Media hora después estaba saboreando el último sorbo del excelente café que la auxiliar de enfermería me había traído, cuando tuve otra visita, más sorprendente esta vez. Mi padre.
La puerta estaba entreabierta. Llamó con las yemas de los dedos y entró sin esperar la respuesta. Nos miramos y noté la garganta seca.
Su cabello oscuro se había teñido de un blanco plateado. Estaba un poco más delgado, pero iba tan tieso como siempre. Las gafas destacaban sus ojos azules y había profundas arrugas en su frente.
Mi madre bromeando: «Ted, ya sé que no te das cuenta, pero has de dejar de fruncir el entrecejo cuando te concentras. Cuando seas más mayor, parecerás una ciruela pasa».
No parecía una ciruela pasa. Todavía era un hombre atractivo y no había perdido aquel aura de energía interior.
—Hola, Ellie.
—Hola, papá.
Solo puedo imaginar lo que estaría pensando cuando me vio cubierta con una bata de hospital barata, el pelo enmarañado y los pies vendados. No era la estrella resplandeciente de la canción que tocaba la caja de música.
—¿Cómo estás, Ellie?
Había olvidado la profunda resonancia de su voz. Era el sonido de la autoridad serena que Andrea y yo habíamos respetado de niñas. Nos habíamos sentido protegidas por él, y al menos, me impresionaba.
—Muy bien, gracias.
—He venido nada más enterarme del incendio en casa de la señora Hilmer y averiguar que estabas en el apartamento.
—No tendrías que haberte molestado.
Cerró la puerta y se acercó a mí. Se arrodilló y trató de tomar mis manos.
—Ellie, por el amor de Dios, eres mi hija. ¿Qué crees que sentí cuando supe que te habías salvado por los pelos?
Aparté las manos.
—Ah, esa historia cambiará. La policía cree que yo provoqué el incendio en un gesto teatral. Según ellos, reclamo atención y compasión.
Se quedó estupefacto.
—Eso es ridículo.
Estaba tan cerca que percibí el aroma de su crema de afeitar. ¿Estaba equivocada, o era el mismo perfume que recordaba? Vestía camisa, corbata, chaqueta azul oscuro y pantalones grises. Entonces, recordé que era domingo por la mañana y quizá se estaba vistiendo para ir a la iglesia cuando se enteró del incendio.
—Sé que deseas ser amable —dije—, pero quiero que me dejes en paz. No necesito nada de ti, ni lo quiero.
—He visto esa página web, Ellie. Westerfield es peligroso. Estoy muy preocupado por ti.
Bien, al menos tenía una cosa en común con mi padre. Los dos sabíamos que Rob Westerfield era un asesino.
—Sé cuidar de mí misma. Hace mucho tiempo que lo hago.
Se levantó.
—No por culpa mía, Ellie. Te negaste a venir a verme.
—Supongo que es así, lo cual significa que tu conciencia está en paz. No pierdas el tiempo.
—He venido a invitarte, a implorarte, que vengas a vivir con nosotros. De esa forma podría protegerte. Por si lo has olvidado, fui policía estatal durante treinta y cinco años.
—Me acuerdo. Te sentaba muy bien el uniforme. Por cierto, te escribí para darte las gracias por enterrar las cenizas de mamá en la tumba de Andrea, ¿verdad?
—Sí.
—Su certificado de defunción pone que la causa de la muerte fue «cirrosis hepática», pero creo que el diagnóstico más preciso sería «corazón partido». Y la muerte de mi hermana no fue el único motivo de que se le partiera el corazón.
—Tu madre me abandonó, Ellie.
—Mi madre te adoraba. Podrías haber esperado a que cambiara de opinión. Podrías haberla seguido a Florida y regresado a casa con las dos. No quisiste.
Mi padre introdujo la mano en el bolsillo y sacó la cartera. Confié en que no osara ofrecerme dinero, pero eso no ocurrió. Sacó una tarjeta y la dejó sobre la cama.
—Puedes llamarme cuando quieras, de día o de noche, Ellie.
Se marchó, pero dio la impresión de que el tenue aroma de su crema de afeitar perduraba unos segundos. Había olvidado las veces que me sentaba al borde de la bañera y hablaba con él mientras se afeitaba. Había olvidado las veces que giraba en redondo, me cogía y frotaba su cara, llena de espuma, contra la mía.
Tan vivido era el recuerdo que me toqué la mejilla, casi esperando tocar los restos de espuma. Mi mejilla estaba húmeda, pero debido a las lágrimas que, al menos de momento, ya no podía contener.