Tras unos momentos de desconcierto, mientras explicaba por qué no me había trasladado aún, insistí al agente White en que me acompañara al apartamento y telefoneara a la señora Hilmer a casa de su nieta. Había dejado el número apuntado en un trozo de papel, al lado del ordenador. Hizo la llamada y después me puso con ella.
—Estoy muy avergonzada, Ellie —me dijo—. Pedí al agente White que la policía vigilara la casa en mi ausencia y le dije que te ibas a marchar, pero él tendría que haberte creído cuando dijiste que seguías siendo mi invitada.
Tiene usted toda la razón, pensé, pero lo que dije fue:
—Ha cumplido con su deber, señora Hilmer.
No le dije que, por grosero que hubiera sido su comportamiento, me alegraba de que estuviera conmigo. No había tenido que entrar sola en el apartamento y, cuando se fuera, cerraría con llave la puerta.
Pregunté por su nieta, me despedí y colgué el teléfono.
—¿Así que se va mañana, señorita Cavanaugh? —preguntó el agente White. A juzgar por su tono, era como si me estuviera invitando a desalojar el apartamento de inmediato.
—Sí, agente. No se preocupe. Me iré mañana.
—¿El letrero que exhibió en Sing Sing ha producido alguna respuesta?
—Pues sí —contesté, al tiempo que le dedicaba lo que Pete Lawlor llama mi sonrisa misteriosa y complaciente.
Frunció el ceño. Había picado su curiosidad, justo lo que yo deseaba.
—Todo el pueblo sabe que hoy dijo cosas muy feas a Rob Westerfield en el Parkinson Inn.
—No hay ninguna ley que prohíba ser sincero, ni que te obligue a ser amable con un asesino.
Sus pómulos enrojecieron, de pie con la mano en el pomo de la puerta.
—Señorita Cavanaugh, permítame que le dé un consejo realista. Sé con absoluta seguridad que, gracias al dinero de la familia, Rob Westerfield consiguió seguidores muy leales en la cárcel. Las cosas son así. Algunos de esos chicos se hallan en libertad ahora. Sin ni siquiera consultar con Westerfield al respecto, uno de ellos podría decidirse a eliminar cierta molestia como un favor al chico, a la espera de recibir el agradecimiento adecuado.
—¿Quién me librará de este sacerdote turbulento?
—¿De qué está hablando?
—Es una pregunta retórica, agente. En el siglo XII, Enrique II formuló la pregunta a uno de sus nobles y, poco tiempo después, el arzobispo Thomas Becket fue asesinado en su catedral. ¿Sabe una cosa, agente White? No estoy segura de si me está advirtiendo o amenazando.
—Una periodista de investigación debería saber la diferencia, señorita Cavanaugh.
Se marchó sin decir nada más. Tuve la impresión de que sus pasos resonaban con excesiva violencia en la escalera, como si me estuviera avisando de que se marchaba para no volver.
Cerré con llave la puerta, me acerqué a la ventana, le vi subir a su coche y alejarse.
Por lo general, me ducho por las mañanas, y si ha sido un día muy tenso, también antes de acostarme. Considero que es una estupenda manera de relajar los músculos de los hombros y el cuello. Esa noche decidí excederme. Llené la bañera de agua caliente y añadí aceite para el baño. Después de seis meses, el frasco estaba casi lleno, lo cual demostraba la frecuencia de dichas ocasiones. Pero esa noche lo necesitaba y me sentó de maravilla. No me moví hasta que el agua empezó a enfriarse.
Siempre me divierten los anuncios de camisones y batas seductores y provocativos. Mi indumentaria nocturna consiste en camisones comprados mediante un catálogo de L. L. Bean. Son holgados y cómodos, y van acompañados de una bata de franela. Como digno colofón de tan exquisito conjunto, calzo unas zapatillas forradas de lanilla.
El tocador de dos puertas con espejo del dormitorio me recordaba al que mi madre había pintado de blanco y restaurado para la habitación de Andrea. Mientras me cepillaba el pelo delante del espejo, me pregunté qué habría sido de aquel tocador. Cuando mi madre y yo nos mudamos a Florida, nos llevamos pocos muebles. Estoy segura de que no nos acompañó nada procedente de la habitación de Andrea. En aquel tiempo, mi habitación era bonita, pero un poco infantil, con papel pintado con motivos de Cenicienta.
Entonces, recordé de repente que, en una ocasión, le había dicho a mi madre que el papel era infantil, y ella contestó: «Pero si es muy parecido al papel que tenía Andrea en su habitación cuando era pequeña. Le encantaba».
Creo que, incluso entonces, me di cuenta de lo diferentes que éramos. No me interesaban las cosas de chicas, ni los vestidos emperifollados. Andrea, al igual que mi madre, era muy femenina.
«Eres la niña de papá… Eres el espíritu de Navidad, la estrella de mi árbol… Y eres la niña de papá».
Sin quererlo, la letra de aquella canción pasó por mi cabeza; vi de nuevo a papá en la habitación de Andrea, sujetando la caja de música y sollozando.
Era un recuerdo que siempre trataba de ahuyentar al instante.
—Termina de cepillarte el pelo, muchacha, y vete a la cama —dije en voz alta.
Me estudié con ojo crítico en el espejo. Por lo general, llevo el pelo recogido en lo alto de la cabeza, sujeto con una pinza, pero entonces, al fijarme con atención, vi que lo tenía muy largo. Durante el verano se ponía muy rubio y si bien había desaparecido casi todo el efecto del sol, aún tenía mechones brillantes.
Recordaba con frecuencia el comentario del detective Longo la primera vez que me interrogó, después de descubrir el cadáver de Andrea. Dijo que mi pelo, como el de su hijo, se parecía a la arena iluminada por el sol. Era una descripción muy tierna y, pese a los mechones, me gustaba pensar que pudiera volver a ser cierto.
Vi las noticias de las once, lo suficiente para comprobar que el mundo exterior a Oldham seguía más o menos funcionando. Entré en el dormitorio. El viento soplaba con fuerza, así que entreabrí las dos ventanas de la habitación. La corriente de aire bastó para enviarme a toda prisa bajo las sábanas, no sin antes tirar la bata sobre la barandilla del pie de la cama y desprenderme de las zapatillas a patadas.
Siempre me dormía sin problemas en mi piso de Atlanta. Pero allí era diferente. Oía hasta los ruidos más leves de la calle, y a veces música procedente del apartamento de mi vecino, un aficionado al rock duro que, en ocasiones, alzaba el volumen de su equipo hasta límites paroxísticos.
Un golpe amistoso en la pared divisoria siempre producía una reacción instantánea, pero aun así, era como si ciertas vibraciones metálicas quedaran flotando en el aire durante unos segundos.
Esa noche no me hubieran importado algunas vibraciones metálicas que significaran la cercanía de otro ser humano, pensé mientras colocaba a mi gusto la almohada. Experimenté la sensación de que todos mis sentidos estaban muy alerta, tal vez debido al cara a cara inesperado con Westerfield.
La hermana de Pete, Jan, vive no lejos de Atlanta, en un pueblo llamado Peachtree. A veces, los domingos, Pete me llamaba y decía: «Vamos a dar un paseo con Jan, Bill y los chicos». Tienen un pastor alemán que responde al nombre de Rocky, y es un perro guardián maravilloso. En cuanto bajábamos del coche, se ponía a ladrar furiosamente para avisar a la familia de nuestra presencia.
Ojalá estuvieras conmigo ahora, Rocky, viejo amigo, pensé.
Conseguí por fin sumirme en un sueño inquieto, como esos de los que siempre deseas despertarte. Estaba soñando que debía ir a un lugar. Tenía que encontrar a alguien antes de que fuera demasiado tarde y mi linterna no funcionaba.
Después, estaba en el bosque y me llegaba el olor de la hoguera de un campamento. Necesitaba encontrar un sendero en el bosque. Había uno, de eso estaba segura. Antes existía.
Hacía mucho calor y empecé a toser.
¡No era un sueño! Abrí los ojos. La habitación se hallaba sumida en una oscuridad absoluta y solo olía a humo. Me estaba ahogando. Retiré las sábanas y me incorporé. Noté que un espantoso calor me rodeaba. Me abrasaría si no lograba salir. ¿Dónde estaba? Por un momento, fui incapaz de orientarme.
Antes de apoyar los pies en el suelo, me obligué a pensar. Estaba en el apartamento de la señora Hilmer. La puerta del dormitorio se hallaba a la izquierda de la cama, en línea recta con la cabecera. Afuera había un pequeño vestíbulo. La puerta del apartamento estaba al otro lado del vestíbulo, a la izquierda.
Creo que tardé unos diez segundos en elaborar esas reflexiones. Después, salté de la cama. Lancé una exclamación ahogada cuando mis pies tocaron las tablas del suelo, muy calientes. Oí un crujido sobre mi cabeza. El techo se estaba incendiando. Sabía que solo contaba con escasos segundos antes de que todo el edificio se viniera abajo.
Avancé tambaleante y tanteé en busca del marco de la puerta. Gracias a Dios, la había dejado abierta. Caminé apoyándome en la pared del vestíbulo y pasé ante el espacio abierto que era el marco de la puerta del baño. En ese punto el humo no era tan denso, pero una muralla de llamas se alzó en la zona de la cocina de la sala de estar. Iluminó la mesa y vi mi ordenador, la impresora y el teléfono móvil. La bolsa de lona estaba en el suelo, al lado de la mesa.
No quería perderlos. Me costó un segundo tirar del cerrojo y abrir la puerta que daba a la escalera. Después, mientras me mordía los labios debido al dolor producido por las ampollas que se formaban en mis pies, tosiendo y casi sin aliento, corrí hacia la mesa, me apoderé del ordenador, la impresora y el móvil con una mano, de la bolsa con la otra y corrí hacia la puerta.
Detrás de mí, las llamas estaban lamiendo los muebles; delante, el humo que subía por el hueco de la escalera era espeso y negro. Por suerte, era una escalera recta y tuve fuerzas para bajar por ella. Al principio, me dio la impresión de que el pomo de la puerta principal estaba atascado. Dejé en el suelo el ordenador, el teléfono y la bolsa, y tiré de él con las dos manos.
Estoy atrapada, atrapada, pensé, mientras notaba que mi pelo empezaba a chamuscarse. Tironeé del pomo con desesperación y giró. Abrí la puerta, me agaché y busqué a tientas mi ordenador, el teléfono y la bolsa, y salí.
En aquel momento, un hombre bajó corriendo por el camino de entrada y me agarró antes de que cayera.
—¿Hay alguien más ahí dentro? —preguntó.
Negué con la cabeza, temblorosa y abrasada.
—Mi mujer ha llamado a los bomberos —dijo, mientras me alejaba del edificio en llamas.
Un coche bajó a toda velocidad por el camino de acceso. Semiinconsciente, comprendí que debía de ser su mujer, porque le oí decir:
—Llévala a casa, Lynn. Podría coger una pulmonía. Yo esperaré a los bomberos. —Se volvió hacia mí—. Vaya con mi esposa. Vivimos en esta misma calle.
Cinco minutos después, por primera vez en más de veinte años, estaba sentada en la cocina de mi antigua casa, envuelta en una manta, con una taza de té delante de mí. A través de las cristaleras que conducían al comedor, vi la estimada araña de mi madre, todavía en su sitio.
Nos vi a Andrea y a mí poniendo la mesa para la comida del domingo.
«Lord Malcolm Culogordo es el invitado de honor de hoy».
Cerré los ojos.
—Llorar le sentará bien —dijo con dulzura Lynn, la mujer que en la actualidad vivía en mi antigua casa—. Ha sido una experiencia terrible.
Pero conseguí reprimir las lágrimas. Pensé que, si las dejaba brotar, nunca cesarían.