma homicida fue encontrado en el maletero de su coche. También lo había limpiado, pero aún llevaba pegados algunos cabellos de Andrea.
La defensa de Rob se basó en que había ido al cine la noche que Andrea fue asesinada. El aparcamiento del cine estaba lleno y dejó su coche en la estación de servicio de al lado. Dijo que los postes estaban cerrados, pero encontró a Paulie Stroebel trabajando en el garaje cerrado. Dijo que fue a ver a Paulie y le explicó que dejaba el coche allí y que ya lo recogería después de la película.
Afirmó que mientras estaba viendo la película, Paulie Stroebel debió de acercarse al escondite con su coche, mató a Andrea y después volvió a dejar el coche en la estación de servicio. Rob dijo que había dejado el coche en el taller al menos una docena de veces para que le arreglaran abolladuras y que en una de dichas ocasiones Paulie pudo hacerse un duplicado de su llave.
Para explicar la sangre de sus ropas y sus zapatos, declaró que Andrea le había rogado que se viera con ella en el escondite. Dijo que le había acosado con llamadas telefónicas y le había telefoneado a la hora de la cena la noche que murió. Le dijo que iba a una fiesta con Paulie Stroebel y no quería que se enfadara con ella.
—A mí me daba igual con quién salía —explicó Rob cuando testificó en el juicio—. Solo era una chica del pueblo que estaba colgada de mí. Me seguía a todas partes. Iba a dar un paseo y me la encontraba al lado. Iba a la bolera y aparecía de repente. La pillé a ella y a sus amigas fumando un cigarrillo en el garaje de mi abuela. Quise ser amable, le dije que no había problema. Siempre me rogaba que la llevara a pasear en mi coche. Siempre me estaba llamando.
Tenía una explicación para su visita al garaje de aquella noche.
—Salí del cine —testificó— y me fui en dirección a casa. Entonces, empecé a preocuparme por ella. Aunque le había dicho que no pensaba acudir a la cita, Andrea dijo que me esperaría de todos modos. Pensé que lo mejor sería pasarme a echar un vistazo y comprobar que volviera a casa antes de que su padre se enfadara. La bombilla del garaje se había fundido. Avancé a tientas y pasé por detrás de la furgoneta. Allí era donde Andrea y sus amigas se sentaban sobre mantas y fumaban cigarrillos.
«Sentí la manta bajo mi pie. Distinguí apenas que había alguien tendido sobre ella y supuse que Andrea se había quedado dormida mientras me esperaba. Después, me arrodillé y noté que tenía la cara ensangrentada. Huí».
Le preguntaron por qué huyó.
—Porque tenía miedo de que alguien pensara que había sido yo.
—¿Qué creyó que le había pasado?
—No lo sé. Estaba asustado, pero cuando descubrí que el gato de mi maletero estaba manchado de sangre, comprendí que era Paulie quien la había matado.
Era muy hábil y el testimonio estaba bien ensayado. Era un chico apuesto y producía una fuerte impresión. Pero yo fui el castigo de Rob Westerfield. Recuerdo que subí al estrado y contesté a las preguntas del fiscal.
—Ellie, ¿Andrea llamó a Rob Westerfield antes de ir a estudiar con Joan?
—Sí.
—¿Él solía llamarla?
—A veces, pero cuando contestaban papá o mamá, colgaba. Quería que Andrea le llamara porque tenía un teléfono en su cuarto.
—¿Había alguna razón especial para que Andrea le llamara la noche de su muerte?
—Sí.
—¿Oíste la conversación?
—Solo un poco. Entré en el cuarto de Andrea. Estaba a punto de llorar. Estaba diciendo a Rob que no podía evitar ir a la fiesta con Paulie, que debía hacerlo. No quería que Paulie contara a papá que a veces se encontraba con Rob en el escondite.
—¿Qué pasó después?
—Dijo a Rob que iba a estudiar a casa de Joan y él le dijo que fuera a verle al escondite.
—¿Le oíste decir eso?
—No, pero la oí a ella decir: «Lo intentaré, Rob», y cuando colgó, dijo: «Rob quiere que me vaya de casa de Joanie temprano y me vea con él en el escondite. Está enfadado conmigo. Ha dicho que no debía salir con nadie más que él».
—¿Andrea te dijo eso?
—Sí.
—¿Qué pasó después?
Entonces develé el último secreto de Andrea y rompí la sagrada promesa que le había hecho, la promesa de que nunca hablaría a nadie del medallón que Rob le había regalado. Era dorado y en forma de corazón, y tenía piedrecitas azules. Andrea le había enseñado que Rob había mandado grabar las iniciales de ambos en la parte de atrás. Yo me eché a llorar en aquel momento, porque echaba mucho de menos a mi hermana y me dolía hablar de ella. De modo que, sin que nadie me lo pidiera, añadí:
—Se puso el medallón antes de salir, por eso me quedé convencida de que iba a verse con él.
—¿Un medallón?
—Rob le regaló un medallón. Andrea lo llevaba debajo de la blusa, para que nadie pudiera verlo, pero yo lo noté bajo mis dedos cuando la encontré en el garaje.
Recuerdo que estaba sentada en el estrado de los testigos. Recuerdo que intentaba no mirar a Rob Westerfield. Él tenía la vista clavada en mí. Yo sentía el odio que proyectaba.
Juro que podía leer los pensamientos de mis padres, sentados detrás del fiscal: Ellie, tendrías que habérnoslo dicho; tendrías que habérnoslo dicho.
Los abogados de la defensa se cebaron en mi declaración. Sacaron a colación que Andrea llevaba con frecuencia un medallón que mi padre le había regalado, que estaba sobre su tocador después de que el cuerpo fuera descubierto, que yo estaba inventando historias o repitiendo las historias que Andrea había inventado sobre Rob.
—Andrea llevaba el medallón cuando la encontré —insistí—. Lo palpé —estallé—, por eso sé que era Rob Westerfield quien estaba en el escondite cuando encontré a Andrea. Volvió a buscar el medallón.
Los abogados de Rob se enfurecieron y el comentario fue eliminado del acta. El juez se volvió hacia los jurados y dijo que no debían tenerlo en cuenta.
¿Creyó alguien lo que dije sobre el medallón que Rob regaló a Andrea? No lo sé. El caso quedó en manos del jurado y estuvieron deliberando durante casi una semana. Averiguamos que algunos miembros se inclinaban al principio por un veredicto de homicidio sin premeditación, pero los demás insistieron en una condena por asesinato. Creían que Rob había ido al garaje con el gato porque su intención era matar a Andrea.
Volví a leer la trascripción del juicio las primeras veces que Westerfield fue propuesto para la libertad condicional y escribí vehementes cartas en contra de su puesta en libertad. Pero como ha cumplido casi veintidós años de condena, sabía que esta vez podían concederle la libertad condicional; por eso he vuelto a Oldham-on-the-Hudson.
Tengo treinta años, vivo en Atlanta y trabajo como reportera de investigación en el Atlanta News. El jefe de redacción, Pete Lawlor, considera una afrenta personal que alguien del equipo se tome sus vacaciones anuales, de modo que esperaba verle dar saltitos cuando le dije que necesitaba unos días libres de inmediato y quizá necesitaría otros más adelante.
—¿Te vas a casar?
Le dije que eso era lo último que tenía en mente.
—Entonces, ¿qué pasa?
No había contado nada de mi vida personal a nadie del periódico, pero Pete Lawlor es una de esas personas que dan la impresión de saberlo todo sobre todo el mundo. Treinta y un años, alopécico y siempre luchando para quitarse de encima esos cinco kilos de más, era probablemente el hombre más inteligente que he conocido en mi vida. Seis meses después de que yo empezara en el News y cubriera el reportaje de una adolescente asesina, me dijo como si tal cosa:
—Te habrá resultado duro escribir esto. Sé lo de tu hermana.
No esperaba una respuesta, ni yo se la di, pero sentí su empatía. Fue útil. Había sido una tarea muy exigente desde el punto de vista emocional.
—El asesino de Andrea va a solicitar la libertad condicional. Temo que esta vez pueda conseguirla y quiero ver si puedo hacer algo por impedirlo.
Pete se reclinó en su silla. Siempre vestía una camisa con el cuello desabrochado y un jersey. A veces, me he preguntado si tendrá una chaqueta.
—¿Cuánto tiempo lleva encerrado?
—Casi veintidós años.
—¿Cuántas veces ha solicitado la condicional?
—Dos.
—¿Algún problema mientras estuvo en la cárcel?
Me sentía como una colegiala sometida a interrogatorio.
—No que yo sepa.
—En ese caso, lo más probable es que salga.
—Ya lo supongo.
—Entonces, ¿para qué molestarse?
—Porque debo hacerlo.
Pete Lawlor no cree en perder tiempo o palabras. No hizo más preguntas. Se limitó a asentir.
—De acuerdo. ¿Cuándo es la vista?
—La semana que viene. El lunes he de hablar con alguien de la junta.
Pete devolvió la atención a los papeles de su escritorio, un gesto que indicaba el fin de la conversación.
—Adelante —dijo, pero cuando me di la vuelta, añadió—: Ellie, no eres tan dura como crees.
—Sí que lo soy.
No me molesté en darle las gracias por las vacaciones.
Eso ocurrió un viernes. Al día siguiente, sábado, volé desde Atlanta al aeropuerto del condado de Westchester y alquilé un coche.
Podría haberme hospedado en un motel de Ossining, cerca de Sing Sing, la prisión donde ha estado encarcelado el asesino de Andrea. En cambió, conduje veintitrés kilómetros más hasta mi pueblo natal, Oldham-on-the-Hudson, y conseguí localizar el pintoresco Parkinson Inn, que recordaba vagamente como un lugar al que íbamos a comer o cenar de vez en cuando.
Era evidente que el hostal marchaba viento en popa. En ese frío sábado por la tarde de octubre, las mesas del comedor estaban llenas de gente vestida con informalidad, en su mayoría parejas y familias. Por un momento, sentí una intensa nostalgia. Así recordaba mi vida anterior, los cuatro comiendo allí el sábado, y que a veces papá nos dejaba a Andrea y a mí en el cine. Ella se encontraba con sus amigas, pero no le importaba que yo la acompañara.
—Ellie es una buena chica, no es una chivata —decía.
Si la película terminaba pronto, todas corríamos al escondite del garaje, donde Andrea, Joan, Margy y Dottie compartían un cigarrillo apresurado antes de volver a casa.
Andrea tenía una respuesta preparada por si papá percibía el olor del tabaco en su ropa.
—No puedo evitarlo. Tomamos una pizza después de la película y había mucha gente fumando.
Después, me guiñaba el ojo.
El hostal solo contaba con ocho habitaciones, pero aún quedaba una libre, un espacio espartano que albergaba una cama con cabecera de hierro, una cómoda de dos cajones, una mesita de noche y una silla. Estaba encarada al este, la dirección en que se encontraba la casa donde vivíamos. El sol de aquella tarde era inseguro, asomaba entre las nubes y desaparecía, cegador en un momento dado, oculto por completo al siguiente.
Miré por la ventana; me dio la impresión de que volvía a tener siete años y veía a mi padre sujetar la caja de música.