La señora Hilmer me había dicho que Joan Lashley St. Martin vivía en la carretera poco más allá de Graymoor, el monasterio y asilo de los frailes franciscanos de la expiación. Cuando pasé ante la encantadora propiedad de Graymoor, recordé vagamente haber seguido en coche el serpenteante camino de acceso para asistir a misa en la capilla principal con mis padres y Andrea.
Mi madre había recordado en ocasiones la última vez que estuvimos allí, poco antes de que Andrea muriera. Aquel día, Andrea estaba traviesa y no paró de contarme chistes al oído. Hasta me reí en voz alta durante el sermón. Mi madre nos había separado con firmeza y, después de la misa, dijo a mi padre que debíamos ir directamente a casa y olvidarnos del aperitivo que nos esperaba en el Bear Mountain Inn.
—Ni siquiera Andrea pudo camelar a tu padre aquel día —recordaba mi madre—. Cuando todo ocurrió unas semanas después, lamenté no haber pasado un último rato feliz todos juntos en aquel aperitivo.
El día anterior… el último rato feliz… Me pregunté si alguna vez conseguiría liberarme de aquel tipo de comentarios. No será hoy, desde luego, pensé, mientras aminoraba la velocidad para comprobar la dirección de Joan una vez más.
Vivía en una casa de madera de tres plantas, en una encantadora zona arbolada. Las tejas blancas brillaban a la luz del sol, combinadas con los postigos verde oscuro que enmarcaban las ventanas. Aparqué en el camino de entrada semicircular, subí los peldaños del porche y toqué el timbre.
Joan salió a abrir. Siempre me había parecido alta, pero me di cuenta al instante de que no había crecido ni un centímetro durante aquellos veintidós años. Su largo cabello castaño le llegaba en el presente al cuello y su cuerpo delgado se había llenado. Recordaba que era muy atractiva. Yo diría que la definición todavía era apropiada, sobre todo cuando sonrió. Era una de esas personas cuya sonrisa es tan vivaz y cálida que transforma en hermosa toda la cara. Mientras nos mirábamos, los ojos verdes de Joan se humedecieron un momento y después tomó mis manos.
—La pequeña Ellie —dijo—. Santo Dios, pensaba que serías más baja que yo. Eras tan menuda…
Reí.
—Lo sé. Es la reacción de toda la gente que me conocía.
Enlazó su brazo con el mío.
—Entra, la cafetera está en el fuego y hay un par de panecillos preparados en el horno. No te puedo garantizar que salgan buenos. A veces están bien. Otras, saben a globos de plomo.
Atravesamos la sala de estar, que iba desde la parte delantera de la casa hasta la posterior. Era la clase de estancia que me encantaba: sofás mullidos, butacas, una pared llena de libros, una chimenea, amplias ventanas que daban a las colinas circundantes.
Compartimos los mismos gustos, pensé. Entonces, me di cuenta de que las similitudes también se extendían a la ropa. Las dos íbamos vestidas de manera informal, con tejanos y jersey. Esperaba ver a una mujer alta y elegante de pelo largo. Supuse que ella, además de esperar encontrarse con una mujer menuda, debió de pensar que iría vestida con algo cursi. Mi madre siempre nos había vestido a mí y a Andrea con ropas muy femeninas.
—Leo ha salido con los chicos —dijo—. Entre los tres, la vida es un largo partido de baloncesto.
La mesa del comedor ya estaba preparada para dos personas. La cafetera estaba enchufada sobre el aparador. La ventana panorámica ofrecía una vista asombrosa de los acantilados y el río Hudson.
—Nunca me cansaría de mirar por esta ventana —dije mientras me sentaba.
—Ni yo. Muchos de los antiguos compañeros se fueron a vivir a la ciudad, pero ¿sabes una cosa? Muchos han vuelto. Están a una hora en tren de Manhattan y creen que vale la pena. —Joan estaba sirviendo el café mientras hablaba, pero de pronto devolvió la cafetera al aparador—. Oh, Dios mío, es hora de rescatar los panecillos.
Desapareció en la cocina.
Tal vez su aspecto no sea el que yo había imaginado, pensé, pero una cosa no ha cambiado. Siempre era divertido estar con Joan. Era la mejor amiga de Andrea y por tanto siempre estaba saliendo y entrando de casa. Yo tenía mis propias amigas, por supuesto, pero cuando no estaban libres, Andrea y Joan dejaban que fuera con ellas, con frecuencia para escuchar discos en la habitación de mi hermana. En ocasiones, cuando hacían los deberes juntas, permitían que hiciera los míos en su compañía, siempre que no me pusiera pesada.
Joan regresó con aire triunfal, cargada con una bandeja de panecillos.
—Puedes felicitarme, Ellie —dijo—. Los saqué antes de que empezaran a quemarse.
Me serví uno. Joan se sentó, abrió un panecillo, lo untó con un poco de mantequilla y lo probó.
—¡Dios mío, es comestible! —exclamó.
Reímos al unísono y nos pusimos a hablar. Quería saber de mí, qué había estado haciendo, y le resumí los años transcurridos entre los siete y el presente. Se había enterado de la muerte de mi madre.
—Tu padre puso una esquela en los periódicos —dijo—. Muy cariñosa. ¿Lo sabías?
—No me la envió.
—La tengo en algún sitio. Si quieres verla, la buscaré, aunque puede que tarde un rato. Soy tan mala cocinando como ordenando las cosas.
Quise decirle que no, que no se molestara, pero sentía curiosidad por ver lo que mi padre había escrito.
—Si la encuentras, me gustaría verla —dije, fingiendo indiferencia—. Pero no lo hagas expresamente.
Estaba segura de que Joan quería preguntarme si había estado en contacto con mi padre, pero debió de intuir que no deseaba hablar de él.
—Tu madre era un encanto —dijo—. Y tu padre era muy guapo. Recuerdo que me intimidaba, pero también creo que estaba enamorada de él. Lamenté mucho que se separaran después del juicio. Los cuatro siempre parecíais tan felices, y hacíais muchas cosas juntos. Siempre deseé que mi familia fuera los domingos a comer al Bear Mountain Inn, como vosotros.
—Hace solo una hora estaba pensando en el aperitivo al que no fuimos —dije, y conté a Joan el incidente de la iglesia.
Joan sonrió.
—A mí me hacía lo mismo en las reuniones escolares. Andrea mantenía la cara muy seria y yo me metía en líos por reír cuando el director estaba hablando. —Mientras bebía su café, reflexionó—. Mis padres son buena gente, pero para ser sincera, no son muy divertidos. Nunca íbamos a restaurantes, porque mi padre decía que la comida era más barata y sabía mejor en casa. Por suerte, se ha ablandado un poco ahora que están jubilados y viven en Florida. —Rió—. Pero cuando salen, la norma es estar en el restaurante a las cinco en punto para aprovechar los descuentos de primera hora y, si toman un combinado, lo preparan en casa y lo beben dentro de la furgoneta, en el aparcamiento del restaurante. ¿No te parece increíble? Quiero decir, sería diferente si no se lo pudieran permitir, pero pueden. Papá es muy tacaño. Mi madre aún dice que guarda el dinero de la primera comunión. —Sirvió la segunda taza de café para las dos.
»Ellie, como todo el mundo que vive por aquí, vi la entrevista con Rob Westerfield por televisión. Mi primo es juez. Dice que hay tanta presión para ese segundo juicio, que le sorprende que no hayan empezado ya a seleccionar a los jurados. No tienes ni idea de lo manipulador que es su padre, y Dorothy Westerfield, la abuela, ha hecho grandes donaciones a hospitales, bibliotecas y escuelas de la zona. Quiere el segundo juicio para Rob y las fuerzas vivas quieren que lo consiga.
—Serás llamada como testigo, por supuesto —dije.
—Lo sé. Fui la última persona que vio viva a Andrea. —Vaciló un momento—. Excepto el asesino, claro.
Permanecimos en silencio un momento.
—Joan —dije después—, necesito saber todo lo que recuerdas de esa última noche. He leído la trascripción del juicio incontables veces y me sorprende que tu testimonio fuera tan breve.
Apoyó los codos sobre la mesa y enlazó las manos, para apoyar la barbilla sobre ellas.
—Fue breve porque ni el fiscal ni el abogado defensor hicieron las preguntas que, pensándolo bien ahora, tendrían que haber hecho.
—¿Qué clase de preguntas?
—Sobre Will Nebels, para empezar —dijo—. Recordarás que era el chapuzas del pueblo y trabajó para casi todo el mundo en un momento u otro. Ayudó a construir tu porche, ¿verdad?
—Sí.
—Arregló la puerta de nuestro garaje cuando mi madre dio marcha atrás con el coche y se la cargó. Como decía mi padre, cuando Will no estaba piripi, era un buen carpintero. Claro que nunca podías contar con que apareciera.
—Me acuerdo de eso.
—Algo que no recordarás es que Andrea y yo solíamos hablar del hecho de que era un poco demasiado cordial.
—¿Demasiado cordial?
Joan se encogió de hombros.
—Hoy, sabiendo lo que sé, yo diría que le faltaba muy poco para ser un pederasta. O sea, todos le conocíamos porque había estado en nuestra casa, pero muchas veces, cuando nos lo encontrábamos por la calle, nos daba a cada una un gran abrazo, siempre que no hubiera un adulto cerca, claro está.
Yo no daba crédito a mis oídos.
—Joan, estoy segura de que incluso a la edad que tenía entonces me habría enterado si Andrea se hubiera quejado a mi padre.
Bien que me enteré cuando le ordenó mantenerse alejada de Westerfield.
—Ellie, hace veintidós años no teníamos ni idea de que podía ser algo más que un pelmazo. En aquel tiempo, nos decíamos que era repugnante que Nebels nos diera un achuchón y nos llamara «sus chicas». «¿Te gusta el nuevo porche que he construido con tu padre, Andrea?», decía con una sonrisa de oreja a oreja, o «¿He arreglado bien tu garaje, Joanie?», gimoteaba.
—Entiéndelo bien, no nos sobaba, ahora que lo pienso, era un pobre borracho desgraciado con mucha cara, la que de verdad le gustaba era Andrea. Recuerdo haber dicho en broma a tus padres que Andrea iba a invitar a Will Nebels al baile de Navidad. Nunca captaron que hubiera algo más detrás de las bromas.
—¡Mi padre no se dio cuenta!
—Andrea imitaba muy bien a Will cuando sacaba cerveza a escondidas de su caja de herramientas y se cocía mientras trabajaba. No había motivos para que tu padre buscara un problema en potencia detrás de las bromas.
—Joan, no comprendo por qué me cuentas esto ahora. ¿Estás diciendo que la historia que anda propagando ahora Will Nebels es una mentira descarada, que los Westerfield le pagan por pregonarla a los cuatro vientos?
—Ellie, desde que oí a Will Nebels con Rob Westerfield durante aquella entrevista, me pregunto si lo que dijo contiene algo de verdad. ¿Estaba en casa de la señora Westerfield aquella noche? ¿Vio a Andrea entrar en el garaje? Mucho después de lo sucedido, me pregunté si yo había visto a alguien bajar por la carretera cuando Andrea se fue de nuestra casa aquella noche. Pero dije cosas tan vagas cuando hablé con la policía y los abogados, que lo desecharon como histeria adolescente.
—Lo que yo les dije fue desechado como fantasías infantiles.
—Sé con absoluta seguridad que Will Nebels perdió su permiso de conducir en aquel tiempo y que siempre iba de un lado a otro del pueblo. También sé que Andrea le atraía. Supón que ella esperara encontrarse con Rob Westerfield en el garaje y llegó antes de tiempo. Supón que Will la siguió hasta allí y se le insinuó.
Supón que hubo un forcejeo y que ella cayó hacia atrás. El suelo era de cemento. Tenía una herida en la nuca, que atribuyeron al hecho de que había caído después de ser golpeada con el gato. Pero ¿no es posible que cayera antes de que la golpearan con el gato?
—El golpe en la nuca solo la habría aturdido —dije—. Lo sé por los informes.
—Escúchame bien. Supongamos por un momento que, aun tratándose de un ser despreciable, la historia de Rob Westerfield sea cierta. Aparcó el coche en la estación de servicio, fue al cine y, cuando acabó la película, se acercó en coche al escondite, por si Andrea le estaba esperando.
—¿Y la encontró muerta?
—Sí, y le entró el pánico. Tal como afirmó.
Vio la protesta que se formaba en mis labios y levantó una mano.
—Escúchame, Ellie, por favor. Es posible que todo el mundo haya contado partes de la verdad. Supón que Nebels forcejeó con Andrea, que ella cayó, se golpeó en la cabeza y quedó inconsciente. Supón que Nebels entró corriendo en casa de la señora Dorothy Westerfield mientras intentaba decidir qué hacer. Había trabajado en la casa y conocía el código de la alarma. Y después, vio llegar a Paulie.
—¿Para qué habría sacado Paulie el gato del coche?
—Tal vez para protegerse, por si se topaba con Westerfield. Recuerda que la señorita Watkins, la tutora, juró que Paulie había dicho: «No pensé que estuviera muerta».
—Joan, ¿qué me estás diciendo?
—Piensa en esta posibilidad: Will Nebels siguió a Andrea hasta el garaje y se le insinuó. Hubo un forcejeo. Ella cayó y quedó inconsciente. El se coló en la casa, después vio llegar a Paulie, sacar el gato y entrar en el garaje. Un minuto después, Paulie vuelve al coche y se marcha a toda velocidad. Nebels no está seguro de si Paulie avisará a la policía. Entra otra vez en el garaje. Ve el gato que Paulie ha dejado caer. Will Nebels sabe que irá a la cárcel si Andrea cuenta lo sucedido. La mata, se lleva el gato y sale de allí. Después de la película, Rob va al garaje, encuentra muerta a Andrea y le entra el pánico.
—Joan, ¿no te das cuenta de que has omitido algo básico? —Confié en disimular la impaciencia que me había despertado su teoría—. ¿Cómo llegó el gato al maletero del coche de Rob Westerfield?
—Andrea fue asesinada el jueves por la noche, Ellie. Tú descubriste el cadáver el viernes por la mañana. Rob Westerfield no fue interrogado hasta el sábado por la tarde. No consta en la trascripción del juicio, pero el viernes, Will Nebels estaba trabajando en casa de los Westerfield, ocupado en diversas faenas. El coche de Rob estaba en el camino de entrada. Siempre dejaba las llaves puestas. Will pudo meter el gato en el maletero con toda facilidad.
—¿Dónde averiguaste todo esto, Joan?
—Mi primo Andrew, el juez, trabajaba en la oficina del fiscal del distrito. Estaba allí cuando juzgaron a Rob Westerfield y conoció muy bien los pormenores del caso. Siempre ha creído que Rob Westerfield era un individuo desagradable, agresivo e impresentable, pero también creía que era inocente de la muerte de Andrea.
El agente White creía que Paulie era el culpable del asesinato de Andrea. La señora Hilmer aún dudaba de la inocencia de Paulie. Ahora, Joan estaba convencida de que Will Nebels era el asesino.
Pero yo sabía con total certeza que Rob Westerfield era el que había acabado con la vida de mi hermana.
—Ellie, estás desechando todo lo que he dicho.
Joan habló con voz serena, pero en tono contrito.
—No, no lo estoy desechando. Te lo prometo. Como situación hipotética, todo encaja, pero Rob Westerfield estaba aquella mañana en el garaje, cuando me arrodillé junto al cadáver de Andrea. Le oí respirar y oí… Es tan difícil de explicar… Podría describirse como una risita. Un jadeo extraño y yo lo había oído antes, una de las veces en que estuve en su presencia.
—¿Cuántas veces estuviste en su presencia, Ellie?
—Un par, cuando Andrea y yo fuimos al centro después del colegio, o el sábado, cuando se materializó de repente. ¿Qué te había contado Andrea de él?
—Poca cosa. La primera vez que recuerdo haberle visto fue en uno de los partidos del instituto. Ella estaba en la banda, por supuesto, y destacaba mucho. Era muy llamativa. Recuerdo que Westerfield se acercó a ella después de un partido, a principios de octubre. Yo estaba con ella. Rob no se fue por las ramas, dijo lo guapa que era, que no podía apartar los ojos de ella, esas cosas. Era mayor y muy guapo, y ella se sintió halagada, por supuesto. Además, supongo que tu madre había hablado mucho de lo importante que era la familia Westerfield.
—Sí.
—Él sabía que nos gustaba meternos a escondidas en el garaje de su abuela para fumar. Me refiero a cigarrillos normales, no a marihuana. Pensábamos que era algo atrevido, pero no nos metimos en nada ilegal. Rob Westerfield nos dijo que consideráramos el garaje como nuestro club, pero que le avisáramos cuando pensáramos ir. Cuando lo hicimos, le pidió a Andrea que fuera antes. Tú ya sabes que había entablado amistad con él, por llamarlo de algún modo, un mes antes de que muriera.
—¿Tuviste alguna vez la sensación de que tenía miedo de él?
—Tenía la sensación de que algo muy raro estaba pasando, pero ella no me dijo qué era. Aquella última noche llamó para preguntar si podía venir a hacer los deberes conmigo. A mi madre no le emocionó, la verdad. Yo iba un poco atrasada en álgebra y ella quería que me concentrara. Sabía que Andrea y yo perdíamos mucho tiempo hablando, cuando en teoría debíamos estar estudiando. Además, mamá iba a su club de bridge, de modo que no podía estar en casa para vigilarnos.
—¿Terminasteis de trabajar temprano, o crees que Andrea te utilizó para salir de casa y verse con Rob?
—Creo que su intención era irse pronto desde el primer momento, por lo que deduzco que la respuesta es sí, yo fui su excusa.
Entonces, formulé la pregunta crucial:
—¿Sabes si Rob regaló un medallón a Andrea?
—No, no me dijo nada, y si se lo regaló, yo nunca lo vi. Tu padre sí que le regaló un medallón, y lo llevaba muy a menudo.
Aquella noche, Andrea llevaba un jersey grueso con el cuello de pico. Por eso tenía tan claro que la había visto abrocharse el medallón alrededor del cuello. Colgaba de una cadena bastante larga y descansaba en la base del escote.
—Entonces, por lo que tú recuerdas, ¿no llevaba ninguna joya cuando se fue de tu casa?
—Yo no he dicho eso. Lo que recuerdo es que llevaba una cadena de oro delgada. Era corta, a la altura del cuello.
Exacto, pensé, cuando recordé de repente otro detalle de aquella noche. El abrigo de Andrea estaba abajo y mi madre la estaba esperando. Antes de salir de su cuarto, Andrea le había dado la vuelta al medallón, para que colgara sobre su espalda, entre los omóplatos. Así, daba la impresión de que llevaba una cadena larga hasta el cuello.
Había leído con toda minuciosidad la descripción de la ropa que llevaba Andrea cuando descubrieron su cadáver. No se hablaba de aquella cadena.
Me fui de casa de Joan unos minutos más tarde, con la promesa sincera de que la llamaría pronto. No intenté explicarle que, sin querer, había confirmado mi recuerdo de que Andrea se había puesto el medallón.
Rob Westerfield había vuelto a buscarlo a la mañana siguiente de matarla. A esas alturas estaba muy segura de que el medallón era demasiado importante para correr el riesgo de dejárselo puesto. Al día siguiente lo describiría en la página web, tal como se lo había descrito a Marcus Longo veintidós años antes.
Era otra pista a seguir, pensé, mientras pasaba otra vez ante el monasterio de Graymoor. Si Rob Westerfield estaba lo bastante preocupado para volver a buscar el medallón, tal vez alguien estaría interesado en recibir una recompensa por decirme por qué era tan importante para él.
Las campanas de la capilla de Graymoor empezaron a tocar. Era mediodía.
Escuela primaria. El rezo del ángelus a mediodía. «Y el ángel del Señor anunció a María…». Y la respuesta de María a Isabel. «Mi alma engrandece al Señor… y exulta de júbilo mi espíritu…».
Tal vez algún día mi espíritu se sienta exultante de júbilo, pensé mientras encendía la radio.