Cuando volví a la habitación, había un mensaje de la señora Hilmer diciendo que la llamara. Había hablado con ella varias veces desde el incendio y se había portado de maravilla conmigo. Solo estaba preocupada por mi bienestar y muy impresionada por el hecho de que me librara por poco de quedar atrapada en el incendio. Casi parecía que le había hecho un favor, al ser la causa de que el garaje y el apartamento hubieran quedado reducidos a escombros. Quedé a comer el domingo con ella.
Apenas había colgado cuando llamó Joan. También había hablado con ella, pero no nos habíamos visto durante la semana, y yo estaba impaciente por devolverle el dinero y la ropa prestada. Había llevado a la lavandería los pantalones, el jersey y la chaqueta, así como la ropa interior, y había comprado una botella de champán para Joan y Leo, y otra para la amiga que era de mi talla.
Pero ese no era el motivo de la llamada de Joan. Ella, Leo y los chicos iban a ir a cenar a II Palazzo, y querían que les acompañara.
—Estupenda pasta, estupenda pizza, un sitio divertido —prometió—. Creo que te gustará mucho.
—No hace falta que me lo vendas. Iré encantada.
De hecho, necesitaba salir. Después de mi encuentro con Alfie en el aparcamiento, solo podía pensar en toda la gente cuyas vidas habían sido alteradas o destruidas por Rob Westerfield y la fortuna de su familia.
Primero Andrea, por supuesto. Después, mi madre. Después, Paulie, aterrado de que le sonsacaran el hecho de que sabía algo sobre el medallón. Supiera lo que supiera del medallón, apostaría mi vida a que no lo relacionaba con la muerte de Andrea.
La señora Stroebel, trabajadora y honrada, también había quedado atrapada en la telaraña de desdichas de los Westerfield. Debió de significar un tormento para ella que Paulie subiera al estrado de los testigos durante el juicio. En el caso de que alguien me hubiera creído cuando dije que Rob había regalado el medallón a Andrea, y hubieran interrogado a Paulie al respecto, habría podido arrojar la culpa sobre él con toda facilidad.
Creía todo lo que Alfie Leeds me había contado. No me cabía la menor duda de que su hermano había sido un asesino en potencia. Se ofreció a matar a la señora Westerfield y la dejó por muerta. Pese a su maldad, le asignaron un abogado de oficio para defenderle. El abogado le vendió a los Westerfield.
Imaginaba a William Hamilton, juris doctor, al comprender que aquel caso podía catapultarle al éxito. Debió de ir a ver al padre de Rob, le enseñó el plano y fue recompensado como merecía.
Alfie también era una víctima. Su hermano mayor le había protegido y sin duda se sentía culpable por no encontrar una forma de crucificar a Rob Westerfield. Había pasado todos esos años sentado sobre una prueba que tenía miedo de enseñar a quien fuera.
Lo que más me costaba aceptar era la certeza de que, si hubieran condenado a Rob Westerfield por el intento de asesinato de su abuela, nunca habría conocido a Andrea.
A esas alturas, había otra persona en mi lista negra: el abogado William Hamilton.
En cualquier caso, esos eran los tristes y furiosos pensamientos que pasaban por mi cabeza cuando Joan llamó. Necesitaba un respiro. Quedamos a las siete en II Palazzo.
«Arremetiendo contra molinos de viento», me dije mientras recorría en coche la breve distancia que me separaba del centro de la ciudad. Tenía la sensación de que me seguían. Quizá debería llamar al agente White, pensé con sarcasmo. Estaba terriblemente preocupado por mí. Vendría enseguida, con sirenas y todo.
Oh, dale un respiro, me dije a mí misma. Está convencido de que he vuelto a este pueblo para causar problemas, y de que estoy obsesionada porque Rob Westerfield es un hombre libre.
De acuerdo, agente White, soy obsesiva en ese punto, pero yo no me he quemado los pies ni estropeado mi coche para demostrar mi teoría.
Joan, Leo y sus tres hijos estaban sentados a la mesa de un rincón cuando llegué a II Palazzo. Apenas recordaba a Leo. Iba a último curso del instituto cuando Andrea y yo estábamos en segundo.
Era inevitable que cuando la gente de aquella época me veía de nuevo, lo primero que les viniera a la mente fuera la muerte de Andrea. Después, o emitían algún comentario, o bien realizaban un evidente esfuerzo por pasar de puntillas sobre el tema.
Me gustó la forma en que Leo me recibió.
—Me acuerdo de ti, Ellie, por supuesto —dijo—. Estabas con Andrea en casa de Joan un par de veces que pasé por allí. Eras una niña muy seria.
—Y ahora soy una adulta muy seria —contesté.
Me cayó bien de inmediato. Medía alrededor de metro ochenta, corpulento, de pelo castaño claro e inteligentes ojos oscuros. Su sonrisa era como la de Joan, cálida y sincera. Transmitía la sensación de que podías confiar en él. Sabía que era corredor de bolsa, de modo que tomé nota mental de hablar con él si alguna vez tenía dinero. Estaba segura de que aceptaría su consejo.
Las edades de los chicos eran diez, catorce y diecisiete años. El mayor, Billy, estaba en último curso del instituto y casi de inmediato me dijo que su equipo de baloncesto había jugado contra el de Teddy.
—Teddy y yo hemos hablado de las universidades a las que vamos a optar, Ellie —dijo—. Los dos intentaremos Dartmouth y Brown. Espero que acabemos en la misma. Es un chico estupendo.
—Sí, lo es —admití.
—No me dijiste que le habías conocido —saltó Joan al instante.
—Pasó a verme por el hostal.
Capté un brillo satisfecho en sus ojos. Quise decirle que no reservara una fecha para el gran reencuentro de los Cavanaugh, pero entonces llegaron las cartas y Leo fue lo bastante listo para cambiar de tema.
Había trabajado bastante de canguro en mi adolescencia y me gustaban los críos. Mi trabajo en Atlanta no me permitía frecuentar a muchos, de modo que había pasado un tiempo considerable desde la última vez. Era un placer estar con esos muchachos. Al cabo de poco rato, mientras tomábamos mejillones y pasta, me hablaron de sus actividades y prometí a Sean, el de diez años, que jugaría al ajedrez con él.
—Soy buena —le advertí.
—Yo soy mejor —me aseguró.
—Eso ya lo veremos.
—¿Qué te parece mañana? Es domingo. Estaremos en casa.
—Lo siento, tengo planes para mañana. Pero jugaremos pronto. —Entonces, recordé algo y miré a Joan—. No he metido en el coche la maleta que quería devolverte.
—Tráela mañana y jugaremos una partida de ajedrez —propuso Sean.
—Tienes que comer —dijo Joan—. ¿Almuerzo a las once y media?
—Eso suena estupendo —le dije.
El bar de II Palazzo consistía en una sección acristalada del comedor, junto al vestíbulo de entrada. Cuando llegué, no me había fijado en nadie del bar, pero había reparado en que, durante la cena, Joan lanzaba miradas preocupadas hacia allí.
Estábamos tomando café cuando descubrí el motivo de su preocupación.
—Ellie, Will Nebels está en el bar desde antes de que llegaras. Alguien le habrá indicado tu presencia. Viene hacia aquí y, a juzgar por su aspecto, yo diría que está borracho.
La advertencia no llegó a tiempo. Sentí unos brazos alrededor de mi cuello, un beso baboso en la mejilla.
—La pequeña Ellie, querida mía, la pequeña Ellie Cavanaugh. ¿Te acuerdas de cuando te arreglé el columpio, cariño? Tu padre nunca sirvió para esas cosas. Tu mamá siempre me llamaba. «Will, haz esto, Will, haz lo otro…».
Me estaba besando la oreja y la nuca.
—Quítale las manos de encima —dijo Leo con voz tensa. Se había puesto en pie.
Yo estaba literalmente paralizada. Nebels apoyaba todo su peso sobre mi cuerpo. Sus brazos descansaban sobre mis hombros. Sus manos se estaban deslizando por debajo de mi jersey.
—Y la pequeña Andrea. Vi con mis propios ojos que aquel subnormal entraba en el garaje con el gato…
Un camarero le estaba tirando de un lado, Leo y Billy del otro. Yo intentaba alejar su rostro, sin éxito. Me estaba besando los ojos. Después, su boca húmeda y maloliente a cerveza se apretó contra mis labios. Mi silla empezó a inclinarse hacia atrás mientras nos debatíamos. Me aterrorizaba la idea de que me golpeara la nuca contra el suelo y él me cayera encima.
Pero los hombres de las mesas cercanas corrieron en mi ayuda y manos fuertes agarraron la silla antes de que cayera al suelo.
Después, se llevaron a Nebels por la fuerza y enderezaron mi silla. Sepulté la cara entre las manos. Por segunda vez en seis horas, temblaba con tal violencia que era incapaz de responder a las preguntas que me ametrallaban desde todas partes. El par de broches que sujetaban mi pelo se habían soltado y en esos momentos me caía sobre los hombros. Noté que Joan lo acariciaba y quise suplicarla que parara: en aquel momento, la compasión no era lo más adecuado para mí. Tal vez intuyó lo que sentía, porque retiró la mano.
Oí que el gerente se deshacía en disculpas. Pues claro que has de disculparte, pensé. Hace mucho rato que tendrías que haber echado a ese borracho.
Aquel arranque de ira fue todo lo que necesitaba para serenarme. Levanté la cabeza y empecé a alisarme el pelo. Después, paseé la vista alrededor de la mesa, observé los rostros preocupados y me encogí de hombros.
—Estoy bien —dije.
Miré a Joan y adiviné sus pensamientos. Era como si los estuviera expresando a gritos.
Ellie, ¿comprendes ahora lo que dije acerca de Will Nebels? Admitió haber entrado en casa de la señora Westerfield aquella noche. Lo más probable es que estuviera borracho. ¿Qué crees que habría hecho si vio entrar a Andrea sola en el garaje?
Media hora más tarde, después de una taza de café, insistí en volver sola a casa, pero de camino me pregunté si había sido una imprudencia. Estaba segura de que me seguían y no pensaba correr el riesgo de entrar sola en el aparcamiento. En consecuencia, no me desvié hacia el hostal, sino que pasé de largo y llamé a la policía por el móvil.
—Enviaremos un coche —dijo el agente de guardia—. ¿Dónde está?
Se lo dije.
—Muy bien. Dé media vuelta y entre por el camino de acceso del hostal. Iremos pisando los talones de su perseguidor. No baje del coche bajo ninguna circunstancia hasta que lleguemos.
Conduje muy despacio y el coche de detrás me imitó. Sabiendo que un coche patrulla estaba al llegar, me alegré de que mi perseguidor perseverara. Quería que la policía averiguara quién era el conductor y por qué me seguía.
Una vez más, me acerqué al hostal. Giré por el camino de entrada, seguida por mi perseguidor. Un momento después, vi el cono de luz y oí la sirena de la policía.
Aparqué a un lado del camino de entrada. Dos minutos después, el coche patrulla, con el cono apagado, paró detrás. Un policía bajó y se acercó a mi coche. Cuando bajé la ventanilla, vi que sonreía.
—La estaban siguiendo, señorita Cavanaugh. El chico dice que es su hermano y que solo quería asegurarse de que regresaba sana y salva.
—¡Oh, por el amor de Dios, dígale que se vaya a casa! —grité. Después, añadí—: Pero dele las gracias, por favor.