Habían utilizado la lavadora.
—¿Tan importante era que no pudieron esperar a que yo volviera, señora Westerfield? —preguntó Rosita en un tono algo a la defensiva, como temerosa de haber olvidado alguna tarea. El jueves se había ido del pueblo para visitar a su achacosa tía. Era sábado por la mañana y acababa de regresar—. No debería molestarse en lavar, ya tiene bastante trabajo con decorar todas esas casas.
Linda Westerfield no supo por qué se disparó una repentina alarma en su cabeza. Por algún motivo, no contestó de una manera directa a los comentarios de Rosita.
—Oh, de vez en cuando, si estoy echando un vistazo a la pintura decorativa y la toco, es tan fácil echar la ropa de faena a lavar como dejarla tirada por ahí —dijo.
—Bien, a juzgar por la cantidad de detergente que ha utilizado, debía de haber un montón. Ayer me enteré de lo de la hija de los Cavanaugh por las noticias, señora Westerfield. No puedo dejar de pensar en ella. Es increíble que algo así haya sucedido en este pueblo tan pequeño. Te parte el corazón.
—Pues sí.
Tenía que ser Rob quien había utilizado la lavadora, pensó Linda. Vince, su marido, jamás la habría tocado. Lo más probable era que no supiera ni cómo funcionaba.
Los ojos oscuros de Rosita brillaron, y se pasó la mano sobre ellos.
—Esa pobre madre.
¿Rob? ¿Tan importante era lo que tenía que lavar?
Era uno de sus viejos trucos. Cuando tenía once años, intentaba eliminar el olor a humo de cigarrillo de sus ropas de deporte.
—Andrea Cavanaugh era una monada. ¡Y su padre es teniente de la policía estatal! Lo normal es pensar que un hombre así sería capaz de proteger a su hija.
—Sí, tienes razón.
Linda estaba sentada ante la encimera de la cocina, repasando los bocetos que había hecho para embellecer las ventanas de la nueva casa de un cliente.
—Pensar que alguien destrozó la cabeza de esa chica… Tuvo que ser un monstruo. Espero que le cuelguen cuando le encuentren.
Rosita hablaba para sí, como si no esperara respuesta. Linda guardó los bocetos en la carpeta.
—El señor Westerfield y yo vamos a comer al hostal con unos amigos, Rosita —dijo, mientras bajaba del taburete.
—¿Rob se quedará en casa?
Buena pregunta, pensó Linda.
—Ha salido a correr y volverá de un momento a otro. Pregúntale cuando llegue.
Creyó detectar un temblor en su voz. Rob había estado nervioso y malhumorado durante todo el día de ayer. Cuando la noticia de la muerte de Andrea Cavanaugh corrió por el pueblo, supuso que le entristecería. En cambio, se mostró indiferente. «Apenas la conocía, mamá», dijo.
¿Se trataba de que Rob, como muchos jóvenes de diecinueve años, eran incapaces de asimilar la muerte de alguien de su edad? ¿Había tomado conciencia de su propia mortalidad?
Linda subió la escalera con parsimonia, abrumada de repente por la sensación de que se avecinaba un desastre. Seis años antes se habían mudado del piso de la calle Diecisiete Este de Manhattan a esa casa de antes de la guerra de Secesión, cuando Rob fue a un internado. Para entonces, los dos sabían que deseaban vivir de manera permanente en el pueblo donde pasaban los veranos, en casa de la madre de Vince. Vince dijo que existían grandes oportunidades de ganar dinero allí y había empezado a invertir en bienes raíces.
La casa, con ese aire de estar suspendida en el tiempo, era una continua fuente de tranquilos placeres para ella, pero ese día Linda no se detuvo a sentir el tacto de la madera pulida de la balaustrada, ni a disfrutar de la vista del valle desde la ventana situada al final de la escalera.
Se dirigió sin vacilar a la habitación de Rob. La puerta estaba cerrada. Hacía una hora que había salido a correr y regresaría de un momento a otro. Abrió la puerta presa del nerviosismo y entró. La cama estaba sin hacer, pero el resto de la habitación presentaba una curiosa pulcritud. Rob era meticuloso con su ropa, incluso a veces planchaba los pantalones nada más salir de la lavadora para marcar más la raya, pero era muy descuidado con las prendas ya usadas. Linda esperaba ver las ropas que había llevado el jueves y el día anterior tiradas en el suelo, a la espera del regreso de Rosita.
Cruzó a toda prisa la habitación y miró en el cesto del cuarto de baño. También estaba vacío.
En algún momento entre el jueves por la mañana, cuando Rosita se fue, y esa mañana, Rob había lavado y secado las ropas que usó el jueves y el día anterior. ¿Por qué?
A Linda le habría gustado registrar su ropero, pero sabía que corría el riesgo de que la pillara in fraganti. No estaba preparada para una discusión. Salió de la habitación, se acordó de cerrar la puerta y se encaminó al dormitorio principal, que Vince y ella habían añadido cuando ampliaron la casa.
Consciente de repente de que estaba a punto de sufrir el asalto de una migraña, dejó caer la carpeta sobre el sofá de la sala de estar, entró en el cuarto de baño y buscó en el botiquín. Mientras tragaba dos píldoras, se miró en el espejo y contempló con asombro su semblante pálido y angustiado.
Llevaba el conjunto deportivo porque había pensado ir a correr un rato después de trabajar en los bocetos. Una goma elástica ceñía su cabello castaño corto y no se había molestado en maquillarse. Para su mirada hipercrítica, aparentaba más de sus cuarenta y cuatro años, y diminutas arrugas se estaban formando alrededor de sus ojos y en las comisuras de la boca.
La ventana del cuarto de baño daba al patio delantero y el camino de entrada. Cuando miró, vio que un coche desconocido se acercaba. Un momento más tarde, sonó el timbre de la puerta. Esperaba que Rosita utilizara el intercomunicador para informarle de quién era, pero Rosita subió la escalera y le entregó una tarjeta.
—Quiere hablar con Rob, señora Westerfield. Le he dicho que Rob había salido a correr y ha contestado que esperará.
Linda era casi veinte centímetros más alta que Rosita, la cual apenas rebasaba el metro y medio, pero casi tuvo que apoyarse en la menuda mujer para sostenerse, después de leer el nombre de la tarjeta: detective Marcus Longo.