El hombre al que había llamado, David Rayburn, era el tío de Amy Rayburn, asesinada a los diecisiete años, seis meses antes que Andrea. Le hablé de Andrea, de la confesión de Rob Westerfield a otro recluso de la cárcel, de que Paulie había encontrado el medallón en el coche de Rob y de que lo habían robado del cadáver de Andrea.
Escuchó, hizo preguntas.
—Mi hermano era el padre de Phil —dijo a continuación—. Era el mote por el que la familia y los amigos íntimos llamaban a Amy. Le llamaré ahora para darle su número. Querrá hablar con usted. Phil estaba a punto de graduarse en el instituto —añadió—. La habían aceptado en Brown. Su novio, Dan Mayotte, siempre juró que era inocente. En lugar de ir a Yale, pasó dieciocho años en prisión.
Mi teléfono sonó un cuarto de hora después. Era Michael Rayburn, el padre de Phil.
—Mi hermano me ha hablado de su llamada —dijo—. No intentaré describir mis sentimientos o los de mi mujer en este momento. Dan Mayotte siempre había frecuentado nuestra casa desde que estaba en la guardería. Confiábamos en él como en un hijo. Tuvimos que aceptar la muerte de nuestra única hija, pero pensar que Dan haya sido condenado injustamente por su asesinato es casi insoportable. Soy abogado, señorita Cavanaugh. ¿Qué clase de pruebas obran en su poder? Mi hermano habló de un medallón.
—Señor Rayburn, ¿su hija tenía un medallón dorado en forma de corazón con piedras azules delante y sus iniciales grabadas detrás?
—Le paso a mi mujer.
Desde el momento en que habló, admiré la serenidad de la madre de Phil.
—Ellie, recuerdo la muerte de su hermana. Ocurrió tan solo medio año después de la muerte de Phil.
Le describí el medallón.
—Tiene que ser el medallón de Phil. Era una de esas piezas de bisutería baratas que se compran en galerías comerciales. Le encantaban esa clase de baratijas; tenía varias cadenas y colgantes que iba alternando. Se ponía dos o tres a la vez. No sé si llevaba el medallón la noche que la asesinaron. Nunca lo eché de menos.
—¿Podría tener una foto de Phil en que lo llevara?
—Era hija única, de modo que siempre le estábamos haciendo fotografías —dijo la señora Rayburn y percibí que se le quebraba la voz—. Le gustaba mucho el medallón. Por eso mandó que lo grabaran. Estoy segura de que encontraré una foto con el medallón puesto.
Su marido se puso al teléfono.
—Ellie, a juzgar por lo que dijo a mi hermano, tengo entendido que el preso al que Westerfield se confesó ha desaparecido.
—Sí.
—En el fondo de mi corazón, nunca creí que Dan pudiera atacar a Phil con tanta violencia. No era una persona agresiva y sé que la quería. Pero por lo que tengo entendido, no existen pruebas tangibles que relacionen a Westerfield con la muerte de Phil.
—No, al menos de momento. Quizá es demasiado pronto para ir al fiscal del distrito con lo que sé, pero si me cuenta las circunstancias de la muerte de su hija, y de por qué Dan Mayotte fue condenado, lo airearé en la página web para ver si alguien me proporciona más información. ¿Puede hacerlo?
—Ellie, hemos vivido esa pesadilla durante veintitrés años. Puedo contarle todo al respecto.
—Le comprendo, créame. La pesadilla que mi familia padeció rompió el matrimonio de mis padres, mató a la larga a mi madre y me ha torturado durante más de veinte años. Así que le comprendo muy bien.
—Estoy seguro. Dan y Phil se habían peleado y hacía una semana que no se veían. Él era bastante celoso y Phil nos había dicho que la semana anterior, cuando estaban comprando refrescos y dulces en el vestíbulo de un cine, un chico se puso a hablar con ella y Dan se encolerizó. Ella nunca describió al chico ni nos dijo su nombre.
«Después de eso, Dan y ella estuvieron una semana sin hablarse. Un día, ella fue a la pizzería del pueblo con unas amigas. Dan entró con sus amigos y se acercó a Phil. Hablaron y yo diría que empezaron a hacer las paces. Esos chicos estaban locos el uno por el otro.
»Después, Dan vio al chico que había estado flirteando con Phil en el cine. Estaba de pie en la barra».
—¿Le describió Dan?
—Sí. Guapo, de unos veinte años, cabello rubio oscuro. Dan dijo que en el bar del cine le oyó decir a Phil que se llamaba Jim.
¡Jim!, pensé. Tuvo que ser una de las veces en que Rob Westerfield llevaba su peluca rubio oscuro y se hacía llamar Jim.
—Al ver al chico ese en la pizzería, Dan volvió a sufrir un ataque de celos. Dijo que acusó a Phil de haber quedado con Jim en el restaurante. Ella lo negó y afirmó que ni siquiera había reparado en su presencia. Después, se levantó y salió. Todo el mundo fue testigo de que Dan y ella habían regañado de nuevo.
—Phil llevaba una chaqueta nueva aquella noche. Cuando la encontraron, había rastros de pelos de perro en ella, que pertenecían al terrier irlandés de Dan. Ella había estado en su coche muchas veces, pero como la chaqueta era nueva, los pelos fueron la prueba de que había estado en su coche después de salir de la pizzería.
—¿Negó Dan que Phil subiera a su coche?
—Nunca. Dijo que la había convencido de subir y hablar, pero cuando él le dijo que no consideraba casual la presencia de Jim en el restaurante, ella se enfadó con él y bajó del coche. Le dijo que iba a volver con sus amigas y que no quería saber nada más de él. Según Dan, dio un portazo y se alejó del aparcamiento en dirección a la pizzería. Dan admitió que estaba furioso y se marchó al instante.
—Phil nunca llegó al restaurante. Cuando empezó a hacerse tarde sin que apareciera por casa, llamamos a las amigas con las que había salido.
Mamá y papá llamaron a las amigas de Andrea…
—Nos dijeron que estaba con Dan. Al principio, eso nos tranquilizó, por supuesto. Pero transcurrieron las horas y cuando llegó a casa por fin, Dan afirmó que había dejado a Phil en el aparcamiento y que ella volvía al restaurante. Al día siguiente, encontraron su cadáver.
La voz de Michael Rayburn se quebró.
—Murió a consecuencia de múltiples fracturas en el cráneo. Su rostro estaba irreconocible.
«Maté a golpes a Phil y fue estupendo».
—Dan admitió que se quedó muy disgustado cuando ella bajó del coche. Dijo que estuvo conduciendo durante más o menos una hora, luego aparcó cerca del lago y se quedó allí mucho rato. Pero nadie corroboró su historia. Nadie le había visto y el cadáver de Phil fue descubierto en una zona boscosa que distaba un kilómetro del lago.
—¿Nadie vio a Jim en la pizzería?
—Algunas personas dijeron que recordaban a un chico de pelo rubio oscuro, pero al parecer no habló con nadie y nadie se fijó en él cuando salió. Dan fue condenado y enviado a la cárcel. Su madre sufrió mucho. Le había criado sola, y por desgracia, murió demasiado joven y no vivió para verle en libertad condicional.
Mi madre también murió demasiado joven, pensé.
—¿Dónde está Dan ahora? —pregunté.
—Se licenció en la cárcel en lugar de en Yale. Me han dicho que trabaja de abogado para ex reclusos. Nunca creí que matara a Phil. Si su teoría es correcta, le debo una profunda disculpa.
Rob Westerfield le debe mucho más que una disculpa, pensé.
Le debe dieciocho años, además de la vida que podría haber disfrutado.
—¿Cuándo va a publicar esto en la página web, Ellie? —preguntó Michael Rayburn.
—En cuanto termine de escribirlo. Tardaré una hora, más o menos.
—Entonces, no la retendré más. Estaremos a la espera. Avíseme si consigue reunir más información.
Sabía que los Westerfield me tenían en el punto de mira y que publicar la nueva información era una temeridad. Me daba igual.
Cuando pensé en todas las víctimas de Rob Westerfield, me enfurecí.
Phil, hija única.
Dan, su vida destruida.
Los Rayburn.
La madre de Dan.
La abuela de Rob.
Nuestra familia.
Inicié la historia de Phil con el encabezamiento: «¡TOME NOTA, FISCAL DEL DISTRITO DE WESTCHESTER!».
Mi dedos volaron sobre el teclado. A las nueve, había terminado. Leí el escrito una vez más y lo envié a la web con sombría satisfacción.
Sabía que debía abandonar el hostal. Cerré el ordenador, hice el equipaje en cinco minutos y bajé.
Estaba pagando la cuenta en recepción, cuando sonó mi móvil.
Pensé que sería Marcus Longo, pero era una mujer de acento hispano que respondió a mi veloz saludo.
—¿Señorita Cavanaugh?
—Sí.
—He estado visitando su página web. Me llamo Rosita Juárez. Fui ama de llaves de los padres de Rob Westerfield desde que tenía diez años hasta que ingresó en la cárcel. Es una persona muy mala.
Aferré el teléfono y lo apreté contra mi oído. ¡Esa mujer había sido el ama de llaves en la época en que Rob Westerfield cometió ambos asesinatos! ¿Qué sabía? Parecía asustada. Que no cuelgue, recé.
Intenté que mi voz sonara serena.
—Sí, Rob es una persona muy mala, Rosita.
—Me despreciaba. Se burlaba de mi forma de hablar. Siempre era grosero y desagradable conmigo. Por eso quiero ayudarla.
—¿Cómo puedes ayudarme, Rosita?
—Tiene razón. Rob utilizaba una peluca rubia. Cuando se la ponía, me decía: «Me llamo Jim, Rosita. No debería costarte mucho recordarlo».
—¿Le viste con la peluca?
—Tengo la peluca. —Percibí una nota de triunfo en la voz de la mujer—. Su madre se enfadaba mucho cuando llevaba la peluca y se hacía llamar Jim, y un día la tiró a la basura. No sé por qué lo hice, pero la recuperé y me la llevé a casa. Sabía que era cara y pensé que tal vez podría venderla, pero la guardé en una caja dentro del ropero y me olvidé de ella, hasta que usted la mencionó en su página web.
—Me gustaría tener esa peluca, Rosita. Te la compraré con mucho gusto.
—No hace falta que la compre. ¿Ayudará a convencer a la gente de que mató a esa tal Phil?
—Yo creo que sí. ¿Dónde vives, Rosita?
—En Phillipstown.
Phillipstown pertenecía al término municipal de Cold Spring, a unos quince kilómetros de distancia.
—Rosita, ¿puedo ir a buscar la peluca ahora?
—No estoy segura.
Su tono era de profunda preocupación.
—¿Por qué, Rosita?
—Porque mi piso está en una casa de dos plantas y mi casera siempre está fisgoneando. No quiero que nadie la vea por aquí. Tengo miedo de Rob Westerfield.
De momento, lo único que me interesaba era apoderarme de la peluca. Más adelante, si juzgaban a Rob por la muerte de Phil, procuraría convencer a Rosita de que se presentara como testigo.
Antes de que intentara convencerla, cedió.
—Vivo a muy pocos minutos del hotel Phillipstown. Si quiere, podríamos quedar en la entrada de atrás.
—Puedo estar ahí en veinte minutos —dije—. No, mejor media hora.
—Allí estaré. ¿La peluca servirá para encarcelar a Rob?
—Estoy segura.
—¡Estupendo!
Percibí satisfacción en la voz de Rosita. Había encontrado una forma de desquitarse del desagradable adolescente cuyos insultos había soportado durante casi una década.
Me apresuré a pagar la cuenta y guardar mis maletas en el coche.
Seis minutos después me dirigía a obtener la prueba tangible de que Rob Westerfield había poseído y utilizado una peluca de color rubio oscuro.
Confiaba en que todavía conservaría muestras del ADN de Rob. Sería la prueba definitiva de que había sido el propietario de la peluca.