El miércoles por la noche había vuelto, más o menos, a la normalidad. Tenía tarjetas de crédito, permiso de conducir y dinero. Me habían transferido por vía electrónica un adelanto por el libro a un banco cercano al hostal. La mujer del portero de Atlanta había ido a mi apartamento y llenado una maleta con mis ropas, que me envió al día siguiente. Las ampollas de mis pies estaban curando y hasta tuve tiempo de cortarme el pelo.
Lo más importante era que tenía una cita en Boston el jueves por la tarde con Christopher Cassidy, el alumno becado de Arbinger que, a los catorce años, había recibido una paliza a manos de Rob Westerfield.
Ya había añadido a la página web el relato de la doctora Margaret Fisher, en el que describía cómo Rob Westerfield le retorció el brazo y le pagaron quinientos dólares por no presentar denuncia.
Le envié por correo electrónico el texto antes de ponerlo en la página web. No solo estuvo de acuerdo, sino que aportó su opinión profesional acerca de que el temperamento impulsivo y la violencia que había experimentado podían haber sido la misma reacción que le impulsó a matar a golpes a Andrea.
Por otra parte, Joan se había puesto en contacto con el círculo de amigas íntimas de Andrea en el instituto, y me informó de que ninguna la había visto llevar ningún medallón, excepto el que mi padre le regaló.
Todos los días publicaba la descripción del medallón en la página web y preguntaba si alguien podía suministrarme cualquier información al respecto. Hasta el momento, no había obtenido el menor resultado. Mi correo electrónico estaba lleno de mensajes. Algunos alababan lo que estaba haciendo. Otros protestaban con vehemencia. También se habían apuntado algunos chiflados. Dos se confesaban culpables del asesinato. Uno decía que Andrea seguía viva y quería que yo fuera a rescatarla.
Un par de cartas me amenazaron. La que consideré auténtica decía que sobrevivir al incendio le había causado una gran decepción. Añadía: «Bonito camisón. L. L. Bean, ¿verdad?».
¿El remitente habría observado el incendio desde el bosque, o podía ser el intruso que había entrado en el apartamento y tal vez reparado en el camisón colgado en el ropero? Cualquiera de ambas perspectivas me intimidaba y, en caso de admitirlo, las dos eran aterradoras.
Llamaba a la señora Stroebel varias veces al día y a medida que Paulie se iba recuperando, cada vez percibía más alivio en su voz. Y también preocupación.
—Ellie, si se celebra un nuevo juicio y Paulie ha de prestar declaración, temo que vuelva a intentarlo. Me ha dicho: «Mamá, en el juicio seré incapaz de responder de forma coherente. Me preocupaba que Andrea saliera con Rob Westerfield. Yo no la amenacé». —Después, añadió—: Mis amigas no paran de llamarme. Ven tu página web. Dicen que todo el mundo debería tener un adalid como tú. Se lo diré a Paulie. Quiere que vayas a verle.
Prometí que iría el viernes.
Salvo para hacer algunos recados, me había quedado casi todo el tiempo en la habitación, trabajando en el libro. El servicio de habitaciones me subía las comidas. Sin embargo, el miércoles por la noche decidí bajar a cenar.
El comedor era casi idéntico al del Parkinson Inn, pero parecía más normal. Las mesas estaban más separadas y el mantel era blanco, en lugar de a cuadros rojos y blancos. Los centros de mesa del Parkinson consistían en una gruesa y alegre vela, en lugar de un pequeño jarrón con flores. Los comensales de mi hostal eran de una edad bastante más avanzada, en lugar de los grupos bulliciosos que frecuentaban el Parkinson.
Pero la comida era igual de buena y después de dudar entre costillar de cordero y pez espada, cedí a mi deseo y pedí el cordero.
Saqué de mi bolso un libro que tenía muchas ganas de leer y durante la siguiente hora disfruté de mi combinación favorita: una buena cena y un buen libro. Estaba tan concentrada en la historia, que cuando la camarera despejó la mesa y me habló, alcé la vista sobresaltada.
Dije que sí al café y no al postre.
—El caballero de la mesa de al lado querría invitarla a una copa después de la cena.
Creo que supe que se trataba de Rob Westerfield incluso antes de volver la cabeza. Estaba sentado a menos de dos metros de mí, con una copa de vino en la mano. La levantó en un brindis burlón y sonrió.
—Me preguntó si sabía su nombre, señorita. Se lo dije y le escribió esta nota.
Me tendió una tarjeta con todo su nombre grabado en relieve: Robson Parke Westerfield. Dios mío, me está tratando a cuerpo de rey, fue el pensamiento que pasó por mi cabeza mientras daba la vuelta a la tarjeta.
En la parte de atrás había escrito: «Andrea era mona, pero tú eres guapa».
Me levanté, me acerqué a él, rompí la tarjeta y arrojé los pedazos dentro de su copa de vino.
—A lo mejor quieres darme el medallón que cogiste después de matarla —propuse.
Sus pupilas se ensancharon y la expresión burlona de sus ojos azul cobalto se desvaneció. Por un instante, pensé que iba a levantarse de un brinco y atacarme, tal como había atacado a la doctora Fisher en el restaurante años atrás.
—Ese medallón te preocupaba mucho, ¿eh, presidiario? —le pregunté—. Bien, creo que todavía te preocupa y voy a averiguar por qué.
La camarera se hallaba de pie entre las mesas, con expresión perpleja. Era evidente que no había reconocido a Westerfield, por lo cual me pregunté cuándo había llegado a Oldham.
Señalé a Westerfield con un cabeceo.
—Haga el favor de traer al señor Westerfield otra copa de vino, y cárguela a mi cuenta.
En algún momento de la noche, desactivaron la alarma de mi coche y forzaron el tapón del depósito de gasolina. Una manera muy eficaz de destruir un coche es meter arena en el depósito de gasolina.
La policía de Oldham, en forma del detective White, respondió a mi llamada acerca del BMW averiado. Si bien no me preguntó de dónde había sacado la arena, sí habló de que el incendio declarado en el garaje de la señora Hilmer había sido provocado sin la menor duda. También dijo que los restos de las toallas empapadas en gasolina que habían iniciado el fuego eran idénticas a las toallas que la señora Hilmer había dejado en el armario de ropa blanca del apartamento.
—Una coincidencia muy curiosa, señorita Cavanaugh —dijo—. ¿Verdad?