A las siete salí para cenar con la señora Hilmer. Eso significaba que debería pasar por delante de nuestra antigua casa. Esa noche estaba muy bien iluminada, y como la luna brillaba sobre el bosque de detrás, podría haber sido la portada de una revista. Era la casa que mi madre había imaginado, el ejemplo perfecto de una granja ampliada y restaurada con cariño.
Las ventanas de mi habitación estaban encima de la puerta principal y vi la silueta de alguien que se movía entre ellas. Los Kelton, actuales propietarios de la casa, eran una pareja de unos cincuenta años. Fueron las únicas personas de la casa que vi la noche del fuego, pero quizá tenían hijos adolescentes a los que no habían despertado las sirenas de la policía y los bomberos. Me pregunté si a la persona que ocupaba mi habitación le gustaba despertarse temprano y ver amanecer desde la cama, como a mí.
La casa de la señora Hilmer también estaba bien iluminada. Giré por el camino de entrada, que ya solo tenía un destino. Mis faros delanteros iluminaron los restos carbonizados del garaje y el apartamento. Por algún motivo absurdo, pensé en los portavelas y el cuenco de fruta decorativo que habían adornado la mesa del comedor del apartamento. Carecían de valor, pero habían sido elegidos con gusto y cariño.
Todo en el apartamento había sido elegido con cariño. Si la señora Hilmer decidía reconstruir el edificio, se trataba de objetos cuya sustitución exigiría tiempo y esfuerzo.
Con esos pensamientos en mente, entré en su casa con disculpas en mis labios, pero ella no quiso saber nada.
—¿Quieres dejar de preocuparte por el garaje? —suspiró, mientras acercaba mi cara para darme un beso—. Ese incendio fue provocado, Ellie.
—Lo sé. No creerá que fui yo la responsable, ¿verdad?
—¡Santo Dios, no! Cuando volví y Brian White entró como una tromba, acusándote prácticamente de ser una pirómana, le dije lo que pensaba. Si eso te hace sentir mejor, llegó a decirme que había imaginado lo de que me habían seguido. Le puse firmes. Pero debo decirte algo, Ellie: es terrible pensar que la persona que entró en el apartamento la noche que viniste a cenar aquí, robó las toallas para que diera la impresión de que tú habías provocado el incendio.
—Cada día cogía toallas del armario de la ropa blanca. Nunca me fijé en que faltaran cinco o seis toallas.
—¿Cómo ibas a fijarte? Los estantes estaban llenos de toallas. Hubo una época en que era incapaz de resistir la tentación de unas rebajas, y ahora tengo toallas suficientes para aguantar hasta el fin de mis días. Bien, la cena está preparada y debes de estar hambrienta. Vamos a la mesa.
La cena consistía en gambas al ajillo, seguidas de una ensalada verde. Todo estaba delicioso.
—Dos buenas comidas en un día —dije—. Me estáis malcriando.
Pregunté por su nieta y me enteré de que su muñeca se estaba curando.
—Fue maravilloso pasar estos días con Janey, y el bebé es adorable, pero voy a confesarte una cosa, Ellie: al cabo de una semana, ya tenía ganas de volver a casa. Estoy por la labor, pero hace mucho tiempo que no tenía que calentar biberones a las cinco de la mañana.
Dijo que había estado mirando mi página web y me di cuenta de que cualquier compasión que hubiera sentido por Rob Westerfield se estaba disipando.
—Cuando leí que había retorcido el brazo de la psicóloga, me quedé estupefacta. Janey trabajaba de camarera cuando iba a la universidad y pensar que alguien hubiera podido maltratarla de esa manera me hizo hervir la sangre en las venas.
—Espere a leer lo siguiente. Agredió a un compañero de clase cuando iba a segundo en el colegio de secundaria privado.
—Cada vez es peor. Lamenté mucho lo de Paulie. ¿Cómo está?
—Se va recuperando. Esta tarde he ido a verle.
Vacilé, sin saber si debía contarle lo que Paulie había revelado sobre el medallón, pero luego decidí sincerarme. La señora Hilmer era de toda confianza, además de un buen barómetro de la opinión local. Sabía que siempre había creído que el medallón era un producto de mi imaginación. Ver su reacción sería interesante y positivo para mí.
Su té se enfrió mientras escuchaba y su rostro adoptó una expresión seria.
—Ellie, no me extraña que la señora Stroebel se negara a que Paulie hablara del medallón. Esa historia habría podido volverse en su contra.
—Lo sé. Paulie admitió que el medallón había pasado por sus manos, se lo había dado a Rob, se disgustó cuando vio que Andrea lo llevaba y la siguió hasta el garaje. —Hice una pausa y la miré—. Señora Hilmer, ¿cree que ocurrió así?
—Lo que creo es que, pese a todo el dinero de los Westerfield, Rob es tan mezquino como malvado. Regaló a Andrea algo que otra chica había perdido en su coche. Imagino que fue a uno de esos centros comerciales, pagó un par de dólares para que grabaran las iniciales y después exhibió su generosidad.
—Pensé en buscar a la persona que lo grabó, pero después de tantos años, es casi imposible. En todos los centros comerciales hay tiendas que graban iniciales.
—¿No sabes cómo utilizar tu información sobre el medallón?
—No. Me alegré tanto de comprobar que mi memoria no me había engañado, que no pensé en eso. El medallón es una espada de doble filo, que podría perjudicar a Paulie en el juicio.
Conté a la señora Hilmer lo de Alfie y el plano.
—Todos pensamos que el ataque contra la señora Westerfield olía a chamusquina —dijo, con una expresión mezcla de compasión y desagrado—. La señora Dorothy Westerfield es amable, elegante y bondadosa. Pensar que su único nieto planeó su asesinato es increíble. A veces, la veía en el pueblo con Rob, antes de que le detuvieran. Él se hacía la mosquita muerta, siempre era muy solícito con ella.
—Esa historia y el plano saldrán en internet si Alfie accede —dije—. Cuando la señora Westerfield vea el plano, tal vez acabe de convencerse.
Cuando describí el asalto de que había sido objeto por parte de Will Nebels en el restaurante, la señora Hilmer se indignó.
—¿Quieres decir que un hombre como ese sería un testigo fiable en un nuevo juicio?
—No del todo fiable, pero podría predisponer a la opinión pública en contra de Paulie.
Pese a sus protestas, despejamos la mesa y ordenamos la cocina.
—¿Piensa reconstruir el garaje y el apartamento? —pregunté.
Mientras colocábamos los platos en el lavavajillas, sonrió.
—Ellie, no me gustaría que la compañía de seguros me oyera, pero ese incendio me ha ido que ni pintado. Estaba bien asegurada y ahora tengo un segundo solar vacío donde estaba el garaje. A Janey le encantaría vivir aquí. Cree que es un lugar maravilloso para criar a un bebé. Si les cedo el solar, construirán una casa y mi familia vivirá al lado.
Reí.
—Ahora me siento mucho mejor. —Doblé el paño de secar los platos—. Y ahora he de irme. Mañana voy al colegio Carrington de Maine, para escarbar más en el glorioso pasado de Rob Westerfield.
—Janey y yo leímos esos periódicos y la transcripción del juicio. Nos recordó lo mucho que habíais sufrido.
La señora Hilmer me acompañó al guardarropa para darme mi chaqueta de cuero. Mientras la abotonaba, me di cuenta de que no había recordado preguntarle si el nombre de Phil significaba algo para ella.
—Señora Hilmer, por lo visto, cuando estaba en la cárcel drogado hasta las cejas, Rob Westerfield confesó que había matado a golpes a alguien llamado Phil. ¿Conoció u oyó hablar de alguien de por aquí que respondiera a ese nombre, que desapareció o fue víctima de un homicidio?
—Phil —repitió la mujer, con el ceño fruncido debido a la concentración—. Había un tal Phil Oliver que tuvo un terrible encontronazo con los Westerfield cuando no le renovaron el alquiler. Pero se marchó.
—¿Sabe qué fue de él?
—No, pero puedo averiguarlo. Su familia y él tenían un par de buenos amigos en el pueblo, con los que aún puede que sigan en contacto.
—¿Me hará el favor de averiguarlo?
—Por supuesto.
Abrió la puerta y luego vaciló.
—Sé algo, o leí algo, sobre un joven llamado Phil que murió hace un tiempo… No recuerdo dónde me enteré, pero fue muy triste.
—Piense, señora Hilmer. Es muy importante.
—Phil… Phil… Oh, Ellie, ahora no me acuerdo.
Tuve que conformarme con eso, por supuesto, pero cuando me despedí de la señora Hilmer unos minutos después, la animé a que dejara de intentar recordar la asociación, para que su inconsciente se pusiera en acción.
Estaba estrechando el cerco alrededor de Rob Westerfield. Lo sentía en mi alma.
El coche que me seguía esa noche era mucho más sutil que el de Teddy. Iba sin luces. Solo reparé en su presencia cuando tuve que parar para dejar pasar el tráfico, antes de doblar por el camino de entrada del hostal, y se vio obligado a frenar justo detrás de mí.
Me volví, con la intención de ver quién era el conductor. El coche era pesado y oscuro, y supe que no era Teddy.
Otro coche se acercaba desde el hostal y los faros delanteros iluminaron la cara del conductor que me seguía.
Esa noche, era mi padre quien quería asegurarse de que llegara al hostal sana y salva. Durante una fracción de segundo, nos miramos; después giré a la izquierda por el camino de acceso y él siguió adelante.