Había pensado llamar a Marcus Longo el domingo por la mañana, pero él se me adelantó. Cuando el teléfono sonó a las nueve, yo estaba enfrascada con el ordenador, con mi segunda taza de café sobre la mesa.
—Creo que siempre has sido madrugadora, Ellie —dijo—. Espero estar en lo cierto.
—De hecho, hoy me he levantado tarde —contesté—. A las siete.
—Es lo que esperaba de ti. Me he puesto en contacto con la administración de Sing Sing.
—¿Para saber si se habían enterado de que un preso recién liberado o un guardia de la prisión había sufrido un fatal accidente?
—Exacto.
—¿Sabes algo?
—Tú fuiste a Sin Sing el 1 de noviembre. Herb Coril, un recluso que estuvo un tiempo en el mismo pabellón de celdas de Rob Westerfield, fue excarcelado esa mañana. Se alojaba en una casa de la parte baja de Manhattan. Nadie le ha visto desde el viernes por la noche.
—Recibí la última llamada el viernes por la noche, a eso de las diez y media —dije—. La persona que llamó temía por su vida.
—No podemos estar seguros de que sea la misma persona, ni tampoco de que Coril no violara las condiciones de su libertad condicional y se largara.
—¿Tú qué opinas? —pregunté.
—Nunca he creído en las coincidencias, sobre todo en este caso.
—Ni yo.
Conté a Marcus mi encuentro con Alfie.
—Solo espero que no le pase nada a Alfie antes de que te entregue el plano —dijo Marcus en tono sombrío—. No me sorprende esta noticia. Todos creíamos que Rob Westerfield había planeado el trabajo. Sé lo que debe suponer para ti.
—¿Te refieres al hecho de que Rob habría ido a prisión y nunca hubiera conocido a Andrea? No paro de pensar en eso y me ha estado torturando sin cesar.
—Supongo que eres consciente de que, incluso con la copia del plano y una declaración de Alfie ante el fiscal del distrito, nunca conseguirás una condena. Alfie estuvo implicado en el delito y el plano está firmado por alguien llamado Jim que nadie sabe quién es.
—Lo sé.
—Ese delito ha prescrito para todos, Westerfield, Alfie y Jim, sea quien sea.
—No te olvides de Hamilton. Si pudiera demostrar que destruyó pruebas que hubieran procurado a su cliente una sentencia más leve al implicar a Westerfield, el comité de ética se lanzaría sobre él.
Prometí a Marcus que le dejaría ver el plano cuando Alfie me lo trajera. Después, me despedí y traté de concentrarme en mi trabajo. Iba lenta, no obstante, y al cabo de un rato comprendí que había llegado el momento de ir a casa de Joan.
Esta vez, me acordé de la maleta y la bolsa de plástico de la lavandería con los pantalones, el jersey y la chaqueta.
Incluso antes de acercarme al monasterio de los frailes franciscanos de Graymoor, supe que iba a pararme allí. Durante toda la semana, un recuerdo había ido emergiendo poco a poco de mi subconsciente. Había ido a ese lugar con mi madre después de la muerte de Andrea. Ella había telefoneado al padre Emil, un sacerdote que conocía. Aquel día iba a estar en el asilo de San Cristóbal, y acordaron verse allí.
El asilo de San Cristóbal, situado en los terrenos del monasterio, es el hogar de los frailes destinado a hombres desamparados, alcohólicos o drogadictos. Recordaba vagamente haber estado sentada con una mujer, seguramente una secretaria, mientras mi madre estaba en el despacho. Después, el padre Emil nos llevó a la capilla.
Recordaba que había un libro a un lado de la capilla en que la gente escribía rogativas. Mi madre escribió algo y luego me pasó la pluma.
Quería volver a la capilla.
El fraile que me recibió se presentó como hermano Bob. No rechazó mi petición. La capilla estaba vacía y él se quedó en la puerta mientras yo me arrodillaba unos minutos. Después, paseé la vista a mi alrededor y vi el atril con el enorme libro.
Me acerqué y cogí la pluma.
De repente, recordé lo que había escrito la última vez: «Deja que Andrea vuelva con nosotros, por favor».
Esta vez, no pude reprimir las lágrimas.
—Se han derramado muchas lágrimas en esta capilla.
El hermano Bob estaba a mi lado.
Hablamos durante una hora. Cuando fui a casa de Joan, me había reconciliado con Dios.
Joan y yo no nos pusimos de acuerdo sobre la representación de Will Nebels de la noche anterior.
—Estaba borracho como una cuba, Ellie. ¿Cuánta gente se va de la boca cuando ha bebido demasiado? Yo creo que es en esos momentos cuando más sinceros son, y no lo contrario.
Tuve que admitir que Joan estaba en lo cierto. Había investigado y escrito sobre dos casos en que el asesino nunca habría sido capturado de no haber ido ciego de whisky o vodka, y abierto su corazón a alguien que llamó de inmediato a la policía.
—De todos modos, yo no lo veo así —les expliqué a ella y Leo—. Para mí, Will Nebels es un perdedor puro y duro. Piensa en él como el material que viertes en un molde de gelatina. Tú decides la forma, y así sale. No estaba demasiado borracho para recordar que una vez arregló mi columpio y que mi padre no nació con una herramienta en la mano.
—Estoy de acuerdo con Ellie —dijo Leo—. Nebels es más complicado de lo que parece a primera vista. Eso no significa que Joan ande errada. Si Nebels vio a Paulie Stroebel entrar en el garaje aquella noche, fue lo bastante listo para darse cuenta de que el crimen había prescrito y que podía sacarse unos pavos.
—Solo que no lo pensó él —dije—. Fueron a buscarle. Accedió a contar la historia que necesitaban y le pagaron por ello.
Empujé hacia atrás mi silla.
—El almuerzo ha sido maravilloso —dije—, y ahora me apetece ganar una partida de ajedrez a Sean.
Por un momento, me detuve a mirar por la ventana. Era el segundo mediodía de domingo maravilloso que me hallaba en esa sala a la misma hora. Disfruté de nuevo la vista espectacular del río y la montaña.
En mi mundo, que distaba mucho de ser tan plácido, gozar de esa vista era como estar en un oasis.
Yo gané la primera partida. Sean la segunda. Convinimos en jugar la revancha «muy pronto».
Antes de volver al hostal, telefoneé al hospital y hablé con la señora Stroebel. La fiebre de Paulie había remitido y se encontraba mucho mejor.
—Quiere hablar contigo, Ellie.
Cuarenta minutos después estaba junto a su cama.
—Tienes mucho mejor aspecto que ayer —le dije.
Aún estaba muy pálido, pero sus ojos brillaban y estaba reclinado contra dos almohadas. Sonrió con timidez.
—Ellie, mamá me ha dicho que tú también sabes que vi el medallón.
—¿Cuándo lo viste, Paulie?
—Yo trabajaba en la estación de servicio. Mi primer trabajo fue lavar y limpiar los coches después de repararlos. Un día que limpié el coche de Rob, encontré el medallón encajado en el asiento delantero. La cadena estaba rota.
—¿Quieres decir el día que encontraron el cadáver de Andrea?
Pero era absurdo, pensé. Si Rob volvió en busca del medallón aquella mañana, no lo habría dejado en su coche. ¿Podía haber sido tan estúpido?
Paulie miró a su madre.
—¿Mamá? —preguntó.
—No pasa nada, Paulie —dijo ella con dulzura—. Has tomado muchos medicamentos y cuesta recordarlo todo con claridad. Me dijiste que viste el medallón dos veces.
Miré fijamente a la señora Stroebel, mientras intentaba decidir si le estaba dando pistas, pero Paulie asintió.
—Exacto, mamá. Lo encontré en el coche. La cadena estaba rota. Se lo entregué a Rob y él me dio una propina de diez dólares. Los guardé con el dinero que estaba ahorrando para tu regalo del cincuenta cumpleaños.
—Me acuerdo, Paulie.
—¿Cuándo cumplió cincuenta años, señora Stroebel? —pregunté.
—El primero de mayo, el mayo anterior a la muerte de Andrea.
—¡El mayo anterior a la muerte de Andrea!
Estaba estupefacta. Entonces, él no le compró el medallón, pensé. Era de alguna chica que lo había perdido en el coche, mandó grabar las iniciales y se lo regaló a Andrea.
—¿Te acuerdas bien del medallón, Paulie? —pregunté.
—Sí. Era bonito. Tenía forma de corazón y era dorado, con piedrecitas azules.
Era tal como yo lo había descrito en el estrado de los testigos.
—¿Volviste a ver el medallón? —pregunté.
—Sí. Andrea fue muy amable conmigo. Vino a decirme que jugaba muy bien a rugby y que mi equipo había ganado gracias a mí. Fue entonces cuando decidí pedirle que fuera al baile conmigo.
—Fui a tu casa y la vi atravesando el bosque. La alcancé delante de casa de la señora Westerfield. Llevaba el medallón y comprendí que Rob se lo habría regalado. Él no es amable. Me dio una propina generosa, pero no es amable. Su coche siempre tenía abolladuras porque conducía a demasiada velocidad.
—¿Le viste aquel día?
—Pregunté a Andrea si podía hablar con ella, pero dijo que en aquel momento no, que tenía prisa. Volví al bosque y la vi entrar en el garaje. Unos minutos después, Rob Westerfield entró también.
—Di a Ellie cuándo fue, Paulie.
—Una semana antes de que Andrea muriera en ese garaje.
Una semana antes.
—Después, un par de días antes de su muerte, volví a hablar con ella. Le dije que Rob era una persona muy mala, que no debería quedar con él en el garaje y que sabía que su padre se enfadaría mucho si se enteraba.
Paulie me miró sin vacilar.
—Tu padre fue siempre muy amable conmigo, Ellie. Siempre me daba propina por llenarle el depósito y siempre me hablaba de rugby. Era muy amable.
—Cuando advertiste a Andrea sobre Rob, ¿fue la vez en que le pediste que fuera al baile contigo?
—Sí, y aceptó, y me hizo prometer que no hablaría a su padre de Rob.
—¿Nunca volviste a ver el medallón?
—No, Ellie.
—¿Nunca volviste al garaje?
—No, Ellie.
Paulie cerró los ojos y me di cuenta de que estaba muy cansado. Cubrí su mano con la mía.
—No quiero que te preocupes más, Paulie. Te prometo que todo saldrá bien y, antes de que yo haya terminado, todo el mundo sabrá lo bueno que eres. Y también inteligente. Cuando eras un adolescente, te diste cuenta de lo podrido que estaba Rob. Hay mucha gente en el pueblo que aún no lo ha entendido.
—Paulie piensa con el corazón —dijo en voz baja la señora Stroebel.
Paulie abrió los ojos.
—Tengo mucho sueño. ¿Te lo he contado todo acerca del medallón?
—Sí.
La señora Stroebel me acompañó al ascensor.
—Ellie, en aquel juicio intentaron echarle toda la culpa a Paulie. Yo estaba muy asustada. Por eso le dije que nunca debía hablar del medallón.
—Lo comprendo.
—Eso espero. Un niño especial siempre ha de estar protegido, incluso de adulto. Ya oíste al abogado de los Westerfield en la televisión, diciendo a todo el mundo que en un nuevo juicio demostraría que Paulie asesinó a Andrea. ¿Te imaginas a Paulie en el estrado de los testigos, mientras ese hombre le machaca?
Ese hombre. William Hamilton, abogado.
—No, no puedo.
La besé en la mejilla.
—Paulie es afortunado de tenerla, señora Stroebel.
Sus ojos se encontraron con los míos.
—Es afortunado de tenerte a ti, Ellie.