Encontré a la señora Stroebel en la sala de espera de la unidad de cuidados intensivos. Lloraba en silencio y las lágrimas resbalaban sobre sus mejillas. Tenía los labios muy apretados, como temerosa de que, si los abría, fuera a dar rienda suelta a todo su dolor.
Llevaba el abrigo sobre los hombros y, aunque la chaqueta de lana y la falda eran azul oscuro, vi manchas oscuras que debían de proceder de la sangre de Paulie.
Una mujer de unos cincuenta años, fornida y vestida con sencillez, estaba sentada a su lado con aire protector. Me miró con cierta hostilidad en la cara.
No sabía qué debía esperar de la señora Stroebel. Era mi página web la que había desencadenado el ataque verbal del ama de llaves de la señora Westerfield y la desesperada reacción de Paulie.
Pero la señora Stroebel se levantó y cruzó la mitad de la sala para recibirme.
—¿Te das cuenta, Ellie? —sollozó—. ¿Te das cuenta de lo que le han hecho a mi hijo?
La abracé.
—Me doy cuenta, señora Stroebel.
Miré por encima de su cabeza a la otra mujer. Captó la pregunta que le formulaban en silencio mis ojos e hizo un ademán, que yo traduje como que era demasiado pronto para saber si Paulie sobreviviría.
Entonces, se presentó.
—Soy Greta Bergner. Trabajo con la señora Stroebel y Paulie en la charcutería. Pensé que era una periodista.
Estuvimos sentadas juntas durante las siguientes doce horas. De vez en cuando, nos acercábamos a la entrada del cubículo donde Paulie estaba tendido, con una mascarilla de oxígeno en la cara, tubos en los brazos y gruesos vendajes en las muñecas.
Durante aquella larga noche, mientras observaba la angustia que reflejaba la cara de la señora Stroebel y veía sus labios moverse en una oración silenciosa, yo también me puse a rezar. Al principio, fue instintivo, pero después surgió de una forma deliberada. Si salvas a Paulie por ella, intentaré aceptar todo lo ocurrido. Quizá no lo logre, pero juro que lo intentaré.
Rayos de luz empezaron a taladrar la oscuridad exterior. A las nueve y cuarto, un médico entró en la sala de espera.
—Paulie se ha estabilizado —dijo—. Sobrevivirá. ¿Por qué no se marchan a casa y duermen un poco?
Cogí un taxi en el hospital. De camino al hostal, le dije al taxista que parara para comprar la prensa. Solo tuve que echar un vistazo a la portada del Westchester Post para agradecer que Paulie Stroebel no tuviera acceso a los diarios en la unidad de cuidados intensivos.
El titular era «Sospechoso de asesinato intenta suicidarse».
El resto de la portada estaba cubierta con fotos de tres personas. La foto de la izquierda era de Will Nebels posando para la cámara, con una expresión farisaica en su rostro de facciones débiles. La de la derecha era de una mujer de unos sesenta y cinco años, con una expresión preocupada que acentuaba sus rasgos severos. La foto del centro era de Paulie, detrás del mostrador de la charcutería, con un cuchillo de cortar pan en la mano.
La foto había sido recortada para que solo destacara la mano que sujetaba el cuchillo. Carecía de contexto, no existía la barra de pan que iba a cortar para preparar un bocadillo. Estaba mirando a la cámara, con el ceño fruncido.
Supuse que le habían hecho la foto por sorpresa. Fuera como fuera, creaba el efecto de un hombre arisco, de ojos inquietantes, que blandía un arma.
Los encabezamientos de las fotos eran citas. La de Nebels era «Sé que él lo hizo». La mujer de las facciones severas decía: «Lo admitió ante mí». El encabezamiento de Paulie era «Lo siento. Lo siento».
El artículo estaba en la página 3, pero tuve que posponer su lectura. El taxi había parado ante el hostal. Una vez en mi habitación, abrí de nuevo el periódico.
La mujer de la foto de la portada era Lillian Beckerson, ama de llaves de la señora Dorothy Westerfield desde hacía treinta y un años. «La señora Westerfield es uno de los seres humanos más bondadosos que jamás haya caminado sobre la tierra —citaba el periódico—. Su marido fue senador de Estados Unidos, su abuelo fue gobernador de Nueva York. Ha vivido con esta mancha en el apellido familiar durante más de veinte años. Ahora, cuando su único nieto intenta demostrar su inocencia, la mujer que mintió en el estrado de los testigos cuando era niña vuelve para intentar destruirle de nuevo en una página web».
Esa soy yo, pensé.
«Ayer por la tarde, la señora Westerfield estaba mirando esa página web y se echó a llorar. No pude aguantarlo más. Entré en esa charcutería y grité a aquel hombre, le pedí que dijera la verdad, que admitiera su culpabilidad. ¿Saben lo que me dijo una y otra vez? "Lo siento. Lo siento." Bien, si usted fuera inocente, ¿habría dicho eso? Yo creo que no».
Lo harías si fueras Paulie. Me obligué a seguir leyendo. Soy periodista de investigación y comprendí que Colín Marsh, el tipo que había escrito el artículo, era uno de esos sensacionalistas que saben extraer, para luego manipular, declaraciones provocativas.
Había entrevistado a Emma Watkins, la tutora que años antes había jurado en el estrado que Paulie había dicho: «No pensé que estuviera muerta», cuando informó a la clase sobre lo de Andrea.
La señora Watkins dijo a Marsh que la condena de Rob Westerfield siempre la había preocupado. Dijo que Paulie se ponía nervioso con facilidad y si hubiera averiguado que Andrea se había burlado de él cuando dijo que irían juntos a la fiesta de Acción de Gracias, tal vez se habría disgustado lo bastante para perder los estribos.
Perder los estribos. Una forma delicada de expresarlo, pensé.
Will Nebels, aquella rata inmunda, aquel despojo humano al que le gustaba abrazar a adolescentes, era muy citado en el artículo. Con más adornos todavía que en la entrevista televisada que yo había visto, declaró a Marsh que había visto a Paulie entrar en el garaje aquella noche, provisto de un gato. Terminaba lamentando que jamás podría compensar a la familia Westerfield por no haber hablado antes.
Cuando terminé de leer, tiré el periódico sobre la cama. Estaba furiosa y preocupada a la vez. Estaban juzgando el caso en la prensa y cada vez más gente iba a creer que Rob Westerfield era inocente. Me di cuenta de que si yo hubiera leído el artículo con frialdad, tal vez me habría quedado convencida de que habían condenado al hombre equivocado.
Pero si la señora Westerfield estaba disgustada por lo que leía en mi página web, no cabía duda de que también estaba afectando a otras personas. Abrí el ordenador y puse manos a la obra.
En un gesto equivocado de lealtad, el ama de llaves de la señora Dorothy Westerfield entró como una tromba en la charcutería Stroebel y atacó verbalmente a Paulie. Pocas horas después, Paulie, un hombre apacible sometido a una gran tensión como consecuencia de las mentiras perpetradas por la máquina de dinero de los Westerfield, intentó suicidarse.
Siento compasión por la señora Dorothy Westerfield, una excelente mujer en todos los aspectos, debido al dolor que ha sufrido a causa del crimen cometido por su nieto. Creo que encontrará la paz si acepta el hecho de que el orgulloso apellido de su familia todavía puede ser respetado por las generaciones futuras.
Lo único que ha de hacer es legar su inmensa fortuna a obras de caridad que educarán a futuras generaciones de alumnos y también financiará investigaciones médicas que salvarán la vida de incontables seres humanos. Dejar esa fortuna a un asesino agrava la tragedia que hace más de veinte años acabó con la vida de mi hermana y ayer estuvo a punto de costarle la vida a Paulie Strocbel.
Tengo entendido que se ha formado un comité de apoyo a Rob Westerfield.
Les invito a todos a formar un comité de apoyo a Paulie Stroebel.
¡Usted primero, señora Dorothy Westerfield!
No está mal, pensé, mientras transfería el texto a la página web. Cuando estaba cerrando el ordenador, sonó mi móvil.
—He estado leyendo los periódicos.
Reconocí de inmediato la voz. Era el hombre que afirmaba haber estado en la cárcel con Rob Westerfield y le había oído confesar otro asesinato.
—Esperaba su llamada.
Intenté adoptar un tono indiferente.
—Tal como yo lo veo, Westerfield se lo está montando muy bien para dejar en mal lugar a ese chiflado de Stroebel.
—No es ningún chiflado —repliqué.
—Como quiera. Este es el trato. Cinco mil pavos. Le diré el nombre de pila del tipo al que Rob Westerfield se jactó de haber matado.
—¡El nombre de pila!
—Es todo lo que sé. Lo toma o lo deja.
—¿No puede proporcionarme nada más? ¿Cuándo ocurrió, dónde ocurrió?
—Solo sé el nombre de pila y necesito el dinero el viernes.
Ese día era lunes. Tenía unos tres mil dólares en una cuenta de ahorros en Atlanta y, aunque odiara la idea, podía pedir prestado el resto a Pete si el adelanto del libro no llegaba antes del viernes.
—¿Y bien?
Su voz era impaciente.
Sabía que existían muchas probabilidades de que me estuvieran estafando, pero decidí arriesgarme.
—Tendré el dinero el viernes —prometí.