—Hay una explicación. Tienes que creerme. No es lo que piensas —sollozó la señora Stroebel cuando salimos de la habitación de Paulie y nos quedamos en el pasillo.
—Tenemos que hablar y ha de ser sincera conmigo —contesté.
Pero no podíamos hacerlo en aquel momento. El médico de Paulie se acercaba por el pasillo.
—Te llamaré mañana por la mañana, Ellie —prometió—. Ahora estoy demasiado preocupada.
La señora Stroebel meneó la cabeza y dio media vuelta, mientras intentaba recuperar la serenidad.
Volví al hostal en piloto automático. ¿Era posible, era remotamente posible, que hubiera estado equivocada durante todo ese tiempo? ¿Había sido Rob Westerfield, y toda su familia, la víctima de una terrible equivocación de la justicia?
«Me retorció el brazo… Llegó por detrás y me golpeó en el cuello…». «Dijo: "Maté a golpes a Phil y fue estupendo"».
La reacción de Paulie al ataque verbal del ama de llaves de la señora Westerfield había sido atentar contra sí mismo, no contra otra persona.
No podía creer que Paulie hubiera sido el asesino de Andrea, pero estaba segura de que, años antes, la señora Stroebel le había prohibido decir algo que sabía.
El medallón.
Cuando entré en el aparcamiento del hostal, la ironía de lo que estaba ocurriendo casi me abrumó. Nadie, absolutamente nadie creía que Rob Westerfield había regalado a Andrea un medallón que llevaba la noche en que murió.
Pero entonces, la existencia del medallón había sido confirmada por la única persona a la que aterrorizaba admitir en público que conocía su existencia.
Miré a mi alrededor cuando bajé del coche. Eran las cuatro y cuarto, y las sombras ya eran largas y oblicuas. Los jirones de sol aparecían y desaparecían entre las nubes y un leve viento estaba barriendo las hojas supervivientes de los árboles. Emitían una especie de crujido cuando se deslizaban sobre el camino de entrada y mi mente enfebrecida los traducía como pasos.
El aparcamiento estaba casi lleno y entonces recordé que me había fijado cuando salí por la tarde en los preparativos para un banquete de bodas. Para encontrar un hueco tuve que doblar la curva para dirigirme a la parte más alejada de la zona de aparcamiento, con lo cual perdía de vista el hostal. La sensación de que alguien me vigilaba amenazaba con convertirse en un estado mental crónico.
No corrí, pero me moví con celeridad cuando atravesé una fila de coches aparcados en dirección a la seguridad del hostal. Cuando pasé junto a una furgoneta antigua, la puerta se deslizó a un lado de repente y un hombre saltó e intentó agarrarme del brazo.
Me puse a correr y recorrí unos tres metros, pero entonces tropecé con uno de los mocasines demasiado grandes que había comprado para acomodar mis pies vendados.
Mientras uno de los zapatos salía volando, caí hacia delante y traté de recuperar el equilibrio, pero ya era demasiado tarde. Las palmas de las manos y mi cuerpo recibieron la peor parte de la caída y me quedé sin aliento.
El hombre se arrodilló al instante a mi lado.
—No grite —me urgió—. No voy a hacerle daño. No grite, por favor.
No podría haberlo hecho. Tampoco habría podido huir de él en dirección al hostal. Todo mi cuerpo temblaba en reacción al tremendo impacto con la dura superficie del suelo. Abrí la boca e inhalé grandes bocanadas de aire.
—¿Qué… quiere?
Al menos, pude pronunciar aquellas palabras.
—Hablar con usted. Iba a enviarle un e-mail, pero no quería que otros lo vieran. Quiero venderle una información sobre Rob Westerfield.
Le miré. Su cara estaba muy cerca de la mía. Era un hombre de unos cuarenta años, de pelo ralo no muy limpio. Tenía el hábito compulsivo de mirar a su alrededor, como alguien dispuesto a salir huyendo de un momento a otro. Vestía una chaqueta de leñador muy gastada y tejanos.
Mientras me ponía en pie con grandes esfuerzos, recogió mi mocasín y me lo devolvió.
—No voy a hacerle daño —repitió—. Es peligroso que me vean con usted. Escúcheme: si no le interesa lo que he de decirle, me largo.
Tal vez no pensaba con la cabeza en aquel momento, pero por algún motivo le creí. Si hubiera querido matarme, ya había contado con suficientes oportunidades.
—¿Está dispuesta a escuchar? —preguntó con impaciencia.
—Adelante.
—¿Le importa sentarse en mi furgoneta un par de minutos? No quiero que nadie me vea. Hay gente de los Westerfield por todo el pueblo.
Tenía toda la razón, pero no estaba dispuesta a sentarme en su furgoneta.
—Hable aquí.
—Tengo algo que podría relacionar a Westerfield con un delito que cometió hace años.
—¿Cuánto quiere?
—Mil pavos.
—¿Qué tiene?
—¿Sabe que dispararon y dejaron por muerta a la abuela de Westerfield hace unos veinticinco años? Escribió sobre eso en su página web.
—Sí, lo hice.
—Mi hermano, Skip, fue a la cárcel por ese trabajito. Le cayeron veinte años. Murió después de cumplir la mitad de la condena. No pudo soportarlo. Nunca había gozado de buena salud.
—¿Su hermano fue el que disparó contra la señora Westerfield y robó en su casa?
—Sí, pero Westerfield lo planeó; nos contrató a Skip y a mí para hacer el trabajo.
—¿Por qué?
—Westerfield estaba metido en drogas. Por eso dejó la universidad. Debía dinero a mucha gente. Había visto el testamento de su abuela. Le dejaba solo a él cien mil dólares. En cuanto palmara, los tendría en el bolsillo. Nos prometió diez mil dólares por el trabajo.
—¿Él estuvo con ustedes aquella noche?
—¿Bromea? Estaba en Nueva York, cenando con sus padres. Sabía curarse en salud.
—¿Les pagó a su hermano o a usted?
—Antes del trabajo, entregó a mi hermano un Rolex como garantía. Después, denunció su robo.
—¿Por qué?
—Para procurarse una coartada, una vez detuvieron a mi hermano. Westerfield dijo que nos había conocido en una bolera la noche antes de que atentaran contra la vieja. Dijo que Skip no dejaba de mirar su reloj, de modo que lo guardó en su bolsa cuando empezó a jugar. Dijo a la policía que, cuando fue a sacar el reloj de la bolsa, ya no estaba, y nosotros nos habíamos ido. Juró que esa había sido la única vez que nos vio a Skip o a mí.
—¿Cómo habrían podido saber quién era su abuela sin que él se lo dijera?
—Había salido en la primera plana del periódico. Donó dinero para el hospital, o algo por el estilo.
—¿Cómo les detuvieron?
—A mí no. Detuvieron a mi hermano al día siguiente. Tenía antecedentes y estaba nervioso por haber disparado contra la vieja. Ese fue el motivo de que entrara en la casa, pero Westerfield quería que pareciera un robo. Rob no nos dio la combinación de la caja fuerte porque solo la familia la conocía y eso le habría delatado. Dijo a Skip que llevara un escoplo y un cuchillo para rascar la caja como si hubieran intentado forzarla en vano. Pero Skip se hizo un corte en la mano y se quitó el guante para secarla. Debió de tocar la caja, porque encontraron sus huellas en ella.
—Después, subió y disparó contra la señora Westerfield.
—Sí, pero nadie pudo demostrar que yo había estado allí. Yo era quien vigilaba y conducía el coche. Skip me dijo que mantuviera la boca cerrada. Se comió el marrón y Westerfield salió libre.
—Y usted también.
Se encogió de hombros.
—Sí, lo sé.
—¿Cuántos años tenía?
—Dieciséis.
—¿Cuántos tenía Westerfield?
—Diecisiete.
—¿Su hermano no intentó implicar a Westerfield?
—Claro. Nadie le creyó.
—Yo no estoy tan segura. La abuela de Westerfield cambió el testamento. El legado de cien mil dólares desapareció.
—Estupendo. Dejaron que Skip alegara intento de asesinato, con una condena de veinte años. Le habrían podido caer treinta, pero su confesión los redujo a un máximo de veinte. El fiscal del distrito aceptó el trato para que la vieja no tuviera que testificar en el juicio.
El sol había desaparecido por completo tras las nubes. Aún estaba temblorosa a causa de la caída y, además, tenía frío.
—¿Cómo se llama usted? —pregunté.
—Alfie. Alfie Leeds.
—Le creo, Alfie —dije—. Pero no sé por qué me cuenta esto ahora. Nunca ha existido la menor prueba que demostrara la participación de Rob Westerfield en ese delito.
—Yo tengo la prueba de que estuvo implicado.
Alfie introdujo la mano en el bolsillo y extrajo una hoja de papel doblada.
—Esto es una copia del plano que Rob Westerfield nos dio para que mi hermano pudiera entrar en la casa sin que se disparara la alarma.
Sacó de otro bolsillo un bolígrafo linterna.
El aparcamiento azotado por el viento no era el lugar más adecuado para estudiar un plano. Examiné al tipo de nuevo. Era dos centímetros más bajo que yo y no parecía muy fuerte. Decidí arriesgarme.
—Subiré a la furgoneta, pero solo en el asiento del conductor —le dije.
—Como usted quiera.
Abrí la puerta del conductor y paseé la vista a mi alrededor. No había nadie más. Habían abatido el asiento trasero y contenía lo que parecían cubos de pintura, un trapo y una escalerilla. Él se dirigió al asiento del otro lado. Me puse detrás del volante sin cerrar del todo la puerta. Sabía que si era una trampa, aún podría huir.
Debido a mi trabajo de reportera de investigación, había conocido a cierto número de personajes desagradables en lugares que no habría visitado de otra manera. Como resultado, mi instinto de supervivencia se había hiperdesarrollado. Decidí que, aceptando el hecho de que estaba encerrada con un tipo que había participado en un intento de asesinato, me encontraba lo más segura posible.
Cuando ambos estuvimos dentro de la furgoneta, me dio el papel. El delgado rayo de la linterna bastó para reconocer la casa y el camino de acceso de la señora Westerfield. Incluso estaba plasmado el garaje-escondite. Debajo de los edificios había un esquema detallado del interior de la mansión.
—Como ve, muestra dónde está la alarma y facilita el código para desactivarla. Rob no estaba preocupado por el hecho de que desactivar la alarma atrajera la atención hacia él, porque muchos obreros y otros empleados también conocían el código. Ahí está el plano de la planta baja, la biblioteca con la caja fuerte, la escalera que sube al dormitorio de la vieja y la sección contigua a la cocina, que era donde vivía la criada.
Había un nombre impreso al pie de la hoja.
—¿Quién es Jim? —pregunté.
—El tipo que dibujó esto. Westerfield nos dijo a Skip y a mí que había hecho algún trabajo en la casa. Nunca le conocimos.
—¿Su hermano enseñó esto a la policía en algún momento?
—Quiso usarlo, pero el abogado de oficio dijo que lo olvidara. Afirmó que mi hermano carecía de pruebas de que Westerfield se lo hubiera dado, y hasta el hecho de que estuviera en posesión de Skip resultaba negativo para él. Añadió que, al estar la caja fuerte en la planta baja, y el dormitorio de la vieja indicado con total exactitud, todo ello ayudaría a demostrar que Skip pensaba matarla.
—Jim pudo haber corroborado la historia de su hermano. ¿Alguien intentó encontrarle?
—Supongo que no. He guardado el plano todos estos años, y cuando vi su página web, imaginé que también le gustaría investigar esto y acusar a Westerfield. ¿Trato hecho? ¿Me dará mil pavos por él?
—¿Cómo puedo estar segura de que no lo ha dibujado usted para sacarme el dinero?
—No puede. Devuélvamelo.
—Alfie, si el abogado hubiera investigado a ese tal Jim, habría hablado de él al fiscal del distrito y le habría enseñado el plano, con lo cual no habrían tenido otro remedio que investigar en serio dicha información. Tal vez su hermano habría obtenido una sentencia más leve a cambio de su colaboración y Westerfield también habría pagado por este delito.
—Sí, pero había otro problema. Westerfield nos contrató a mi hermano y a mí para hacer el trabajo. El abogado dijo a mi hermano que si la policía acababa deteniendo a Westerfield, él llegaría a un acuerdo y diría al fiscal del distrito que yo estaba implicado. Skip era cinco años mayor que yo y se sentía culpable por haberme metido en el lío.
—Bien, el crimen ha prescrito, tanto para usted como para Rob. Pero espere un momento. Dice que esta es una copia del original. ¿Dónde está el original?
—El abogado lo rompió. Dijo que no quería que cayera en las manos equivocadas.
—¡Lo rompió!
—No sabía que Skip había hecho una copia y me la había dado.
—La quiero —dije—. Le daré el dinero mañana por la mañana.
Nos estrechamos la mano. Su piel parecía un poco sucia, pero también tenía callos, lo cual significaba que debía de trabajar duro.
Mientras el hombre doblaba el papel pulcramente en varios pliegues y lo guardaba en el bolsillo interior, no resistí la tentación de decir:
—Con esta clase de prueba, no entiendo por qué el abogado de su hermano no intentó llegar a un acuerdo con el fiscal del distrito. No habría sido difícil localizar a un empleado llamado Jim, autor de este plano. La policía le habría apretado los tornillos para que delatara a Rob y ustedes habrían sido juzgados en un tribunal de menores. Me pregunto si el abogado de su hermano no le vendió a los Westerfield.
El hombre sonrió y exhibió sus dientes manchados.
—Ahora trabaja para ellos. Es ese tal Hamilton, el que sale en la televisión diciendo que va a conseguir un nuevo juicio y la absolución para Rob.