Excepto cuando su equipo entrenaba o jugaba un partido durante la temporada de béisbol, Paulie Stroebel, de dieciséis años, trabajaba en la estación de servicio de Hillwood después de clase y los sábados todo el día. La alternativa consistía en ayudar a sus padres, durante aquellas mismas horas, en la charcutería que tenían a una manzana de Main Street, algo que había hecho desde que cumplió los siete años.
Mediocre en los estudios, pero buen mecánico, le gustaba reparar coches y sus padres habían comprendido su deseo de trabajar para otra persona. Paulie, de rebelde cabello rubio, ojos azules, mejillas redondas y un cuerpo robusto de metro setenta, era considerado un buen empleado por su jefe del taller y una especie de zopenco por sus compañeros de Delano High. Solo destacaba por pertenecer al equipo de rugby.
El viernes, cuando la noticia del asesinato de Andrea Cavanaugh llegó al colegio, fueron enviados tutores a todas las clases para informar a los estudiantes. Paul se encontraba en mitad de un período de estudio cuando la señorita Watkins entró en su aula, susurró algo al profesor y golpeó con los nudillos el pupitre para atraer la atención.
—He de comunicaros una noticia muy triste para todos —empezó—. Acabamos de saber…
Con frases entrecortadas, les informó de que la estudiante de segundo año Andrea Cavanaugh había sido asesinada. La reacción fue un coro de exclamaciones ahogadas y protestas llorosas.
Después, un «¡No!» estentóreo silenció a los demás. El tranquilo y plácido Paulie Stroebel, con el rostro desfigurado por el dolor, se había puesto en pie de un salto. Mientras sus compañeros le miraban, sus hombros empezaron a temblar. Violentos sollozos estremecieron su cuerpo y salió corriendo del aula. Cuando la puerta se cerró a su espalda, dijo algo con voz demasiado ahogada, que casi nadie pudo oír. Sin embargo, el estudiante sentado más cerca de la puerta juró que sus palabras habían sido: «¡No puedo creer que esté muerta!».
Emma Watkins, la tutora, ya bastante conmocionada por la tragedia, experimentó la sensación de que la habían apuñalado. Sentía afecto por Paulie y comprendía el aislamiento del entusiasta estudiante que tanto se esforzaba por complacer.
Por su parte, estaba convencida de que las palabras fueron: «No pensé que estuviera muerta».
Aquella tarde, por primera vez en los seis meses que llevaba trabajando en la estación de servicio, Paulie no hizo acto de presencia, ni tampoco llamó a su jefe para justificar su ausencia. Cuando sus padres llegaron a casa aquella noche, le encontraron tumbado sobre la cama, con la vista clavada en el techo, rodeado de fotos de Andrea.
Tanto Hans como Anja Wagner Stroebel habían nacido en Alemania y emigrado a Estados Unidos con sus padres cuando eran pequeños. Se habían casado ya adentrados ambos en la treintena y utilizaron sus ahorros en común para abrir la charcutería. Reservados por naturaleza, protegían a su único hijo con uñas y dientes.
Todo el mundo que entraba en la tienda hablaba del asesinato y se preguntaban mutuamente quién habría podido cometer un crimen tan horrible. Los Cavanaugh eran clientes habituales de la charcutería y los Stroebel participaron en la discusión sobre si Andrea había planeado encontrarse con alguien en el garaje de los Westerfield.
Se mostraron unánimes en que era guapa, aunque un poco testaruda. En teoría, iba a estar estudiando con Joan Lashley hasta las nueve de la noche, pero se marchó antes de forma inesperada. ¿Había quedado con alguien o la atacaron camino de casa?
Anja Stroebel reaccionó instintivamente cuando vio las fotografías desperdigadas sobre la cama de su hijo. Las recogió y guardó en su bolso. Negó con la cabeza al ver la mirada inquisitiva de su marido, para indicarle que no debía hacer preguntas. Después, se sentó al lado de Paulie y le rodeó con los brazos.
—Andrea era una chica muy bonita —dijo con tono apaciguador y aquel acento que se hacía más marcado cuando estaba preocupada—. Recuerdo que te felicitó cuando hiciste aquella estupenda parada que salvó el partido, la primavera pasada. Estás muy triste, como sus demás amigos.
Al principio, Paulie tuvo la sensación de que su madre le estaba hablando desde muy lejos. Como sus demás amigos. ¿A qué se refería?
—La policía buscará a todo aquel que haya sido amigo especial de Andrea, Paulie —dijo la mujer, poco a poco pero con firmeza.
—La invité a una fiesta —dijo el muchacho, vacilante—. Dijo que iría conmigo.
Anja estaba segura de que su hijo nunca había pedido a una chica que saliera con él. El año pasado se había negado a asistir al baile de los nuevos alumnos de segundo.
—¿Te gustaba, Paulie?
Paulie Stroebel se echó a llorar.
—La quería mucho, mamá.
—Te gustaba, Paul —insistió Anja—. Intenta recordarlo.
El sábado, Paulie Stroebel fue a trabajar a la estación de servicio y pidió disculpas por no haber aparecido el viernes por la tarde.
El sábado por la tarde, Hans Stroebel en persona fue a entregar un jamón de Virginia y diversas ensaladas a casa de los Cavanaugh, y pidió a la señora Hilmer, la cual abrió la puerta, que les transmitiera su más sentido pésame.
—Es una pena que tanto Ted como Genine sean hijos únicos —oyó decir Ellie un par de veces a la señora Hilmer el sábado—. En momentos así, las cosas son más fáciles cuando hay un montón de familia alrededor.
A Ellie le daba igual tener más familia. Solo quería que Andrea volviera; quería que mamá dejara de llorar y que papá hablara con ella. Apenas le había dirigido la palabra desde que llegó corriendo a casa, él la agarró por los brazos y ella consiguió decirle dónde estaba Andrea y que le habían hecho daño.
Más tarde, después de que papá fuera al escondite y viera a Andrea y toda la policía llegara, él le dijo:
—Ellie, anoche sabías que tal vez ella había ido al garaje. ¿Por qué no nos lo dijiste?
—Nadie me lo preguntó y luego me enviasteis a la cama.
—Sí, en efecto —admitió papá, pero más tarde le oyó decir a uno de los policías—: Ojalá hubiera sabido que Andrea estaba allí. Es posible que a las nueve aún estuviera viva. La habría encontrado a tiempo.
Alguien de la policía habló con Ellie y le hizo preguntas acerca del escondite y quién iba por allí. Ellie oyó en su cabeza las palabras de Andrea: «Ellie es una buena chica. No es una chivata».
Pensar en Andrea, sumado al hecho de saber que jamás volvería, provocó que Ellie empezara a llorar con tal violencia que el policía desistió de interrogarla.
Después, el sábado por la tarde, un hombre que se presentó como detective Marcus Longo fue a su casa. Se llevó a Ellie al comedor y cerró la puerta. Ella pensó que tenía una cara agradable. El detective le dijo que tenía un hijo de su misma edad y que eran muy parecidos.
—Tiene los mismos ojos azules —dijo— y su pelo es del mismo color que el tuyo. Siempre le digo que me recuerda a la arena cuando le da el sol.
Luego, le explicó que cuatro amigas de Andrea habían admitido haber ido al escondite con ella, pero ninguna había estado allí aquella noche. Dijo el nombre de las chicas.
—Ellie —preguntó—, ¿sabes si alguna otra chica acudía al garaje con tu hermana?
No era como chivarse si ellas ya lo habían confesado.
—No —susurró—. No iba ninguna más.
—¿Andrea se citaba con alguna otra persona en el escondite?
Ellie vaciló. No podía hablar de Rob Westerfield. Eso sí que sería traicionar a Andrea.
—Ellie —dijo el detective Longo—, alguien hizo tanto daño a Andrea que la mató. No protejas a esa persona. Andrea querría que nos dijeras todo lo que sabes.
Ellie se miró las manos. De aquella granja vieja enorme era su habitación favorita. El anterior papel pintado era feísimo, pero en la actualidad las paredes estaban pintadas de un amarillo suave y había una lámpara nueva sobre la mesa y bombillas que parecían velas. Mamá había descubierto la araña en una subasta de artículos de segunda mano y dijo que era un tesoro. Había tardado mucho tiempo en limpiarla, pero todas las visitas se quedaban prendadas de ella.
Siempre cenaban en el comedor, aunque papá decía que era absurdo tomarse tantas molestias. Mamá tenía un libro que enseñaba a disponer la mesa para una comida de gala. Cada domingo, la misión de Andrea era poner la mesa, aunque solo estuvieran ellos. Ellie la ayudaba, y se lo pasaban en grande mientras colocaban los cubiertos y platos buenos.
—Lord Malcolm Culogordo es el invitado de honor de hoy —decía Andrea. Luego, mientras leía el libro de etiqueta, le situaba a la derecha del asiento de mamá—. Oh, no, Gabrielle, hay que colocar la copa de agua un poco a la derecha del cuchillo.
El verdadero nombre de Ellie era Gabrielle, pero nadie la llamaba así, salvo Andrea cuando bromeaba. Se preguntó si, en adelante, le tocaría a ella poner la mesa de aquella manera. Confió en que no. Sin Andrea no sería un juego.
Le resultaba raro pensar así. Por una parte, sabía que Andrea estaba muerta y la enterrarían el martes por la mañana en el cementerio de Tarrytown, junto con el abuelo y la abuela Cavanaugh. Por Otra, todavía esperaba que Andrea entrara en casa de un momento a otro, la atrajera hacia sí y le contara un secreto.
Un secreto. A veces, Andrea se encontraba con Rob Westerfield en el escondite. Pero Ellie había prometido no revelarlo.
—Ellie, la persona que hizo daño a Andrea tal vez haga daño a alguien más si no le detenemos —dijo el detective Longo, con voz serena y cordial.
—¿Cree que Andrea está muerta por mi culpa? Papá sí lo cree.
—No, él no cree eso, Ellie —dijo el detective Longo—. Pero cualquier cosa que puedas contarnos sobre los secretos que Andrea y tú compartíais puede sernos de ayuda.
Rob Westerfield, pensó Ellie. Tal vez no equivaldría a romper una promesa hablar al detective Longo de él. Si Rob había sido el verdugo de Andrea, todo el mundo debería saberlo. Se miró las manos.
—A veces se encontraba con Rob Westerfield en el escondite —susurró.
El detective Longo se inclinó hacia delante.
—¿Sabes si iba a encontrarse con él allí la otra noche? —preguntó.
Ellie se dio cuenta de que la mención de Rob le había puesto en alerta.
—Creo que sí. Paulie Stroebel le había pedido que fuera con él a la fiesta de Acción de Gracias, y ella aceptó. En realidad, no quería ir con él, pero Paulie le había dicho que sabía lo de sus encuentros a escondidas con Rob Westerfield, y Andrea tenía miedo de que se lo dijera a papá si no iba con él. Pero luego, Rob se enfadó con ella, y Andrea quería explicarle el motivo de que hubiera accedido a ir con Paulie, para evitar que se chivara a papá. Quizá por eso se fue antes de casa de Joan.
—¿Cómo sabía Paulie que Andrea se veía con Rob Westerfield?
—Andrea pensaba que a veces la seguía hasta el escondite. Paulie quería que fuera su novia.