Soñé mucho aquella noche. Fue un sueño angustioso. Andrea corría a través del bosque. Yo intentaba convencerla de que volviera, pero no conseguía que oyera mis gritos y veía con desesperación que pasaba ante la casa de la vieja señora Westerfield y entraba en el garaje. Yo trataba de advertirla, pero Rob Westerfield aparecía y me hacía señas de que me fuera.
Me despertó el tenue sonido de mi propia voz, que intentaba pedir ayuda. Estaba amaneciendo y vi que iba a ser uno de esos días grises, nublados y fríos de principios de noviembre.
Ya de pequeña me alteraban las dos primeras semanas de noviembre, pero pasada la primera mitad del mes, la proximidad de Acción de Gracias alegraba el ambiente. Aquellas dos primeras semanas se me antojaban largas y tristes. Después, tras la muerte de Andrea, quedaron vinculadas para siempre con los recuerdos de los últimos días que pasamos juntas. Faltaban muy pocos días para el aniversario de su muerte.
Esos eran los pensamientos que pasaban por mi cabeza mientras seguía tendida en la cama, con el deseo de dormir una o dos horas más. No era difícil analizar el sueño. El inminente aniversario de la muerte de Andrea, así como el hecho de estar convencida de que Rob Westerfield se enfurecería al ver la última información aparecida en mi página web, estaban afectando a mi mente.
Sabía que debía ser muy precavida.
A las siete pedí que me subieran el desayuno. Después, empecé a trabajar en mi libro. A las nueve tomé una ducha, me vestí y telefoneé a la señora Hilmer.
Confiaba contra toda esperanza en que había llamado porque al fin recordaba el motivo de que el nombre Phil le resultara familiar. No obstante, mientras le formulaba la pregunta, comprendí que era muy improbable que hubiera pensado en algo que pudiera relacionar con la baladronada de Rob Westerfield.
—Ellie, solo he podido pensar en ese nombre —suspiró la mujer—. Llamé anoche para decirte que hablé con la amiga que está en contacto con Phil Oliver. Te hablé de él. Phil Oliver es el hombre que perdió su alquiler y tuvo un terrible enfrentamiento con el padre de Rob Westerfield. Mi amiga me dijo que vive en Florida; le gusta mucho aquello, pero aún está amargado por el trato que le dispensaron. Lee tu página web y le encanta. Dice que si quieres abrir otra página web para informar al mundo del tipo de persona que es el padre de Rob, estará muy contento de hablar contigo.
Interesante —pensé—, pero esa información no me resulta útil en este momento.
—No obstante, Ellie, estoy segura de haber leído u oído algo sobre Phil hace poco. Y si te sirve de ayuda, me puso triste.
—¿Triste?
—Ellie, ya sé que parece un poco absurdo, pero estoy en ello. Te llamaré en cuanto me aclare.
La señora Hilmer me había telefoneado al hostal. No quise explicarle que estaba a punto de liquidar la cuenta, ni comentar lo del piso de Pete en Nueva York.
—Tiene el número de mi móvil, ¿verdad, señora Hilmer?
—Sí, me lo diste.
—Estos días voy a estar ilocalizable. ¿Le importa llamarme a ese número, si establece la relación?
—Por supuesto.
Marcus Longo era el siguiente en mi lista de llamadas. Al oír su voz, pensé que estaba desalentado, y tenía razón.
—Ellie, lo que pusiste ayer en la página web es una invitación a que Westerfield y su abogado, William Hamilton, te demanden.
—Estupendo. Que me demanden. Ardo en deseos de que me llamen a declarar.
—Ellie, tener la razón no siempre es una defensa legal garante del éxito. La ley es muy complicada. El dibujo que, según tus afirmaciones, demuestra la participación de Rob Westerfield en el intento de asesinato de su abuela te lo proporcionó el hermano del hombre que disparó contra ella. Además, admite que fue el conductor del coche en el que huyeron. No se trata de un testigo estelar. ¿Cuánto le pagaste por esa información?
—Mil dólares.
—¿Sabes la impresión que daría en el tribunal? Si no, yo te lo explicaré. Exhibiste un letrero delante de Sing Sing. Apareces en internet. En pocas palabras dices: «Cualquiera enterado de un crimen cometido por Rob Westerfield puede ganar un montón de pasta». Ese tipo podría ser un mentiroso redomado.
—¿Crees que lo es?
—Lo que yo piense carece de importancia.
—Sí que importa, Marcus. ¿Crees que Rob Westerfield planeó ese delito?
—Sí, pero siempre lo había pensado. Eso no tiene nada que ver con la demanda multimillonaria a la que puedes enfrentarte.
—Que me demanden. Ojalá lo hagan. Tengo un par de miles de dólares en el banco y un coche con el depósito de gasolina lleno de arena, que tal vez necesite un motor nuevo, y es muy posible que gane bastante dinero con mi libro. Que lo intenten.
—Allá tú, Ellie.
—Dos cosas, Marcus. Dejo el hostal y voy a alojarme en el piso de un amigo.
—Espero que no viva por aquí.
—No, en Manhattan.
—Eso me tranquiliza. ¿Tu padre lo sabe?
Si no, apuesto a que se lo dirás, pensé. Me pregunté cuántos amigos de Oldham estaban en contacto con mi padre.
—No estoy muy segura —admití. Por lo que yo sabía, era posible que Pete le hubiera llamado en cuanto me dejó en el hostal.
Iba a preguntar a Marcus si había conseguido averiguar algo acerca del homicidio de alguien llamado Phil, pero se anticipó a la pregunta.
—Hasta el momento, no he encontrado nada que relacione a Westerfield con otro asesinato —dijo—, pero aún he de investigar mucho más. También estamos investigando el nombre que Rob utilizaba en el colegio.
—¿Jim Wilding?
—Sí.
Quedamos que seguiríamos en contacto.
No había hablado con la señora Stroebel desde el domingo por la tarde. Llamé al hospital, confiada en que hubieran dado el alta a Paulie, pero aún seguía ingresado.
La señora Stroebel estaba con él.
—Se encuentra mucho mejor, Ellie. Cada día paso a verle a esta hora, luego voy a la tienda y vuelvo a eso del mediodía. Gracias a Dios que tengo a Greta. La conociste el día que ingresaron a Paulie. Es muy buena. Se ocupa de que todo salga adelante.
—¿Cuándo volverá Paulie a casa?
—Creo que mañana, pero quiere verte otra vez. Intenta recordar algo que tú le dijiste, aunque cree que no es correcto. Quiere saber qué es y no se acuerda. Ya sabes, le han administrado muchos medicamentos.
Mi corazón dio un vuelco. ¿Algo que yo había dicho? Santo Dios, ¿Paulie se sentía confuso de nuevo, o iba a retractarse de lo que me había dicho? Me alegré de no haber publicado todavía en la página web la historia que relacionaba a Rob con el medallón.
—Iré a verle —dije.
—¿Te va bien a eso de la una? Yo también estaré y creo que mi compañía le tranquiliza más.
Le tranquiliza más, pensé, ¿o quieres decir que así estarás segura de que no dice nada susceptible de incriminarle? No, no me lo creía.
—Ahí estaré, señora Stroebel —dije—. Si llego antes que usted, la esperaré.
—Gracias, Ellie.
Parecía tan agradecida que me avergoncé de haber pensado que intentaba impedir que Paulie se sincerara conmigo. Había sido ella quien me había llamado; su vida estaba dividida entre dirigir la tienda y visitar a su hijo convaleciente. Dios aprieta pero no ahoga. Sobre todo cuando envía a alguien como Paulie una madre como Ana Stroebel.
Logré trabajar dos horas de un tirón y luego consulté la página web de Rob Westerfield. Aún exhibía mi foto esposada a la cama y más nombres se habían sumado al comité de apoyo a Rob Westerfield. Sin embargo, no habían añadido nada que negara mi teoría acerca de su implicación en el intento de asesinato de su abuela.
Lo tomé como una señal de consternación entre sus filas. Aún estaban discutiendo lo que debían hacer.
El teléfono sonó a las once. Era Joan.
—¿Te apetece una comida rápida a la una? —preguntó—. He de hacer unos recados y acabo de darme cuenta de que pasaré por delante de tu hostal.
—No puedo. Prometí que iría a ver a Paulie al hospital a la una. —Luego, vacilé—. Pero Joan…
—¿Qué pasa, Ellie? ¿Te encuentras bien?
—Sí, estoy bien. Joan, me dijiste que tenías una fotocopia de la esquela de mi madre que mi padre publicó en el periódico.
—Sí. Me ofrecí a buscarla.
—¿La tienes a mano?
—Sí.
—Si pasas por el hostal, ¿podrías dejarla en recepción? Me gustaría mucho verla.
—Hecho.
Cuando llegué al hospital, había mucha actividad en el vestíbulo. Vi un grupo de reporteros y cámaras aglomerados al final de la sala y volví la espalda al instante.
La mujer que tenía delante en la cola para conseguir un pase de visitante contó lo que había sucedido. La señora Dorothy Westerfield, la abuela de Rob, había sido ingresada en urgencias, víctima de un infarto.
Su abogado había leído una declaración a los medios de comunicación la noche anterior. En memoria de su difunto marido, el senador Pearson Westerfield, la señora Westerfield había cambiado su testamento y legaba su fortuna a una fundación de caridad que se encargaría de administrarla durante los diez años siguientes.
La declaración decía que las únicas excepciones eran pequeñas cantidades para su hijo, sus amigos y criados. A su nieto solo le dejaba un dólar.
—Era muy lista —me confió la mujer—. Oí hablar a algunos periodistas. Además de a sus abogados, llamó a su pastor, a un juez amigo suyo y a un psiquiatra como testigos de que estaba en plena posesión de sus facultades mentales.
Estaba segura de que mi charlatana informante ignoraba que había debido de ser mi página web la desencadenante del cambio de testamento y del infarto. Era una victoria vana para mí. Recordé a la mujer elegante y majestuosa que acudió a dar el pésame el día del entierro de Andrea.
Me alegré de escapar en el ascensor antes de que un reportero me reconociera y relacionara con la noticia.
La señora Stroebel ya me estaba esperando en el pasillo. Entramos juntas en la habitación de Paulie. El volumen de sus vendajes había disminuido. Sus ojos brillaban más y su sonrisa era cálida y dulce.
—Ellie, amiga mía —dijo—. Puedo contar contigo.
—Ni lo dudes.
—Quiero volver a casa. Estoy harto de estar aquí.
—Eso es una buena señal, Paulie.
—Quiero volver al trabajo. ¿Había muchos clientes comiendo cuando te fuiste, mamá?
—Bastantes —dijo la mujer, con una sonrisa de satisfacción.
—No deberías venir tanto, mamá.
—Ya no será necesario, Paulie. Pronto volverás a casa. —La señora Stroebel me miró—. En la tienda, tenemos una pequeña habitación contigua a la cocina. Greta ha puesto un sofá y un televisor. Paulie podrá estar con nosotras, hacer lo que le plazca en la cocina y descansar entretanto.
—Eso es estupendo —dije.
—Bien, Paulie, explica qué es lo que te preocupa acerca del medallón que encontraste en el coche de Rob Westerfield —le alentó su madre.
Yo no sabía qué esperar.
—Encontré el medallón y se lo di a Rob —dijo Paulie poco a poco—. Ya te lo dije, Ellie.
—Sí, es verdad.
—La cadena estaba rota.
—También me dijiste eso, Paulie.
—Rob me dio una propina de diez dólares y yo los guardé con el dinero que había ahorrado para tu regalo de los cincuenta años, mamá.
—Exacto, Paulie. Eso fue en mayo, seis meses antes de que Andrea muriera.
—Sí, y el medallón tenía forma de corazón, era dorado y tenía unas piedras azules muy bonitas en el centro.
—Sí —dije, con la esperanza de darle ánimos.
—Vi que Andrea lo llevaba, la seguí hasta el garaje y vi que Rob entraba detrás de ella. Luego, le dije que su padre se enfadaría y después le pedí que fuera al baile conmigo.
—Es lo mismo que dijiste el otro día, Paulie. Sucedió así, ¿verdad?
—Sí, pero algo no encaja. Tú dijiste algo, Ellie, que no encaja.
—Déjame pensar. —Intenté reconstruir la conversación—. Te has acordado de todo, excepto que yo dije que Rob no había comprado a Andrea un medallón nuevo. Había mandado grabar las iniciales de sus nombres, Rob y Andrea, en un medallón que otra chica debía de haber perdido en su coche.
Paulie sonrió.
—Es eso, Ellie. Es lo que necesitaba recordar. Rob no encargó grabar las iniciales en el medallón. Ya estaban grabadas cuando encontré el medallón.
—Eso es imposible, Paulie. Sé que Andrea no conoció a Rob Westerfield hasta octubre. Tú encontraste el medallón en mayo.
Adoptó una expresión testaruda.
—Me acuerdo, Ellie. Estoy seguro. Las vi. Las iniciales ya estaban en el medallón. No eran «R» y «A». Eran «A» y «R». «A» y «R», grabadas con una letra muy bonita.