Alfie me telefoneó a las siete de la mañana del lunes.
—¿Aún quiere comprarlo?
—Sí. Mi banco es el Oldham-Hudson, de Main Street. Estaré allí a las nueve; podemos encontrarnos en el aparcamiento a las nueve y cinco.
—De acuerdo.
Cuando salía del banco, el hombre llegó en su coche y aparcó al lado del mío. Desde la calle, nadie podía ver lo que estaba pasando.
Bajó la ventanilla.
—Veamos el dinero.
Se lo entregué.
—De acuerdo —dijo, después de contarlo—. Aquí tiene el plano.
Lo examiné con detenimiento. A la luz del día, aún me pareció más aterrador cuando pensé que había sido encargado por el nieto de la presunta víctima, cuando solo tenía diecisiete años. Sabía que pagaría cualquier cosa con tal de que Alfie me diera permiso para publicarlo en mi página web.
—Alfie, ya sabe que el delito ha prescrito. Si la policía se enterara de esto, no le afectaría. Pero si lo exhibo en la página web y escribo lo que usted me ha revelado, podría significar que la señora Westerfield legara su dinero a obras de caridad en lugar de a Rob.
Yo estaba de pie delante de la furgoneta. Él estaba sentado ante el volante. Tenía el aspecto de aquello en que se había convertido: un esforzado trabajador que nunca había gozado de una oportunidad.
—Escuche, prefiero correr el riesgo de que Westerfield me persiga antes que verle forrado de pasta. Adelante.
—¿Está seguro?
—Estoy seguro. Será como hacer las paces con Skip.
Después de la experiencia de ir a Boston en coche y quedar atrapada en el espeso tráfico, decidí permitirme más tiempo y retrasar mi cita con Jane Bostrom, la directora de admisiones del colegio Carrington.
Por eso, me detuve en Rockport el tiempo suficiente para tomar un bocadillo de queso y una Coca-Cola en una cafetería que distaba un par de kilómetros del colegio. Ya me sentía preparada para entrevistarme con ella.
Cuando me acompañaron a su despacho, su recibimiento fue cordial pero reservado y comprendí que no me iba a proporcionar información con tanta facilidad como otros. Estaba sentada a su mesa y me ofreció la silla de enfrente. Como muchos ejecutivos, contaba con una zona para visitas con un sofá y varias butacas, pero no fui invitada a acomodarme allí.
Era más joven de lo que esperaba, unos treinta y cinco años, de cabello oscuro y grandes ojos grises que parecían algo cautelosos. A juzgar por nuestra breve conversación telefónica, era evidente que se sentía orgullosa de su colegio y no iba a permitir que una reportera de investigación lo arrastrara por el barro a causa de un alumno.
—Doctora Bostrom —dije—, pondré mis cartas sobre la mesa. Rob Westerfield pasó su primer y último año en Carrington. Fue expulsado de su anterior escuela preparatoria porque agredió con saña a otro alumno. Tenía catorce años cuando ocurrió ese incidente.
—A los diecisiete años planeó el asesinato de su abuela. Le dispararon tres veces y sobrevivió de milagro. A los diecinueve, mató a golpes a mi hermana. Ahora, estoy investigando la posibilidad de que haya matado a otra persona.
Observé que componía una expresión de desaliento y aflicción. Tardó un largo momento en hablar.
—Señorita Cavanaugh, esa información sobre Rob Westerfield es horripilante, pero haga el favor de entender algo. Tengo su expediente delante de mí y no hay nada que indique ningún problema grave de comportamiento mientras estuvo aquí.
—Me cuesta creer que, después de descubrir sus antecedentes violentos, fuera capaz de pasar dos años sin caer en una infracción grave. ¿Puedo preguntarle desde cuándo trabaja en Carrington, doctora Bostrom?
—Desde hace cinco años.
—Por tanto, solo puede guiarse por un expediente que tal vez haya sido modificado.
—Me guío por el expediente que tengo delante.
—¿Puedo preguntarle si los Westerfield hicieron algún donativo importante al colegio Carrington?
—En la época en que Rob fue alumno, contribuyeron a renovar y ampliar el centro deportivo.
—Entiendo.
—No sé lo que entiende, señorita Cavanaugh. Intente comprender que muchos de nuestros alumnos han sufrido experiencias penosas, y que necesitan guía y compasión. Algunos han sido utilizados como peones en divorcios muy desagradables. A veces, el padre o la madre les ha abandonado. Le sorprendería saber hasta qué punto puede minar la autoestima de un niño esa circunstancia.
Oh, no, no me sorprendería en absoluto, pensé. De hecho, lo comprendo muy bien.
—Algunos de nuestros alumnos son chicos que no se llevan bien con su grupo de edad, con los adultos, o con ambos a la vez.
—Al parecer, ese habría podido ser el problema de Rob Westerfield —dije—, pero por desgracia para el resto del mundo, su familia siempre ha intentado protegerle o sacarle de líos a golpe de talonario.
—Haga un esfuerzo por comprender que nuestra tarea es muy delicada. Crees que un paso importante en la superación de un problema emocional consiste en ayudar a desarrollar el sentido de autoestima. Se espera de nuestros alumnos que saquen buenas notas, participen en deportes y demás actividades, y que colaboren voluntariamente en los programas de la comunidad que nuestra escuela patrocina.
—¿Y Rob Westerfield alcanzó todos esos objetivos de buena gana y con alegría?
Podría haberme mordido la lengua. Jane Bostrom me había brindado la cortesía de una entrevista y estaba contestando a mis preguntas. Sin embargo, estaba claro que, si habían existido problemas graves con Rob Westerfield en ese colegio, no habían quedado reflejados en su expediente.
—Al parecer, Rob Westerfield alcanzó dichos objetivos a la entera satisfacción de nuestro colegio —replicó la doctora Bostrom, tirante.
—¿Tiene la lista de los alumnos matriculados en el colegio mientras él estuvo aquí?
—Por supuesto.
—¿Puedo verla?
—¿Con qué propósito?
—Doctora Bostrom, un día que estaba drogado en la cárcel, Rob Westerfield confesó algo a otro recluso. Dijo: «Maté a golpes a Phil y fue estupendo». Como agredió a un compañero en su anterior colegio de secundaria privado, no es improbable que hubiera tenido un encontronazo en este con un alumno llamado Phil o Philip.
Sus ojos se oscurecieron, cada vez más preocupada por las implicaciones de lo que yo decía. Después, se levantó.
—Señorita Cavanaugh, el doctor Douglas Dittrick da clases en Carrington desde hace cuarenta años. Voy a invitarle a que se reúna con nosotros. También pediré que traigan la lista de alumnos de esos años. Será mejor que vayamos a la sala de conferencias. Será más fácil distribuir las listas sobre la mesa y examinarlas.
El doctor Dittrick nos avisó de que estaba en mitad de una clase y tardaría un cuarto de hora en reunirse con nosotras.
—Es un gran profesor —dijo Jane Bostrom mientras abríamos las listas de alumnos—. Creo que si el techo se cayera, no se movería hasta haber acabado la clase.
Para entonces, ya parecía más cómoda conmigo y con ganas de colaborar.
—Hemos de buscar «Philip» como nombre de pila, pero también como segundo nombre —advirtió—. Tenemos muchos alumnos a los que se les conoce por su segundo nombre, cuando es el de sus padres y abuelos.
Había unos seiscientos alumnos durante el tiempo que Rob Westerfield pasó en Carrington. Enseguida me di cuenta de que Philip no era un nombre vulgar. Los habituales, James, John y Mark, aparecían de manera regular en las listas.
Además de muchos otros: William, Hugo, Charles, Richard, Henry, Walter, Howard, Lee, Peter, George, Paul, Lester, Ezekiel, Francis, Donald, Alexander…
Y después, un Philip.
—Aquí hay uno —dije—. Estaba en primero cuando Westerfield iba a segundo.
Jane Bostrom alzó la vista y miró por encima de mi hombro.
—Está en nuestra junta directiva —dijo.
Seguí buscando.
El profesor Dittrick se reunió con nosotras, ataviado todavía con su toga.
—¿Qué es eso tan importante, Jane? —preguntó.
La mujer se lo explicó y me presentó. Dittrick tendría unos setenta años, de complexión mediana, rostro intelectual y apretón de manos firme.
—Pues claro que me acuerdo de Westerfield. Se graduó dos años antes de matar a esa chica.
—Ella es la hermana de la señorita Cavanaugh —se apresuró a intervenir la doctora Bostrom.
—Lo siento mucho, señorita Cavanaugh. Fue una tragedia terrible. Y ahora, está investigando si alguien llamado Phil, que estudió en la época de Westerfield, fue víctima de un homicidio.
—Sí. Sé que puede parecer un poco traído por los pelos, pero es una posibilidad que quiero explorar.
—Por supuesto. —Se volvió hacia la doctora Bostrom—. Jane, ve a ver si Corinne está libre y pídele que venga. Hace veinticinco años no era la directora del teatro, pero estaba en la compañía. Pídele que traiga programas de las representaciones en que Westerfield participó. Creo recordar que apareció mencionado en el programa de una forma algo irregular.
Corinne Barsky llegó veinte minutos después. Era una mujer vivaracha y esbelta de unos sesenta años, de ojos oscuros e inteligentes y una voz cálida y profunda. Traía los programas que le habían solicitado.
Para entonces, habíamos localizado a dos antiguos alumnos, uno con el nombre de pila de Philip y el otro con Philip de segundo nombre.
El primero que habíamos encontrado, tal como me había dicho la doctora Bostrom, era en la actualidad miembro de la junta directiva del colegio. La doctora Dittrick recordó que el alumno llamado Philip de segundo nombre había asistido al vigésimo aniversario de su clase, dos años antes.
Solo quedaba uno por investigar. La secretaria de la doctora Bostrom introdujo su nombre en el ordenador. Vivía en Portland, Oregón, y hacía contribuciones anuales al fondo de los alumnos. La última había sido el pasado junio.
—Temo que les he hecho perder el tiempo —me disculpé—. Si puedo echar un vistazo rápido a los programas, me iré.
En cada una de las representaciones, Rob había encarnado al protagonista.
—Me acuerdo de él —dijo Corinne Barsky—. Era muy bueno. Muy pagado de sí mismo, muy arrogante con los demás alumnos, pero un buen actor.
—¿No tuvo problemas con él? —pregunté.
—Recuerdo que se peleó con el director. Quería utilizar lo que él llamaba su nombre artístico en lugar del propio en el espectáculo. El director se negó.
—¿Cuál era su nombre artístico?
—Concédame un momento. Intentaré recordar.
—Corinne, ¿no hubo cierto alboroto acerca de Westerfield y una peluca? —preguntó el doctor Dittrick—. Estoy seguro de que recuerdo algo al respecto.
—Quería llevar una enorme peluca que había utilizado en una representación de su colegio anterior. El director tampoco se lo permitió. Durante la obra, Rob salía del camerino con su peluca y solo se ponía la adecuada en el último momento. Tengo entendido que también llevaba la peluca por el recinto. Le llamaron la atención varias veces por ello, pero no escarmentó.
La doctora Bostrom me miró.
—Esto no constaba en su expediente —dijo.
—Su expediente fue depurado, por supuesto —dijo el doctor Dittrick, impaciente—. ¿Cómo crees que se renovó por completo el centro deportivo en su momento? Bastó con que el director Egan insinuara al padre de Westerfield que Rob sería más feliz en otro colegio.
La doctora Bostrom me miró, alarmada.
—No se preocupe. No voy a publicar eso —le dije.
Busqué mi bolso y saqué el móvil.
—Voy a dejarles en paz —prometí—, pero antes de marchar quiero hacer una llamada. He estado en contacto con Christopher Cassidy, que estudió en Arbinger con Westerfield. De hecho, fue el alumno al que Westerfield agredió en segundo. El señor Cassidy me dijo que Rob utilizaba a veces el nombre de un personaje que interpretaba en los escenarios. Iba a intentar averiguar cuál era.
Busqué el número y lo marqué.
—Empresa de inversiones Cassidy —dijo la operadora.
Tuve suerte. Christopher Cassidy había regresado de su viaje y me pusieron con él al instante.
—He hecho averiguaciones —dijo en tono triunfal—. Tengo el nombre que Westerfield utilizaba y es de una obra en la que salió.
—Ya me acuerdo del nombre —estaba diciendo Corinne Barsky, muy contenta.
Cassidy estaba en Boston. Barsky a pocos pasos de mí. Pero lo dijeron al mismo tiempo.
—Es Jim Wilding.
Jim, pensé. El autor del plano era el propio Rob.
—Me llaman por otra línea, Ellie —se disculpó Cassidy.
—Adelante. Es todo lo que necesitaba saber.
—Lo que escribiste sobre mí para la página web es estupendo. Publícalo. Te respaldaré al cien por cien.
Colgó.
Corinne Barsky había abierto uno de los programas.
—Tal vez le interese esto, señorita Cavanaugh —dijo—. El director pedía a todos los miembros del reparto que firmaran un programa al lado de su nombre.
Lo alzó y señaló. Con desafiante énfasis, Rob Westerfield no había firmado con su nombre, sino con el de «Jim Wilding».
Lo miré durante un largo minuto.
—Necesito una copia de esto —dije—. Y hagan el favor de cuidar bien del original. Me gustaría que lo guardaran en una caja fuerte.
Veinte minutos después estaba sentada en mi coche, comparando la firma del plano con la del programa.
No soy una experta en caligrafía, pero cuando comparé la firma de «Jim» en ambos documentos, ambas parecían idénticas.
Empecé el largo viaje de regreso a Oldham, exultante por la perspectiva de exhibirlas en internet una al lado de la otra.
La señora Dorothy Westerfield tendría que afrontar la verdad. Su nieto había planeado su asesinato.
Debo confesar que me gustó la sensación de que iba a hacer muy, muy felices a toda una serie de obras de caridad, centros médicos, bibliotecas y universidades.