Intenté localizar a Marcus Longo dos veces durante la siguiente hora. Entonces, recordé haberle oído comentar que a su mujer no le gustaba volar sola. Comprendí que existían muchas probabilidades de que hubiera ido a Denver para acompañarla a casa y sin duda habría ido a ver a su primer nieto aprovechando la circunstancia.
La enfermera asomó la cabeza y me recordó que la revisión era a las doce. A las once y media ya me había decidido a preguntar si había servicios sociales en el hospital, pero entonces llamó Joan.
—Ellie, acabo de enterarme. ¿Cómo estás? ¿Qué puedo hacer?
Cualquier impulso orgulloso de rechazar su ayuda porque se negaba a creer que Rob Westerfield era un animal asesino se evaporó. La necesitaba y sabía muy bien que estaba tan convencida de la inocencia de Rob como yo de su culpabilidad.
—De hecho, puedes hacer muchas cosas —dije. El alivio que sentía por oír una voz amiga provocó que la mía temblara—. Puedes traerme un poco de ropa. Puedes venir a buscarme. Puedes ayudarme a encontrar un sitio donde alojarme. Puedes prestarme dinero.
—Te alojarás con nosotros… —empezó.
—Negativo. No. Ni es una buena idea, ni es seguro para nadie. No quiero que tu casa arda en llamas porque yo estoy con vosotros.
—¡Ellie, no creerás que alguien provocó el incendio con la intención de matarte!
—Pues sí.
Reflexionó sobre la noticia un momento y estoy segura de que pensó en sus tres hijos.
—¿Y dónde estarás a salvo, Ellie?
—Me inclino por un hostal. No me gusta la idea de un motel con diversas puertas al exterior. —Pensé en algo—. Olvida el Parkinson Inn. Está lleno.
Y es un lugar frecuentado por los Westerfield, me recordé.
—Se me ocurre un lugar que podría irte bien —dijo Joan—. También tengo una amiga que es de tu estatura y peso. La llamaré para que me preste ropa. ¿Qué pie calzas?
—El nueve, pero creo que aún no podré quitarme los vendajes de los pies.
—Leo gasta un cuarenta. Si no te importa usar sus zapatillas de gimnasia, podrían servirte de momento.
No me importó.
Joan llegó al cabo de una hora con una maleta que contenía ropa interior, pijamas, medias, pantalones, un jersey de cuello cisne, una chaqueta gruesa, guantes, las zapatillas deportivas y algunos útiles de higiene. Me vestí y la enfermera trajo un bastón que utilizaría hasta que mis pies llagados empezaran a curar. Camino de la salida, la empleada de la caja aceptó de mala gana esperar el pago hasta que pudiera enviarle por fax una fotocopia de mi tarjeta del seguro médico.
Por fin, subimos al SUV de Joan. Yo llevaba el pelo echado hacia atrás y ceñido en la nuca con una banda elástica que me había procurado en la sala de enfermeras. Una mirada superficial al espejo demostró que estaba bastante aseada. Las ropas prestadas me caían muy bien y si bien las zapatillas parecían demasiado grandes, protegían mis pies doloridos.
—Te he reservado una habitación en el Hudson Valley Inn —dijo Joan—. Está a un kilómetro y medio de distancia.
—Si no te importa, me gustaría pasar antes por casa de la señora Hilmer. Mi coche sigue allí, eso espero, al menos.
—¿Quién lo iba a robar?
—Nadie, pero estaba aparcado a medio metro del garaje. Confío en que no cayeran sobre él una viga o cascotes.
No quedaba en pie ni una pared del edificio que había albergado el alegre apartamento que la señora Hilmer me había prestado con tanta generosidad. La zona que lo rodeaba estaba acordonada y un policía montaba guardia.
Tres hombres calzados con gruesas botas de goma estaban examinando con sumo cuidado los escombros, en busca de algo que delatara el origen del incendio. Levantaron la vista cuando nos oyeron llegar, pero volvieron enseguida a su trabajo.
Sentí un gran alivio cuando vi que habían alejado mi coche unos seis metros de la casa de la señora Hilmer. Bajamos del SUV para examinarlo. Era un BMW de segunda mano que había comprado dos años antes, el primer coche decente que tenía.
La humareda negra lo había cubierto de suciedad y la pintura del lado del pasajero había saltado en algunos puntos, pero me consideré afortunada. Aún conservaba mis cuatro ruedas, aunque no pudiera utilizarlas todavía.
Mi bolso se había quedado en el dormitorio. El llavero estaba dentro, junto con todo lo demás.
El policía de guardia se acercó a nosotras. Era muy joven y muy educado. Cuando le expliqué que no tenía la llave del coche y que tendría que llamar a la BMW para que me proporcionaran un duplicado, me aseguró que el coche estaría a salvo.
—Uno de nosotros se quedará por aquí durante unos días.
¿Para ver si podéis culparme del incendio?, me pregunté mientras le daba las gracias.
El leve optimismo que me había embargado después de vestirme y abandonar el hospital desapareció cuando Joan y yo volvimos hacia el SUV. Era un día de otoño limpio y hermoso, pero el olor del humo impregnaba el aire. Confié con todas mis fuerzas en que se disipara antes de que la señora Hilmer regresara. Otra cosa que debía hacer: telefonearla y hablar con ella.
Imaginé la conversación.
«Lamento muchísimo haber causado el incendio de su casa de invitados. No permitiré que vuelva a ocurrir».
Oí las campanas de una iglesia que tañían en la distancia, y me pregunté si mi padre habría ido a misa después de ir a verme. Él, su mujer y su hijo, la estrella del baloncesto. Había tirado su tarjeta antes de abandonar la habitación del hospital, pero no antes de observar que aún vivía en Irvington. Eso significaba que todavía debía de ser feligrés de la Inmaculada Concepción, la iglesia en que me habían bautizado.
Los padrinos que debían ayudar a mis padres a reforzar mi educación religiosa y bienestar espiritual eran amigos íntimos de mi padre, los Barry. Dave Barry también era policía estatal y a esas alturas ya se habría jubilado. Me pregunté si él o su mujer, Nancy, habrían dicho alguna vez: «Por cierto, Ted, ¿sabes algo de Ellie?».
¿O era un tema demasiado incómodo para abordarlo? Una persona a la que había que desechar con un cabeceo y un suspiro. «Es una de esas cosas tristes que suceden en la vida. Hemos de olvidarlo y continuar adelante».
—Estás muy callada, Ellie —dijo Joan cuando encendió el motor—. ¿Cómo te encuentras, en realidad?
—Mucho mejor de lo que me atrevía a suponer —la tranquilicé—. Eres un ángel y con el dinero que me vas a prestar tan amablemente, te invito a comer.
Comprobé que el Hudson Valley Inn iba a ser un lugar perfecto para mí. Era una especie de mansión victoriana de tres pisos con un amplio porche, y en cuanto entramos en el vestíbulo, la recepcionista ya entrada en años nos miró con cautela.
Joan entregó su tarjeta para identificarse, explicó que yo había perdido el bolso y pasarían varios días antes de que consiguiera tarjetas nuevas. Eso vinculó para siempre a la señora Willis, la recepcionista, conmigo. Después de presentarse, explicó que siete años antes, en la estación de tren, había dejado el bolso a su lado, sobre el banco.
—Volví la página del periódico —recordó—, y en esa fracción de segundo, desapareció. Menuda situación. No tenía nada. Qué disgusto me llevé. Alguien había sacado trescientos dólares con mi tarjeta aun antes de serenarme lo suficiente para llamar por teléfono y…
Quizá debido a una experiencia común, me dio una habitación muy confortable.
—Su precio es el de una habitación normal, pero en realidad es de tipo suite, porque tiene una zona de estar separada con una cocina pequeña. Y lo mejor es que cuenta con una vista maravillosa del río.
Si hay algo en el mundo que adoro, es la vista de un río. No es difícil imaginar por qué. Fui concebida en la casa de Irvington que domina el Hudson y viví allí los primeros cinco años de mi vida. Recuerdo que cuando era muy pequeña, acercaba una silla a la ventana y me subía para poder echar un vistazo al río que rielaba abajo.
Joan y yo subimos poco a poco los dos tramos de escalera que conducían a la habitación, convencidas de que era justo lo que yo necesitaba, y bajamos con idéntica parsimonia al pintoresco comedor situado en la parte posterior del hostal. Para entonces, experimentaba la sensación de que cada ampolla se había multiplicado por siete.
Un Bloody Mary y un emparedado gigante me devolvieron cierta sensación de normalidad.
Después, a la hora del café, Joan frunció el ceño.
—Siento hablar de esto, Ellie, pero es necesario. Leo y yo fuimos a una fiesta anoche. Todo el mundo está hablando de tu página web.
—Continúa.
—Algunas personas piensan que es indignante —dijo con sinceridad—. Comprendo que se ajusta a la legalidad el hecho de que la registraras a nombre de Rob Westerfield, pero mucha gente opina que fue injusto e innecesario.
—Olvida tus preocupaciones —dije—. No tengo la menor intención de disparar sobre el mensajero y me interesa provocar reacciones. ¿Qué más dicen?
—Que no deberías haber puesto sus fotos de cuando fue fichado en la página web. Que el testimonio del forense cuando describió las heridas de Andrea es una lectura brutal.
—Fue un crimen brutal.
—Me has pedido que te contara lo que dice la gente, Ellie.
Joan parecía tan contrita que sentí vergüenza.
—Lo siento. Sé que todo esto es muy duro para ti.
Ella se encogió de hombros.
—Ellie, yo creo que Will Nebels asesinó a Andrea. La mitad del pueblo cree que Paulie Stroebel es culpable. Mucha gente más cree que, aunque Rob Westerfield fuera culpable, ha cumplido su condena y le han concedido la libertad provisional; creo que deberías aceptarlo.
—Joan, si Rob Westerfield hubiera admitido su culpabilidad y expresado su sincero arrepentimiento, le habría seguido odiando igual, pero no habría página web. Comprendo por qué la gente piensa lo que piensa, pero ahora ya no puedo detenerme.
Enlazamos las manos por encima de la mesa.
—Hay otra persona que despierta compasión, Ellie. Es la anciana señora Westerfield. Su ama de llaves va contando a todo el mundo dispuesto a escucharla que la anciana está muy disgustada por esa página web y que desearía que la cerraras hasta que un nuevo jurado haya escuchado los testimonios.
Pensé en Dorothy Westerfield, aquella elegante mujer que dio el pésame a mi madre el día del entierro; recordé que mi padre la echó de casa. No pudo tolerar su compasión en aquel momento y yo no podía permitirme entonces sentir compasión por ella.
—Será mejor que cambiemos de tema —dije—. No nos vamos a poner de acuerdo.
Joan me prestó trescientos dólares y ambas conseguimos esbozar una sonrisa sincera cuando pagué la comida.
—Simbólico —dije—, pero hace que me sienta mejor.
Nos despedimos en el vestíbulo, ante la puerta principal.
—Siento que debas subir esa escalera —dijo Joan, con expresión preocupada.
—Valdrá la pena llegar a la habitación, y puedo apoyarme en este amigo.
Di unos golpecitos en el suelo con el bastón para recalcar mis palabras.
—Llámame si necesitas algo. Si no, hablaremos mañana.
Vacilé antes de sacar a colación otro tema controvertido, pero debía preguntarle una cosa más.
—Joan, sé que nunca viste el medallón que Andrea llevaba, pero ¿sigues en contacto con alguna compañera de clase de aquel tiempo?
—Claro. Con lo que está pasando, no te quepa duda de que me llamarán.
—¿Puedes preguntarles sin más si alguna vio a Andrea con el medallón que te he descrito? Dorado, en forma de corazón, repujado en los bordes, con pequeñas piedras azules en el centro, y una «A» y una «R», las iniciales de Andrea y Rob, grabadas detrás.
—Ellie…
—Joan, cuanto más lo pienso, más me convenzo de que la única razón de que Rob volviera al garaje era que no podía permitir que encontraran el medallón en el cuerpo de Andrea. Necesito saber por qué y me ayudaría que alguien confirmara su existencia.
Joan no hizo más comentarios. Prometió que indagaría en el asunto y después se fue a casa, a su tranquila vida hogareña con su marido y sus hijos. Me apoyé con fuerza en el bastón, subí cojeando la escalera hasta mi habitación, cerré la puerta con la llave y el pestillo, me quité con cuidado las zapatillas y me derrumbé en la cama.
El timbre del teléfono me despertó. Me sobresalté al ver que la habitación estaba a oscuras. Me apoyé sobre un codo, tanteé en busca de la luz y eché un vistazo al reloj cuando descolgué el teléfono de la mesita de noche.
Eran las ocho de la tarde. Había dormido seis horas.
—Hola.
Sabía que debía de sonar atontada.
—Ellie, soy Joan. Ha sucedido algo terrible. El ama de llaves de la anciana señora Westerfield entró en la charcutería de los Stroebel esta tarde y se puso a gritar a Paulie, le dijo que admitiera que había asesinado a Andrea. Dijo que estaban torturando a la familia Westerfield por su culpa.
—Hace una hora, Paulie fue al cuarto de baño de su casa, cerró la puerta con llave y se cortó las venas. Está en el hospital, en la unidad de cuidados intensivos. Ha perdido tanta sangre que no creen que vaya a sobrevivir.