El viernes por la noche, me rendí y llamé a Pete Lawlor.
—Bienvenido al servicio contestador…
—Soy tu ex compañera de trabajo, tan interesada en tu bienestar que quiere preguntarte por tu estado de ánimo, tus perspectivas laborales y la salud —dije—. Se agradecerá una respuesta.
Me llamó media hora después.
—Debe de ser difícil para cualquiera hablar contigo.
—Exacto. Por eso se me ocurrió llamarte.
—Gracias.
—¿Puedo preguntarte dónde estás ahora?
—En Atlanta. Haciendo las maletas.
—Deduzco que has tomado una decisión.
—Sí. Un trabajo ideal. Con base en Nueva York, pero que supone viajar mucho. Reportajes desde todos los puntos calientes del planeta.
—¿Qué periódico?
—Negativo. Voy a ser una estrella de la televisión.
—¿Tuviste que perder cinco kilos para que te contrataran?
—No recuerdo que fueras cruel.
Reí. Hablar con Pete inyectaba un poco de realidad cotidiana, y además divertida, en mi vida cada vez más surrealista.
—¿Estás bromeando, o de veras vas a trabajar en la televisión?
—Va en serio. Para Packard Cable.
—Packard. Eso es fantástico.
—Es una de las cadenas por cable más recientes, pero está creciendo con celeridad. Estaba a punto de aceptar el trabajo de Los Ángeles, aunque no era exactamente lo que yo quería, pero me llamaron.
—¿Cuándo empiezas?
—El miércoles. Me hallo en el proceso de subarrendar el piso y empaquetar cosas para cargar el coche. Iré el domingo por la tarde. ¿Cenamos el martes?
—Claro. Me alegro de oír tu melodiosa voz…
—No cuelgues, Ellie. He estado mirando tu página web.
—Es muy buena, ¿verdad?
—Si ese tipo es lo que tú dices, estás jugando con fuego.
Ya lo he hecho, pensé.
—Prométeme que no dirás que vaya con cuidado.
—Lo prometo. Hablaremos el lunes por la tarde.
Volví al ordenador. Eran casi las ocho y había estado trabajando sin parar. Pedí la cena al servicio de habitaciones y, mientras esperaba, hice unos cuantos estiramientos y pensé mucho.
Al menos de momento, hablar con Pete había ensanchado mis miras. Durante las dos últimas semanas había vivido en un mundo cuya figura central era Rob Westerfield. Entonces, por un momento, pensaba más allá de ese tiempo, de su segundo juicio, de mi capacidad para demostrar al mundo las profundidades de su naturaleza violenta.
Podría desenterrar y publicar todas sus maldades. Quizá podría seguir la pista de un crimen sin resolver que había cometido. Podría contar su sucia historia en mi libro. Después, podría empezar el resto de mi vida.
Enlacé las manos detrás de la cabeza y empecé a moverme de un lado a otro. Tenía muy tensos los músculos del cuello, y me sentó bien intentar estirarlos. Lo que no me sentó tan bien fue darme cuenta de que echaba mucho de menos a Pete Lawlor, y de que no querría regresar a Atlanta a menos que él estuviera allí.
El sábado por la mañana hablé con la señora Stroebel. Me dijo que Paulie había salido de cuidados intensivos y era probable que le dieran el alta después del fin de semana.
Prometí que me pasaría más tarde a verles, a eso de las tres. Cuando llegué, la señora Stroebel estaba sentada junto a la cama de Paulie. En cuanto me vio, comprendí por su expresión preocupada que había problemas.
—Le subió mucho la fiebre a la hora de comer. Tiene una infección en un brazo. El médico ha dicho que se pondrá bien, pero estoy preocupada, Ellie, muy preocupada.
Miré a Paulie. Sus brazos estaban cubiertos de gruesas vendas, sujetos a varios goteros. Estaba muy pálido y movía la cabeza de un lado al otro.
—Le están dando un antibiótico, además de un calmante —dijo la señora Stroebel—. La fiebre le pone nervioso.
Acerqué una silla y me senté a su lado.
Paulie empezó a murmurar. Abrió los ojos de repente.
—Estoy aquí, Paulie —dijo la señora Stroebel—. Ellie Cavanaugh ha venido a hacernos compañía.
—Hola, Paulie.
Me levanté y me incliné sobre la cama para que pudiera verme.
Tenía los ojos vidriosos a causa de la fiebre, pero intentó sonreír.
—Mi amiga Ellie.
—No te quepa la menor duda.
Cerró los ojos de nuevo. Un momento después, empezó a murmurar de forma incoherente. Le oí susurrar el nombre de Andrea.
La señora Stroebel no dejaba de enlazar y desenlazar las manos.
—Solo habla de eso. Siempre acecha en su mente. Tiene mucho miedo de volver al tribunal. Nadie sabe hasta qué punto le asustaron la última vez.
Alzó la voz y vi que la agitación de Paulie aumentaba. Apreté su mano y señalé la cama con un cabeceo. La mujer comprendió lo que quería decir.
—Claro, Ellie, gracias a ti todo saldrá bien —dijo en tono optimista—. Paulie lo sabe. La gente entra en la tienda y me dice que ha visto la página web donde demuestras lo mala persona que es Rob Westerfield. Paulie y yo miramos la página la semana pasada. Nos hizo muy felices.
Paulie pareció calmarse un poco, pero luego susurró:
—Pero mamá… supón que me olvido y…
De pronto, la señora Stroebel dio muestras de agitación.
—No hables más, Paulie —dijo con brusquedad—. Duérmete. Has de recuperarte.
—Mamá…
—Paulie, has de callarte.
Apoyó una mano dulce pero decidida sobre sus labios.
Tuve la clara impresión de que la señora Stroebel estaba inquieta y tenía ganas de que me marchara, así que me levanté.
—Mamá…
La señora Stroebel se puso en pie como impulsada por un resorte y bloqueó el acceso a la cama, como temerosa de que me acercara demasiado a Paulie.
No tenía ni idea de qué la inquietaba tanto.
—Despídame de Paulie, señora Stroebel —me apresuré a decir—. La llamaré mañana para saber cómo se encuentra.
Paulie había empezado a hablar de nuevo, al tiempo que se removía sin cesar y hablaba de manera incoherente.
—Gracias, Ellie. Adiós.
La señora Stroebel empezó a empujarme hacia la puerta.
—¡Andrea… —gritó Paulie—, no salgas con él!
Giré en redondo.
La voz de Paulie aún era clara, pero su tono era de miedo y suplicante.
—Mamá, supón que me olvido y les hablo del medallón que llevaba. Intentaré no decirlo, pero si me olvido, no dejarás que me metan en la cárcel, ¿verdad?