El jefe de bomberos fue a casa de los Kelton e insistió en pedir una ambulancia para que me trasladara al hospital.
—Habrá inhalado mucho humo, señorita Cavanaugh —dijo—. Ha de someterse a una revisión, aunque solo sea a modo de precaución.
Estuve ingresada toda la noche en el hospital del condado de Oldham, lo cual me fue muy bien, porque no tenía otro lugar adonde ir. Cuando me acosté por fin (después de que eliminaran de mi cuerpo el hollín y la suciedad y vendaran mis pies llagados), acepté con agradecimiento una píldora para dormir. La habitación estaba cerca del cuarto de enfermeras y oía el suave murmullo de sus voces y el sonido de pasos.
Cuando me dormí, pensé en que horas atrás había deseado compañía. Nunca esperé que mi deseo fuera satisfecho de esa manera.
Cuando una auxiliar de enfermería me despertó a las siete de la mañana, me dolía todo el cuerpo. Me tomó el pulso, la presión y se fue. Aparté las sábanas, apoyé los pies en el suelo y, sin saber muy bien lo que iba a ocurrir, intenté incorporarme. Las plantas de mis pies estaban protegidas con vendajes y apoyar mi peso en ellas fue muy incómodo, pero por lo demás me di cuenta de que estaba en buena forma.
Fue entonces cuando empecé a tomar conciencia de la suerte que había tenido. Unos minutos más y estaba segura de que el humo me habría dejado sin sentido. Cuando los Kelton hubieran llegado a la casa, habría sido demasiado tarde, aún en el caso de haber sabido que yo estaba dentro.
¿Había sido el incendio un accidente? Yo sabía que no. Aunque nunca había echado un vistazo al interior, la señora Hilmer me había dicho que el garaje situado bajo el apartamento no contenía más que herramientas de jardinería.
Las herramientas de jardinería no se incendian.
El agente White me había advertido de que un ex compañero de prisión de Rob Westerfield tal vez intentara deshacerse de mí. Creo que White había invertido el orden de la situación. No me cabía la menor duda de que Westerfield había ordenado el incendio y que había asignado la misión a un ex recluso de Sing Sing. No me hubiera sorprendido nada averiguar que el encargado de la misión había sido el tipo que habló conmigo en el aparcamiento de la estación.
También estaba segura de que el agente White ya habría informado a la señora Hilmer del incendio. Yo misma le había dado el teléfono de su nieta. Sabía que se llevaría un gran disgusto. Al principio, el apartamento había sido un establo y el edificio poseía cierto valor histórico.
La señora Hilmer tenía setenta y tres años. El apartamento había constituido su garantía de que, si alguna vez necesitaba ayuda permanente, la persona elegida podría vivir en él.
También estoy segura de que el accidente de su nieta la había concienciado de lo fácil que es quedar incapacitado.
¿El seguro le permitiría reconstruir el edificio o se decidiría alguna vez a poner en marcha las obras? En ese momento, la señora Hilmer debía de pensar que la bondad no siempre era recompensada, pensé con desdicha. La telefonearía, pero todavía no. ¿Cómo te disculpas por algo así?
Entonces, pensé en mi ordenador, la impresora, el móvil y la bolsa de lona. Me había asegurado de que me acompañaran hasta el hospital y recordé que la enfermera había dicho que los iban a guardar. ¿Dónde estaban?
Había un ropero estilo taquilla en la habitación. Me acerqué cojeando a él, con la esperanza de encontrarlos dentro. Abrí la puerta y experimenté un gran alivio cuando los vi amontonados en el suelo.
También me llevé una gran alegría al ver una bata de felpilla colgando de una percha. Llevaba una de esas batas de hospital anticuadas, de la medida de una muñeca Barbie, mientras que yo mido un metro setenta y cinco.
Lo primero que hice fue abrir la cremallera de la bolsa y atisbar en el interior. Encima estaba la primera página casi desmenuzada del New York Post con el titular «CULPABLE», como la última vez que la había abierto.
Después, busqué en el fondo de la bolsa y tanteé con los dedos. Exhalé un suspiro de alivio cuando palpé el estuche de piel que estaba buscando.
El día anterior por la mañana, cuando estaba subiendo al coche para ir a casa de Joan, se me ocurrió que el siguiente visitante no autorizado del apartamento quizá buscara objetos de valor. Corrí arriba, saqué el estuche del cajón y lo guardé en la bolsa de lona que ya estaba en el maletero.
Extraje el estuche y lo abrí. Todo estaba en su sitio: el anillo de compromiso y la alianza de mi madre, sus pendientes de diamantes y mi modesta colección de joyas.
Volví a guardar el estuche en la bolsa, la cerré y cogí el ordenador. Lo trasladé hasta la única silla, situada junto a la ventana. Sabía que, por más horas que siguiera en el hospital ese día, las pasaría allí.
Encendí el ordenador y contuve el aliento; solo lo expulsé cuando sonó el «bip», la pantalla se iluminó y supe que no había perdido el material acumulado.
Con mi tranquilidad mental algo recuperada, volví al ropero, cogí la bata y entré en el cuarto de baño. Encontré un pequeño tubo de pasta dentífrica y un cepillo sobre un estante que sobresalía sobre el lavabo. Procedí a mi higiene personal.
Sabía que, después del incendio, estaba conmocionada. Entonces, mientras mi mente recobraba la serenidad, me di cuenta de lo afortunada que había sido al escapar, no solo viva, sino ilesa, aparte de algunas quemaduras de escasa importancia. También sabía que debería estar muy pendiente de futuros atentados contra mi vida. Una cosa era segura: tenía que alojarme en un lugar donde hubiera un recepcionista y otros empleados cerca.
Cuando desistí de intentar cepillar mi pelo enmarañado, volví a la habitación, me acomodé en la silla y, como no tenía ni papel ni lápiz, abrí el ordenador para confeccionar de inmediato la lista de las cosas que debía hacer.
No tenía dinero, ropa, tarjetas de crédito ni permiso de conducir. Todo lo había perdido en el incendio. Tendría que pedir dinero prestado hasta conseguir duplicados de mis tarjetas de crédito y el permiso de conducir. ¿Quién sería el afortunado samaritano?
Tengo amigos en Atlanta, así como amigos del colegio diseminados por todo el país. Si les hubiera llamado, me habrían prestado su ayuda al instante. No obstante, los taché de mi lista. No quería dar largas explicaciones sobre el motivo de mi penuria momentánea.
Pete era el único de Atlanta enterado de la historia de Andrea y la razón de mi estancia en Oldham. Cuando pedí el permiso para ir allí, mi explicación a los compañeros de trabajo y amigos había sido: «Se trata de algo personal, tíos».
Estoy segura de que la impresión general es que Ellie, que siempre está demasiado ocupada para una cita a ciegas, está liada con alguien especial y trata de encauzar las cosas con él.
¿Pete? La idea de tener que interpretar el papel de mujer desvalida con él me irritaba. Sería mi última alternativa.
Estaba segura de que habría podido llamar a Joan Lashley St. Martin, pero su convencimiento de que Rob Westerfield era inocente me hacía dudar.
¿Marcus Longo? ¡Por supuesto!, pensé. Será mi fiador y le devolveré el préstamo dentro de una semana.
Llegó una bandeja con el desayuno, que recogieron una hora más tarde, prácticamente sin tocar. ¿Habéis estado alguna vez en un hospital que sirvan café caliente?
Entró el médico, echó un vistazo a mis pies llenos de ampollas, me dijo que podía irme del hospital cuando quisiera, y se fue. Me imaginé cojeando por las calles de Oldham con la bata del hospital, mientras pedía limosna. En aquel momento tan psicológico, apareció el agente White con un hombre de facciones afiladas al que presentó como detective Charles Bannister, del departamento de policía de Oldham. Una auxiliar de enfermería les seguía con sillas plegables, por lo cual deduje que no iba a ser una visita breve y amistosa.
Bannister expresó su preocupación por mi estado de salud y la esperanza de que me sintiera lo mejor posible después del amargo trago.
Intuí al instante que, detrás de la fachada de supuesto interés por mi bienestar, albergaba intenciones particulares, nada amistosas.
Le dije que me encontraba muy bien, agradecida por estar con vida, un comentario que aceptó con un leve asentimiento. Me recordaba a un profesor de filosofía que había tenido en la universidad. Después de escuchar una observación particularmente estúpida de uno de sus alumnos, siempre asentía de la misma manera con expresión seria.
Lo cual significaba: «Ahora sí que ya lo he oído todo».
No tardé mucho en comprender que el detective Bannister tenía un objetivo en mente: estaba decidido a demostrar su teoría de que yo me había inventado la historia del intruso en el apartamento. No lo dijo tan claro, pero la hipótesis que planteó era como sigue: después de ser informada sobre la supuesta intrusión, la señora Hilmer se puso nerviosa. Fueron imaginaciones suyas que alguien la hubiera seguido hasta y desde la biblioteca. Disfrazando mi voz, yo hice la llamada telefónica en que la advertía de que era inestable.
Al oír eso, enarqué una ceja, pero no dije nada.
Según el detective Bannister, yo había provocado el incendio para llamar la atención y despertar compasión, al tiempo que acusaba en público a Rob Westerfield de intentar asesinarme.
—Corría peligro de morir abrasada, pero según el vecino que la vio salir del edificio, iba cargada con un ordenador, una impresora, un teléfono móvil y una bolsa de lona bastante grande y pesada. Casi nadie que se encuentra en mitad de un infierno se detiene a hacer la maleta, señorita Cavanaugh.
—Justo cuando llegué a la puerta que da a la escalera, la pared que hay al otro extremo de la sala de estar se convirtió en una cortina de llamas. Iluminó la mesa donde había dejado esas cosas. Eran muy importantes para mí y sacrifiqué un segundo más para cogerlas.
—¿Por qué eran tan importantes, señorita Cavanaugh?
—Le diré por qué, detective Bannister. —El ordenador seguía sobre mi regazo y lo señalé—. El primer capítulo del libro que estoy escribiendo sobre Rob Westerfield está en este ordenador. Páginas y páginas de notas que he extraído de la transcripción del juicio del Estado contra Robson Westerfield también están aquí. No tengo copia de seguridad. No tengo copias en otro sitio.
Su rostro continuó impasible, pero observé que la boca del agente White formaba una línea delgada y colérica.
—Escribí el número de mi móvil en el letrero que exhibí delante de la prisión de Sing Sing. Estoy segura de que él —moví la cabeza en dirección a White— ya le habrá informado sobre eso. También he recibido una llamada telefónica muy interesante de alguien que conoció a Westerfield en la cárcel. Ese teléfono es mi única posibilidad de seguir en contacto con él hasta que pueda ir a una tienda, comprar un móvil nuevo y conseguir que me adjudiquen el número de antes. En cuanto a la pesada bolsa de lona, está en el ropero. ¿Quiere ver su contenido?
—Sí.
Dejé el ordenador en el suelo y me levanté.
—Yo iré a buscarla —dijo el hombre.
—Prefiero tenerla siempre en mis manos.
Intenté no cojear cuando crucé la habitación. Abrí la puerta del ropero, recogí la bolsa de lona, volví con ellos, la dejé caer delante de mi silla, me senté y abrí la cremallera.
Presentí más que vi la reacción sobresaltada de los dos hombres cuando leyeron el titular «CULPABLE».
—Preferiría no tener que enseñárselos.
Escupí las palabras mientras sacaba periódico tras periódico de la bolsa y los tiraba al suelo.
—Mi madre los guardó durante toda su vida. —No hice el menor esfuerzo por disimular mi irritación—. Es la crónica de las noticias: empieza con el descubrimiento del cadáver de mi hermana e incluye el momento en que Rob Westerfield fue condenado a prisión. No es una lectura agradable, pero sí interesante, y no quiero perderlos.
El último periódico cayó al suelo. Tuve que utilizar las dos manos para sacar la transcripción del juicio. Alcé la portada para que lo vieran.
—Una lectura también interesante, detective Bannister —dije.
—Estoy seguro —admitió, con el rostro imperturbable—. ¿Hay algo más ahí dentro, señorita Cavanaugh?
—Si espera encontrar un bidón de gasolina y una caja de cerillas, mala suerte. —Extraje el estuche de piel y lo abrí—. Examine esto, por favor.
Echó un vistazo al contenido y me devolvió el estuche.
—¿Siempre lleva encima sus joyas dentro de una bolsa de lona llena de periódicos, señorita Cavanaugh, o solo cuando sospecha que puede declararse un incendio?
Se levantó y White se puso en pie de un brinco.
—Tendrá noticias de nosotros, señorita Cavanaugh. ¿Piensa volver a Atlanta o se quedará por esta zona?
—Me quedaré en la zona y les informaré de mi dirección con sumo placer. Tal vez el departamento de policía lo vigilará mejor que la propiedad de la señora Hilmer. ¿Cree que sería posible?
Los pómulos del agente White se tiñeron de púrpura. Sabía que estaba furioso y sabía que me estaba comportando con excesiva imprudencia, pero en aquel momento me daba igual.
Bannister no se molestó en contestar, sino que dio media vuelta con brusquedad y se marchó, seguido por White.
Les vi marchar. La auxiliar de enfermería entró en la habitación para recoger las sillas plegables. Sus ojos se abrieron de par en par cuando me vio con la transcripción sobre el regazo, el joyero en la mano, la bolsa de lona y los periódicos esparcidos por el suelo.
—¿Puedo ayudarla a recogerlos, señorita? —preguntó—. ¿Puedo traerle algo? Parece muy disgustada.
—Estoy disgustada —admití—. Y puede traerme algo. ¿Hay cafetería en el hospital?
—Sí. Es muy buena.
—¿Qué le parece…? —Me callé, porque estaba al borde de la histeria—. ¿Qué le parece si me consigue una taza de café solo muy caliente?