Pero aún no.
Desde el mostrador de recepción del Parkinson Inn podía ver el restaurante y comprobar que estaba bastante lleno, como todos los fines de semana. El grupo de ese día parecía estar especialmente alegre. Me pregunté si la soleada tarde otoñal obraba un efecto positivo, después de los tristes primeros días de la semana.
—Temo que todas las ocho habitaciones están reservadas para el fin de semana, señorita Cavanaugh —me dijo el empleado—. Ha pasado lo mismo todos los fines de semana de otoño, y seguirá así hasta Navidad.
Eso lo explicaba todo, por supuesto. Era absurdo alojarse allí durante la semana, para luego marcharse el fin de semana. Tenía que encontrar otro sitio. La perspectiva de desplazarme en coche desde un hostal o motel a otro en busca de hospedaje se me antojaba muy poco atrayente. Decidí que sería mucho más práctico volver al apartamento, sacar el listín telefónico y empezar a llamar para ver dónde podría alojarme durante los meses siguientes. A ser posible, algo que no costara un riñón.
El panecillo de la mañana era todo lo que había comido hasta el momento. Era la una y veinte, y no tenía el menor deseo de comer un bocadillo de queso, lechuga y tomate, pues por lo que recordaba, era lo único que había en el apartamento.
Entré en el restaurante y me senté enseguida. En teoría, era una mesa para dos, pero la persona del asiento de delante tendría que ser de dimensiones esqueléticas. La silla estaba pegada contra un rincón anguloso del hueco donde me habían colocado y no dejaba sitio. A mi lado había una mesa para seis, que tenía el cartelito de reserva apoyado contra el salero y el pimentero.
En el curso de mis vagabundeos nómadas solo había estado una vez en Boston, cuando trabajaba en un artículo. Esa breve visita me había legado un amor eterno por la sopa de pescado de Nueva Inglaterra, que según el menú era la sopa del día.
La pedí, además de una ensalada verde y una botella de Perrier.
—Me gusta la sopa muy caliente, por favor —dije a la camarera.
Mientras esperaba a que me sirvieran, pellizqué el pan y empecé a analizar por qué me sentía inquieta, incluso deprimida.
No era difícil imaginarlo, decidí. Unas semanas antes, cuando llegué allí, me sentía como una especie de don Quijote femenino, que arremetía contra molinos de viento. Pero la pura verdad era que hasta la gente que yo creía tan convencida como yo de la culpabilidad de Rob Westerfield no se pasaba a mi bando.
Le conocían. Sabían cómo era. Y aún pensaban que podía ser inocente después de pasar veintidós años en la cárcel, otra víctima del mismo crimen. Pese a solidarizarse conmigo, me veían como al miembro obsesionado de la familia de la chica asesinada, de ideas fijas e irrazonable en el mejor de los casos, maníaca y desequilibrada en el peor.
Sé que, en algunos aspectos, soy arrogante. Cuando pienso que tengo razón, ni todas las fuerzas del cielo y el infierno juntas pueden disuadirme. Quizá por eso soy una buena periodista de investigación. Tengo fama de ser capaz de abrirme paso entre la maraña de datos confusos, identificar lo que considero la verdad y, después, demostrar que estoy en lo cierto. Sentada en ese restaurante, donde hacía tanto tiempo me sentaba como el miembro más pequeño de la familia, intenté sincerarme conmigo misma. ¿Era posible, era remotamente posible, que el mismo instinto que me convertía en una buena reportera se estuviera volviendo contra mí? ¿Estaba prestando un mal servicio, no solo a gente como la señora Hilmer y Joan Lashley, sino al hombre a quien despreciaba, Rob Westerfield?
Estaba tan concentrada en mis pensamientos, que me sobresalté cuando una mano cruzó ante mi vista. Era la camarera con la sopa de pescado. Tal como yo había pedido, salía humo del cuenco.
—Vaya con cuidado —advirtió—. Está muy caliente.
Mi madre nos decía con frecuencia que no es correcto dar las gracias a los camareros, pero nunca asimilé la lección. Decir «gracias» cuando dejan delante de ti algo que has pedido nunca me pareció incorrecto, ni siquiera entonces.
Levanté la cuchara, pero antes de que pudiera dar el primer sorbo, llegó el grupo que había reservado la mesa contigua. Alcé la vista y me quedé sin aliento: Rob Westerfield se hallaba de pie al lado de mi silla.
Dejé la cuchara sobre la mesa. Extendió la mano, pero yo no hice caso. Era un hombre de una apostura asombrosa, todavía más en persona que en televisión. Proyectaba una especie de magnetismo animal, una insinuación de energía y confianza en sí mismo que es la marca de fábrica de muchos hombres poderosos que he entrevistado.
Sus ojos eran de un azul cobalto sorprendente, tenía las sienes apenas veteadas de gris y la tez muy bronceada. Había visto la palidez de la cárcel en otros hombres, y pensé por un momento que, desde su puesta en libertad, había pasado muchas horas bajo los rayos uva.
—La jefa de comedor me indicó dónde estabas, Ellie —dijo, con una voz tan afectuosa como si fuéramos amigos íntimos.
—¿De veras?
—Sabía quién eras y estaba muy preocupada. No tenía otra mesa para seis y pensó que tal vez yo no querría estar sentado cerca de ti.
Vi por el rabillo del ojo que sus acompañantes tomaban asiento. Reconocí a dos por la entrevista televisada: su padre, Vincent Westerfield, y su abogado, William Hamilton. Ambos me estaban mirando con expresión hostil.
—¿No se le ocurrió que tal vez fuera yo la que no quisiera estar sentada cerca de ti? —pregunté en voz baja.
—Estás equivocada por completo sobre mí, Ellie. Quiero descubrir al asesino de tu hermana y verle castigado tanto como tú. ¿No podríamos reunimos y hablar con tranquilidad? —Vaciló y luego añadió con una sonrisa—: Por favor, Ellie.
Reparé en que todo el comedor se había sumido en el silencio más absoluto. Como todo el mundo daba la impresión de querer escuchar nuestra conversación, alcé mi voz a propósito para que al menos algunos pudieran oírme.
—Me encantaría reunirme contigo, Rob —dije—. ¿Qué te parece en el escondite del garaje? Era tu lugar favorito, ¿verdad? Aunque es posible que el recuerdo de haber matado a golpes a una chica de quince años sea demasiado penoso, incluso para un consumado mentiroso como tú.
Tiré un billete de veinte dólares sobre la mesa y eché hacia atrás mi silla.
Sin la menor señal de que mi comentario le hubiera ofendido, Rob recogió el billete y lo metió en el bolsillo de mi chaqueta.
—Aquí tenemos cuenta, Ellie. Siempre que vengas, serás nuestra invitada. Trae a tus amigos.
Hizo una pausa, pero esta vez sus ojos se entornaron.
—Si es que tienes alguno —añadió en voz baja.
Saqué el billete de veinte dólares de mi bolsillo, localicé a la camarera, se lo di y me marché.
Media hora después estaba de vuelta en mi apartamento. La tetera silbaba y estaba preparando el bocadillo de queso que había desechado antes, acompañado de lechuga y tomate. A esas alturas, el ataque de temblores que me había asaltado en el coche había pasado y solo mis manos, frías y pegajosas, traicionaban la impresión de haber visto a Rob Westerfield cara a cara.
Durante esa media hora, una y otra vez, una escena se había repetido en mi mente. Estoy en el estrado de los testigos. Flanqueado por sus abogados, Rob Westerfield está sentado a la mesa reservada para los acusados. Me está mirando, con ojos malévolos y desdeñosos. Estoy segura de que en cualquier momento saltará sobre mí.
La intensidad de su concentración cuando estaba a escasos centímetros de mí en el restaurante era tan absoluta como en el juicio, y detrás de aquellos ojos azul cobalto y el tono cortés, intuí y vi el mismo odio implacable.
Pero existe una diferencia, no dejaba de recordarme, hasta que empecé a calmarme. Tengo veintinueve años, no siete. Y sea como sea, le haré más daño ahora que entonces. Después del juicio, uno de los reporteros había escrito: «La triste y seria niña que declaró durante el juicio que su hermana estaba asustada de Rob Westerfield influyó sobremanera en el jurado».
Me llevé el bocadillo y el té a la mesa, saqué el listín telefónico del armario y abrí mi móvil. Mientras comía, decidí examinar las páginas amarillas y rodear con un círculo los lugares donde podría vivir de alquiler.
Antes de que pudiera empezar, la señora Hilmer llamó. Empecé a explicarle que estaba buscando un lugar donde hospedarme, pero ella me interrumpió.
—Ellie, me acaba de llamar mi nieta mayor, Janey. ¿Recuerdas que te dije que había tenido su primer hijo el mes pasado?
Percibí la tensión en la voz de la señora Hilmer.
—Espero que no le pase nada al bebé —me apresuré a decir.
—No, el bebé está bien, pero Janey se ha roto la muñeca y necesita ayuda. Esta tarde me voy en coche a Long Island y me quedaré unos días. ¿Has pensado en trasladarte al Parkinson Inn? Después de lo que ha pasado, me preocupa que te quedes sola aquí.
—Pasé por el hostal, pero lo tienen lleno todo el fin de semana y también los siguientes seis o siete fines de semana. Me propongo llamar cuanto antes a otros hostales y pensiones.
—Espero que seas consciente de que solo estoy preocupada por ti, Ellie. Quédate en el apartamento hasta que encuentres algo que te vaya bien, pero no te olvides de cerrar con llave las puertas, por el amor de Dios.
—Se lo prometo. No se preocupe por mí.
—Me llevo las fotocopias de la trascripción del juicio y los periódicos. Las repasaré mientras esté en Garden City con Janey. Anota el número de teléfono, por si quieres localizarme.
Lo apunté y pocos minutos después oí que el coche de la señora Hilmer bajaba por el camino de entrada. Confesaré que tras la impresión de ver a Rob Westerfield, lamenté mucho que se marchara.
«Gatita miedosa, gatita miedosa». Eso me decía Andrea cuando, si nuestros padres habían salido, veíamos películas como Viernes 13 en la televisión. Yo siempre cerraba los ojos y me acurrucaba contra ella en las escenas más aterradoras.
Recuerdo que una noche, para vengarme de ella, me escondí debajo de su cama y, cuando entró en el dormitorio, la agarré por la pierna. «Gatita miedosa, gatita miedosa», canturreé cuando chilló.
Pero Andrea no estaba allí en esos momentos para acurrucarme contra ella, y ya era mayor, acostumbrada a cuidar de mí misma. Me encogí de hombros mentalmente y me dediqué a rodear con círculos las pensiones y hostales que aparecían en las páginas amarillas.
Después, empecé a llamar a las que me parecieron más convenientes. Fue una tarea descorazonadora. Las pocas que creía asequibles tenían un alquiler mensual muy caro, sobre todo cuando calculé el precio de las comidas.
Después de casi dos horas, había confeccionado una lista de cuatro lugares y ya estaba examinando la sección de «Casas de alquiler» del periódico. Oldham es un pueblo en que la mayoría de la gente vive todo el año, pero después de ver la sección de anuncios clasificados, descubrí algunos alquileres razonables.
A las tres y media había terminado. Había seleccionado seis lugares, que vería al día siguiente. Me alegré de concluir la tarea porque tenía ganas de volver al ordenador y esbozar unas notas sobre mi encuentro con Rob Westerfield.
Había uno o dos hostales en la zona que tenían habitaciones libres. Cualquiera de los dos me hubiera ido de maravilla, pero lo último que deseaba era empezar a hacer maletas; tampoco me apetecía vaciar la nevera y limpiar el apartamento de arriba abajo.
La señora Hilmer había dejado claro que era mi seguridad lo que la preocupaba y que podía quedarme hasta encontrar algo conveniente. Sabía que estaría ausente tres o cuatro días, así que tomé una decisión tras cierto debate interno: me quedaría allí de momento, al menos todo el fin de semana, lo más probable hasta el lunes.
Encendí el ordenador, redacté unas notas sobre el encuentro con Rob Westerfield y después caí en la cuenta de que me costaba mucho concentrarme. Decidí ir al cine, a una sesión de media tarde, y después cenaría en algún sitio cercano.
Consulté la cartelera y observé con ironía que pasaban la película que yo quería ver en el Globe Cinema.
Donde Rob Westerfield afirmó que había estado cuando Andrea fue asesinada.
Era evidente que habían ampliado y modernizado el Globe desde que yo era pequeña. Se había convertido en un complejo de siete salas. El vestíbulo albergaba un amplio mostrador circular donde se vendían golosinas, palomitas de maíz y refrescos.
Aunque los espectadores empezaban a llegar, el suelo ya estaba sembrado de palomitas que habían rebosado de los gigantescos cucuruchos.
Compré Peanut Chews (mis dulces favoritos) y entré en la sala 3, donde proyectaban la película que había elegido. No fue la sensación anunciada a bombo y platillo («¡Ahora! ¡Por fin! ¡La película que estabas esperando!»), sino un liviano entretenimiento sobre una mujer que se enfrenta al mundo, fracasa y después, por supuesto, conquista todo y encuentra el verdadero amor y la felicidad en el marido que había echado a patadas tres años antes.
Si tan faltos de ideas están, quizá pueda venderles la historia de mi vida, pensé, mientras mi mente vagaba. Mi vida salvo la cuestión amorosa, por supuesto.
Estaba sentada entre dos parejas, ciudadanos de edad avanzada a mi derecha, adolescentes a mi izquierda. Los adolescentes no paraban de pasarse el cucurucho de palomitas y la chica se dedicaba a comentar en voz alta la película.
—Era mi actriz favorita, pero ahora creo que no es tan buena como…
Era inútil intentar prestar atención a lo que ocurría en la pantalla. No era solo por culpa de los chicos, las palomitas y los comentarios incesantes, ni siquiera a causa de los suaves ronquidos del hombre sentado a mi derecha, que ya se había dormido del todo.
Me distraía el hecho de que, veintidós años antes, Rob Westerfield había afirmado estar en ese cine mientras asesinaban a Andrea, y nadie pudo verificar que se había quedado hasta el final de la película. Pese a toda la publicidad que derivó del caso, nadie había salido a declarar: «Estaba sentado a mi lado».
Oldham era un pueblo bastante pequeño en aquel tiempo y los Westerfield eran muy conocidos. No cabía duda de que Rob Westerfield, con su apostura y modales de chico rico, era famoso en toda la población. Sentada en el cine, le imaginé aparcando en la estación de servicio contigua.
Había declarado que habló con Paulie Stroebel, que le había avisado de que dejaba su coche. Paulie negó con rotundidad que Rob hubiera hablado con él.
Después, Rob hizo hincapié en que había hablado con la taquillera y el acomodador, y les dijo que tenía muchas ganas de ver la película. «Muy cordial», habían testificado ambos en el estrado, con voz teñida de sorpresa. Todo el mundo sabía que Rob Westerfield no era cordial, sobre todo con la clase trabajadora.
No le habría costado gran cosa dejar constancia de su presencia en la sala, para luego marcharse con discreción. Yo había alquilado la película El señor de la guerrilla de la selva, que él afirmaba haber visto aquella noche. Hay tantas escenas oscuras al principio, que alguien sentado en un asiento del extremo habría podido salir de la sala sin que nadie le viera. Miré a mi alrededor, observé las diversas salidas laterales que solo debían utilizarse en caso de emergencia y decidí hacer un experimento.
Me levanté, murmuré una disculpa por despertar a mi vecino dormido, salté sobre su mujer y me encaminé a la salida cercana al fondo de la sala.
La puerta se abrió en silencio y me encontré en una especie de callejón que corría entre un banco y el complejo de cines. Años antes, la estación de servicio ocupaba el lugar del banco. Conservo copias de los diagramas y las fotografías que los periódicos publicaron durante el juicio, de modo que recuerdo el trazado de la estación de servicio.
El taller cerrado donde Paulie había estado trabajando se hallaba detrás de los surtidores de gasolina, encarado a Main Street. El aparcamiento, donde los coches esperaban a llenar el depósito, estaba detrás de la estación. Esa zona era en la actualidad el aparcamiento reservado a los clientes del banco.
Recorrí el callejón, mientras sustituía en mi mente el banco por la estación de servicio. Incluso imaginé el lugar donde Rob dijo que había aparcado su coche y donde en teoría estuvo sentado hasta que la película terminó a las nueve y media.
Como sea, mis pasos se convirtieron en los suyos y yo me introduje en su mente: irritado, malhumorado, frustrado cuando la chica que pensaba tener en un puño le telefoneó para decir que se había citado con otro.
Daba igual que ese otro fuera Paulie Stroebel.
Voy a encontrarme con Andrea. Le enseñaré quién manda aquí.
¿Por qué se llevó el gato al escondite?, me pregunté.
Había dos motivos posibles. Primero, tenía miedo de que mi padre se hubiera enterado de que Andrea pensaba verse con él. No me cabía la menor duda de que, en su mente, Rob se representaba a mi padre como una figura imponente y aterradora.
El otro motivo era que Rob se llevó el gato porque albergaba la intención de matar a Andrea.
Gatita miedosa. Gatita miedosa. Oh, Dios, el terror que debió de sentir la pobre cría cuando le vio avanzar hacia ella, levantar el brazo, blandiendo aquel arma…
Di media vuelta y corrí hacia el otro extremo del callejón, donde se encontraba con la calle. Jadeé, porque por un momento no pude respirar, me serené y caminé hacia mi coche. Lo había dejado en el aparcamiento del cine, al otro lado del complejo.
La atmósfera seguía limpia, pero al igual que la otra noche, había empezado a soplar un viento gélido y la temperatura estaba bajando en picado. Me estremecí y aceleré mis pasos.
Cuando había mirado los horarios de la película, me fijé en el anuncio de un restaurante, Villa Cesaere, no lejos del cine. El anuncio indicaba el tipo de lugar que me gustaba, de modo que decidí probar. Quería pasta, y cuanto más picante mejor. Tal vez gambas fra diavolo, decidí.
La verdad era que debía sacarme de encima el terrible frío interior que se estaba apoderando de mí.
A las nueve y cuarto, saciada y de mejor ánimo, entré con el coche en la propiedad de la señora Hilmer. Su casa estaba a oscuras y la luz de la puerta del garaje me deparó una pobre bienvenida.
Detuve el coche de repente. Algo me impulsaba a dar la vuelta, a dirigirme a un motel o un hostal y pasar la noche allí. No me había dado cuenta de lo insegura que me sentiría en el apartamento por la noche. Me iré mañana, pensé. Por una noche más, no pasará nada. En cuanto esté en el apartamento, me sentiré bien.
Racionalizar no servía de nada, por supuesto. La otra noche, mientras estaba cenando en casa de la señora Hilmer, alguien había entrado en el apartamento. Sin embargo, no creía que nadie me estuviera esperando entonces. Mi inquietud era fruto de la perspectiva de estar sola en el exterior, tan cerca del bosque, aunque solo por unos momentos.
Encendí los faros delanteros y avancé con lentitud por el camino de entrada. Durante todo el día había paseado en el maletero la bolsa de lona que contenía la transcripción del juicio, los periódicos y las joyas de mi madre. Cuando salí del restaurante, trasladé la bolsa al asiento delantero, para que al volver al apartamento no tardara tanto en cogerla.
Examiné con cautela la zona que rodeaba el garaje. No había nadie.
Respiré hondo, cogí la bolsa, bajé del coche y corrí hacia la puerta.
Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, un coche bajó a toda velocidad por el camino de entrada y frenó con un chirriar de neumáticos. Un hombre bajó de un salto y se abalanzó hacia mí.
Me quedé petrificada, convencida de que iba a ver la cara de Rob Westerfield y oír la risita que había emitido cuando yo estaba arrodillada junto al cadáver de Andrea.
Pero entonces, una linterna me deslumbró y cuando el hombre se acercó más, vi que llevaba uniforme y que era el agente White.
—Me dieron a entender que se había mudado, señorita Cavanaugh —dijo, en un tono nada amistoso—. ¿Qué está haciendo aquí?