Cuando volví al apartamento de la señora Hilmer, empecé a repasar los periódicos antiguos que mi madre había guardado. Fueron de incalculable valor para mi investigación sobre la vida de Rob Westerfield. En varios de ellos encontré una mención a los dos colegios secundarios privados a los que había ido. El primero, el colegio Arbinger de Massachusetts, es uno de los más prestigiosos del país. Dato interesante, Rob solo había durado un año y medio en él, y después cambió al Carrington de Rho de Island.
No sabía nada del Carrington, así que lo busqué en internet. La página web del colegio Carrington lo presentaba como una especie de finca rural en la que el estudio, el deporte y la amistad se combinaban para crear una especie de paraíso. No obstante, tras la entusiasta descripción, asomaba la verdad: era un colegio para «alumnos que no se han dado cuenta de su potencial académico o social», para «alumnos a los que les cuesta adaptarse a la disciplina del estudio».
En otras palabras, era un lugar para chicos con problemas de conducta.
Antes de pedir información en mi página web sobre los años escolares de Rob Westerfield, que pudieran proporcionarme compañeros de clase o antiguos empleados del Carrington, decidí ver ambos lugares con mis propios ojos. Telefoneé a los colegios y expliqué que era periodista y que estaba escribiendo un libro sobre Robson Westerfield, el cual había estudiado allí. En ambos casos me pusieron con el despacho del director. En Arbinger, me pasaron al instante con Craig Parshall, de la oficina de relaciones con los medios de comunicación.
El señor Parshall me informó de que la política del colegio era no hablar jamás con la prensa de sus alumnos, tanto actuales como anteriores.
Seguí mi corazonada.
—¿No es cierto que concedió una entrevista a Jake Bern acerca de Robson Westerfield?
Siguió una larga pausa y supe que estaba en lo cierto.
—Se concedió una entrevista —admitió Parshall, con voz tensa y condescendiente—. Si la familia de un alumno actual o anterior da permiso para una entrevista, es lógico que la concedamos. Ha de comprender, señorita Cavanaugh, que nuestros alumnos proceden de familias distinguidas, incluyendo los hijos de presidentes y reyes. Hay veces en que conviene permitir el acceso a los medios de comunicación, aunque cuidadosamente controlado.
—Y por supuesto, dicha publicidad repercute en beneficio del nombre y reputación del colegio —repliqué—. Por otra parte, si cada día sale en una página web que el asesino convicto de una chica de quince años se codeó con algunos distinguidos alumnos, ellos y sus familias no se sentirán muy complacidos. Y otras familias se lo pensarán dos veces antes de enviar a sus hijos y herederos con ustedes. ¿No es cierto, señor Parshall?
No le concedí la oportunidad de contestar.
—De hecho, sería más beneficioso para el colegio que colaborara, ¿no cree?
Cuando Parshall respondió, al cabo de un largo momento de silencio, fue evidente que no estaba muy contento.
—Señorita Cavanaugh, voy a concederle una entrevista. No obstante, le advierto que solo obtendrá información sobre las fechas en que Robson Westerfield estudió aquí y sobré el hecho de que solicitó y obtuvo un traslado.
—Ah, no espero que admita que le expulsaron —dije con desdén—. Pero estoy segura de que se las arregló para contarle algo más que eso al señor Bern.
Quedamos en que me pasaría por su despacho a las once de la mañana siguiente.
Arbinger se encuentra a unos sesenta kilómetros al norte de Boston. Localicé el pueblo en el plano, busqué la mejor ruta y calculé el tiempo que necesitaría.
Después, llamé al colegio Carrington y esta vez me pasaron con Jane Bostrom, directora de admisiones. Reconoció que se había concedido una entrevista a Jake Bern a petición de la familia Westerfield y añadió que sin el permiso de la familia no podía autorizar una entrevista.
—Señora Bostrom, Carrington es un colegio de secundaria privado para casos desesperados —indiqué con firmeza—. Quiero hacer justicia a su reputación, pero el motivo de su existencia es aceptar y tratar de enderezar a chicos con problemas, ¿verdad?
Me gustó el hecho de que se pusiera a mi altura.
—Son muchos los motivos que provocan problemas a los chicos, señorita Cavanaugh. La mayoría de estos motivos están relacionados con la familia. Hijos de padres divorciados, hijos de padres importantes que no tienen tiempo para ellos, chicos solitarios o que son blanco de las burlas de los demás. Eso no significa que no sean competentes desde el punto de vista académico o social. Solo significa que están desorientados y necesitan ayuda.
—¿Ayuda que a veces, por más que ustedes se esfuercen, no pueden proporcionar?
—Puedo facilitarle una lista de nuestros graduados que alcanzaron el éxito.
—Puedo darle el nombre de uno que alcanzó el éxito con el primer asesinato que cometió, el primero que se sepa, al menos. No quiero enzarzarme en una guerra con Carrington. Quiero averiguar todo lo posible sobre lo que Rob Westerfield hizo en sus años adolescentes, antes de que asesinara a mi hermana. Si proporcionó mucha información a Jake Bern, y él es capaz de extrapolar lo positivo y silenciar el resto, yo quiero el mismo tipo de acceso.
Como iría a Arbinger al día siguiente, viernes, me cité con la señora Bostrom en Carrington el lunes por la mañana. Me pregunté si debía dedicar algo de tiempo a examinar los alrededores de los colegios antes de cada cita. Por lo que yo sabía, se hallaban situados en pueblos pequeños. Lo cual debía significar que había lugares donde los chicos se reunían, como pizzerías o restaurantes de comida rápida. Este método me había sido útil cuando escribí un artículo sobre un chico que había intentado matar a sus padres.
Hacía un par de días que no veía a la señora Hilmer, pero ella telefoneó a última hora de la tarde.
—Ellie, es una propuesta más que una invitación. Hoy me apetecía cocinar y he hecho pollo al horno. Si no tienes planes, ¿te gustaría venir a cenar? Haz el favor de no aceptar si tienes ganas de estar tranquila.
No me había molestado en ir al colmado por la mañana y sabía que mis opciones caseras consistían en un bocadillo de queso o un bocadillo de queso. También recordaba que la señora Hilmer era una buena cocinera.
—¿A qué hora? —pregunté.
—A eso de las siete.
—No solo seré puntual, sino que llegaré antes.
—Maravilloso.
Cuando colgué, me di cuenta de que la señora Hilmer debía de considerarme una solitaria. Tiene razón en parte, por supuesto. Pero pese a mi núcleo interior de aislamiento, o tal vez debido a ello, soy una persona bastante sociable. Me gusta estar con gente y después de un día ajetreado en el periódico, suelo salir con amigos. Cuando trabajaba hasta tarde, terminaba tomando pasta o una hamburguesa con quien estuviera en la oficina. Siempre había dos o tres que no corríamos a casa para estar con la pareja después de pergeñar un artículo o escribir una columna.
Yo era una de las habituales del grupo y también Pete. Mientras me lavaba la cara, cepillaba el pelo y me lo recogía, me pregunté cuándo me diría qué empleo había aceptado. Estaba segura de que, aunque no vendieran de inmediato el periódico, no aguantaría en él mucho tiempo. El hecho de que la familia intentara venderlo era suficiente para que se pusiera en movimiento. ¿Dónde terminaría? ¿En Houston? ¿En Los Ángeles? Fuera donde fuera, no existían muchas probabilidades de que nuestros caminos volvieran a cruzarse después de que se fuera.
Era una idea inquietante.
El acogedor apartamento consistía en una amplia sala de estar con una cocina en un extremo y un dormitorio de tamaño mediano. El baño estaba a un lado del corto pasillo que separaba ambos. Había dejado mi ordenador y la impresora sobre la mesa de la zona de comedor cercana a la cocina. No soy muy ordenada y estaba a punto de ponerme el abrigo, cuando paseé la vista a mi alrededor como con los ojos de la señora Hilmer.
Los periódicos que había estado examinando se encontraban desparramados en el suelo, formando un arco alrededor de la butaca donde me había sentado. El cuenco de fruta decorativo y los portavelas de latón que ocupaban el centro de la mesa colonial se hallaban en esos momentos sobre el aparador. Mi agenda estaba abierta a un lado del ordenador, con mi pluma encima. El voluminoso ejemplar encuadernado de la trascripción del juicio, acompañado de rotuladores amarillos, estaba al lado de la impresora.
Supón que, por lo que sea, la señora Hilmer me acompañe y vea este desastre, pensé. ¿Cómo reaccionaría? Estaba muy segura de saber la respuesta a esta pregunta, puesto que en su casa no había nada fuera de su sitio.
Me agaché, recogí los periódicos y formé con ellos una pila más o menos ordenada. Después, tras pensarlo mejor, saqué la bolsa de lona grande donde los transportaba y los metí dentro.
Les siguió la trascripción del juicio. Pensé que la agenda, la pluma, el ordenador portátil y la impresora no eran demasiado ofensivos desde el punto de vista estético. Devolví el cuenco de fruta y los portavelas a su decorativo emplazamiento sobre la mesa. Había empezado a guardar la bolsa de lona en el ropero, cuando caí en la cuenta de que si se declaraba un incendio en el apartamento, perdería todo ese material. Deseché tal idea como improbable, pero no obstante decidí llevarme la bolsa. No sé por qué lo hice, pero lo hice. Podría llamarse una corazonada, una de esas sensaciones que te entran, como decía mi abuela.
Aún hacía frío en el exterior, pero al menos el viento se había calmado. Aun así, el paseo desde el apartamento hasta la casa me pareció muy largo. La señora Hilmer me había contado que, después de la muerte de su marido, había añadido un garaje a la casa porque no quería ir y volver desde la antigua. En la actualidad, el antiguo garaje situado bajo el apartamento estaba vacío, salvo por útiles de jardinería y muebles de jardín.
Mientras caminaba hacia la casa en el oscuro silencio, comprendí muy bien por qué no había querido hacer sola el recorrido de noche.
—No crea que vengo a mudarme aquí —dije a la señora Hilmer cuando abrió la puerta y se fijó en la bolsa—. Es que se ha convertido en mi compañía constante.
Mientras tomábamos una copa de jerez, le expliqué qué había dentro y entonces se me ocurrió una idea. La señora Hilmer había vivido en Oldham durante casi cincuenta años. Participaba en las actividades parroquiales y cívicas, lo cual quería decir que conocía a todo el mundo. En aquellos artículos de periódico se hablaba de habitantes del pueblo cuyo nombre no significaba nada para mí, pero a ella debían de resultarle familiares.
—Me pregunto si querría echar un vistazo a estos periódicos y hacerme un favor —dije—. Se cita a gente con la que me gustaría hablar, suponiendo que aún vivan por aquí. Por ejemplo, algunas amigas del colegio de Andrea, vecinos en aquella época de Will Nebels, algunos de los chicos con los que salía Rob Westerfield. Estoy segura de que casi todas las compañeras de clase de Andrea se habrán casado y muchas se habrán ido a vivir a otro sitio. Me pregunto si le molestaría leer esos viejos artículos y tal vez hacer una lista de la gente que habló con los periodistas y aún vive en el pueblo. Albergo la esperanza de que quizá sepan algo que no salió a relucir en aquel tiempo.
—Me acaba de venir una persona a la cabeza —dijo la señora Hilmer—. Joan Lashley. Sus padres se jubilaron, pero ella se casó con St Martin Vive en Garnson.
Joan Lashley era la chica con quien Andrea había ido a estudiar aquella última noche. Garrison estaba cerca de Cold Spring, a quince minutos en coche de allí. Estaba claro que la señora Hilmer iba a ser una fuente inagotable de información sobre la gente que yo tal vez quisiera ver.
Mientras tomábamos café, abrí la bolsa de lona y dejé algunos periódicos sobre la mesa. Vi la expresión de dolor que apareció en la cara de la señora Hilmer cuando cogió el primero. El encabezado rezaba: «Niña de quince años asesinada a golpes». La foto de Andrea llenaba la primera plana. Llevaba el uniforme de la banda: chaqueta roja con botones de latón y una falda corta a juego. El cabello le caía alrededor de los hombros y estaba sonriendo. Parecía feliz, llena de vida y juventud.
Habían tomado aquella foto durante el primer partido de la temporada, a finales de septiembre. Pocas semanas después, Rob Westerfield la conoció cuando ella estaba jugando en la bolera con unas amigas, en el polideportivo del pueblo. A la semana siguiente fue a dar un paseo con él en su coche y le multaron por exceso de velocidad.
—Le advierto, señora Hilmer —dije—, que no es fácil revisar este material, de modo que si cree que va a ser demasiado para usted…
Me interrumpió.
—No, Ellie. Quiero hacerlo.
—De acuerdo. —Saqué los restantes periódicos. La trascripción del juicio seguía dentro de la bolsa. La saqué—. Es una lectura muy desagradable.
—No te preocupes por mí —dijo con firmeza.
La señora Hilmer insistió en prestarme una pequeña linterna para volver al apartamento y debo decir que me alegré de llevarla. La noche había continuado despejándose y un gajo de luna asomaba entre las nubes. Supongo que me estaba dejando arrastrar por la fantasía, pero solo podía pensar en aquellas imágenes de Halloween de gatos negros sentados sobre medias lunas, son nenies como si se refocilaran en algún conocimiento arcano.
Solo había dejado encendida una lamparilla en el hueco de la escalera, un esfuerzo deliberado más por ser considerada con mi anfitriona, esta vez para que la factura de la electricidad no se disparara. Mientras subía la escalera, pensé que tal vez no había sido buena idea ser tan ahorradora. La escalera estaba a oscuras, sembrada de sombras, y crujía bajo mis pies. De repente, fui consciente de que habían asesinado a Andrea en un garaje muy parecido a ese. En un principio, los dos habían sido establos. El antiguo henil de ese era en la actualidad el apartamento, pero la sensación que producen los edificios es similar.
Cuando llegué al final de la escalera, tenía la llave en la mano; la giré con rapidez en la cerradura, entré y volví a cerrar. Dejé de preocuparme al instante por el coste de las facturas y empecé a encender todas las luces que pude encontrar: las lámparas que había a cada lado del sofá, la araña que colgaba sobre la mesa del comedor, la luz del pasillo, las luces del dormitorio. Al final, exhalé un suspiro de alivio y empecé a liberarme de la sensación de pánico que me había embargado.
La mesa parecía extrañamente pulcra, con solo el ordenador portátil y la impresora, mi pluma y la agenda en un extremo y el cuenco de fruta y los portavelas en el centro. Entonces, me di cuenta de que algo había cambiado. Había dejado mi pluma a la derecha de la agenda, al lado del ordenador. En esos momentos estaba a la izquierda del cuaderno, alejada del ordenador. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Alguien había entrado y la había movido. Pero ¿por qué? Para examinar mi agenda y controlar mis actividades. Ese debía de ser el único motivo. ¿Qué más habían fisgoneado?
Encendí el ordenador y me apresuré a revisar el archivo donde guardaba mis notas sobre Rob Westerfield. Aquella misma tarde había añadido una apresurada descripción del hombre que me había parado en el aparcamiento de la estación de tren. Seguía allí, pero habían añadido una frase. Le había descrito como de estatura mediana, enjuto, con ojos y boca malignos. La nueva frase decía: «Considerado peligroso, abordarlo con la máxima precaución».
Sentí que me fallaban las rodillas. Ya era bastante malo que alguien hubiera entrado mientras yo estaba con la señora Hilmer, pero que exhibiera su presencia era aterrador. Estaba absolutamente segura de que al salir había cerrado la puerta con llave, pero la cerradura era sencilla y barata, y no representaría ningún problema para un ratero profesional. ¿Faltaba algo? Corrí al dormitorio y vi que la puerta del ropero, que había dejado cerrada, estaba entreabierta. No obstante, daba la impresión de que mis ropas y zapatos seguían tal como estaban antes. Guardaba un joyero de piel en el cajón superior de la cómoda. Pendientes, una cadena de oro y una discreta ristra de perlas es lo máximo que me permito, pero el joyero también contenía el anillo de compromiso y la alianza de mi madre, así como los pendientes de diamantes que mi padre le había regalado con ocasión de su quince aniversario de bodas, el año antes de que Andrea muriera.
Las joyas seguían en su sitio, de modo que estaba claro que quien había entrado no era un ladrón vulgar. Buscaba información, y me di cuenta de la inmensa suerte que había tenido al llevarme la trascripción del juicio y todos los periódicos antiguos. No me cabía la menor duda de que habrían sido destruidos. Hubiera podido sustituir la trascripción del juicio, pero hubiera tardado mucho tiempo y los periódicos eran irreemplazables. No se trataba tan solo de la crónica del juicio que contenían los artículos, sino de las entrevistas y la información que se perdería si desaparecían.
Decidí no llamar a la señora Hilmer de inmediato. Estaba segura de que pasaría toda la noche despierta si sabía que un intruso había entrado en el apartamento. Decidí que por la mañana haría fotocopias de los periódicos y la trascripción. Sería un trabajo agotador, pero valdría la pena. No podía correr el riesgo de perderlos.
Comprobé la puerta de nuevo. Estaba cerrada con llave, pero apoyé contra ella una pesada butaca. Después, cerré todas las ventanas, excepto la del dormitorio, que quería tener abierta para que entrara el aire. Me gusta que el dormitorio esté fresco y no quería que un visitante desconocido me privara de ese placer. Además, el apartamento está en el segundo piso, y nadie podría entrar por esa ventana sin la ayuda de una escalera. Estaba segura de que si alguien quería hacerme daño, encontraría un método más fácil que arrastrar una escalera, arriesgándose a que yo le oyera. De todos modos, cuando por fin me dormí, despertaba de vez en cuando sobresaltada, con los oídos bien atentos, pero solo oía el rumor del viento que removía las escasas hojas de los árboles que había detrás del garaje.
Solo al amanecer, cuando desperté por cuarta o quinta vez, caí en la cuenta de algo que habría debido pensar de inmediato: la persona que había examinado mi agenda sabía que esa mañana yo tenía una cita en Arbinger y otra el lunes en el colegio Carrington.
Pensaba salir hacia Arbinger a las siete. Sabía que la señora Hilmer era madrugadora, de modo que a las siete menos diez la llamé para preguntar si podía pasarme por su casa un momento. Mientras tomaba una taza de su excelente café, le conté lo del intruso y le dije que me llevaría los periódicos y la trascripción para hacer fotocopias.
—No te molestes —dijo—. Yo no tengo nada que hacer. Trabajo como voluntaria en la biblioteca y utilizo siempre los aparatos. Usaré la fotocopiadora de la oficina. De esa forma, nadie se enterará de nada, excepto Rudy Schell, por supuesto. Ha trabajado allí toda su vida y estoy segura de que no dirá ni una palabra.
Vaciló un momento.
—Ellie, quiero que vengas a vivir conmigo. No quiero que estés sola en ese apartamento. La persona que entró anoche podría volver y además, creo que deberíamos llamar a la policía.
—No a lo de venirme a vivir con usted —dije—. En cualquier caso, yo debería irme del apartamento. —La mujer empezó a negar con la cabeza—. Pero no lo haré. Es muy cómodo tenerla cerca. También he pensado en lo de llamar a la policía y he decidido que no es buena idea. No hay señales de que forzaran puertas o ventanas. No tocaron mis joyas. Si le digo a un policía que la única alteración consistió en que alguien movió una pluma y añadió un par de palabras a un archivo de ordenador, ¿qué le parece que pensará? —No esperé a que la señora Hilmer contestara—. Los Westerfield ya están vendiendo la película de que yo era una niña problemática y muy imaginativa, y de que mi declaración en el juicio no es digna de confianza. ¿Imagina lo que harían con una historia así? Quedaría como una de esas personas que se envían a sí mismas cartas amenazadoras solo para llamar la atención.
Engullí las últimas gotas de café.
—No obstante, sí que puede hacer algo, si quiere. Llame a Joan Lashley y pregunte si puedo ir a verla mañana.
Fue reconfortante oír decir a la señora Hilmer: «Conduce con prudencia», y sentir su beso fugaz en mi mejilla.
Cuando circundaba Boston caí atrapada en un embotellamiento de tráfico, de modo que eran casi las once cuando atravesé las puertas del colegio de secundaria privado Arbinger. Era aún más impresionante en la realidad de lo que mostraban las fotografías de la página web. Los hermosos edificios de ladrillo rosa tenían un aspecto vetusto y tranquilo bajo el cielo de noviembre. El largo camino que atravesaba el recinto estaba flanqueado por árboles plenamente desarrollados que, en la época de florecimiento, debían formar un exuberante dosel de hojas. Era fácil imaginar por qué casi todos los chicos que se graduaban en un lugar como ese recibían con su diploma la sensación de ser especiales, de estar por encima del resto.
Mientras guiaba el coche hacia la zona reservada a los visitantes, recordé la lista de institutos a los que había asistido. Primer año en Louisville. La segunda mitad de segundo en Los Ángeles. No, estuve allí hasta la mitad del penúltimo año. ¿Dónde fui a continuación? Ah, sí, a Portland, Oregón. Y volví por fin a Los Angeles, que me ofreció cierta estabilidad durante el último año y los cuatro de universidad. Mi madre continuó desplazándose por la cadena hotelera hasta mi último año de carrera. Fue cuando se aceleró su cirrosis, y compartió mi diminuto piso hasta su muerte.
«Siempre quise que supierais hacer bien las cosas, Ellie. De esa manera, si conoces a alguien de muy buena familia, no tendrás de qué avergonzarte».
Oh, mamá, pensé, mientras entraba en el edificio principal y me acompañaban al despacho de Craig Parshall. Las paredes del pasillo estaban cubiertas con retratos de figuras de aspecto severo y por lo que pude deducir gracias a rápidas miradas, la mayoría eran ex directores del colegio.
La apariencia de Craig Parshall era menos impresionante de lo que sugería su voz refinada. Era un hombre al final de la cincuentena que aún llevaba puesto el anillo del colegio. Su pelo ralo estaba peinado con excesiva perfección, en un vano intento de disimular el espacio vacío de su coronilla, como tampoco podía disimular el hecho de que estaba muy nervioso.
Su despacho era grande y muy bonito, con paredes chapadas, colgaduras de excelente calidad, una alfombra persa raída solo hasta el punto de garantizar su antigüedad, confortables butacas de cuero y un escritorio de caoba, tras el cual se apresuró a refugiarse después de recibirme.
—Como ya le dije por teléfono, señorita Cavanaugh… —empezó.
—Señor Parshall, ¿qué le parece si dejamos de perder el tiempo? —le interrumpí—. Soy muy consciente de las limitaciones a las que está sometido. Respóndame a unas pocas preguntas y me iré.
—Le daré las fechas en que Robson Westerfield asistió…
—Sé muy bien las fechas en que estudió aquí. Salieron a relucir cuando le juzgaron por el asesinato de mi hermana.
Parshall se encogió.
—Señor Parshall, la familia Westerfield tiene un objetivo en la vida, y es lavar la reputación de Robson Westerfield, conseguir un nuevo juicio y lograr su absolución. El éxito tendrá el efecto de fado de hacer creer al mundo que otro joven, que no posee ni el dinero ni la capacidad intelectual para entrar por estas puertas, debería añadir, es el culpable de la muerte de mi hermana. Mi objetivo es conseguir que eso no ocurra.
—Ha de comprender… —empezó Parshall.
—Comprendo que no le puedo citar oficialmente. Pero puede abrirme algunas puertas. Eso significa que quiero la lista de los alumnos que iban a clase con Rob Westerfield. Quiero saber si tenía algún amigo en particular, o mejor aún, si había alguien que no podía aguantarle. ¿Quién era su compañero de habitación? Y extraoficialmente, y lo digo en serio, ¿por qué le expulsaron?
Nos miramos en silencio durante un largo minuto y ninguno de los dos parpadeó.
—En mi página web podría referirme con facilidad al exclusivo colegio de secundaria privado de Robson Westerfield y no nombrarlo —dije—, o bien podría expresarlo así: colegio de secundaria privado Arbinger, alma máter de su Alteza Real el príncipe Gregorio de Bélgica, de su Serenísima Alteza el príncipe…
Me interrumpió.
—¿Extraoficialmente?
—Por completo.
—¿Sin revelar el nombre del colegio ni el mío?
—En absoluto.
Suspiró y casi sentí pena por él.
—¿Ha oído alguna vez la cita «No confíes en príncipes», señorita Cavanaugh?
—De hecho, la conozco muy bien, no solo la referencia bíblica, sino la forma en que me la han parafraseado: «No confíes en periodistas de investigación».
—¿Es eso una advertencia, señorita Cavanaugh?
—Si el periodista de investigación es una persona íntegra, la respuesta es no.
—Una vez entendido esto, voy a depositar mi confianza en usted, en el sentido de que confío en su discreción. ¿Extraoficialmente?
—Por completo.
—El único motivo de que Robson Westerfield fuera aceptado aquí es porque su padre se ofreció a reconstruir el edificio de ciencias. Y sin la menor publicidad, debería añadir. Rob nos fue presentado como un alumno problemático que nunca se encontraba a gusto entre sus compañeros de la escuela primaria.
—Estuvo en la Baldwin de Manhattan durante ocho años —dije—. ¿Tuvo problemas allí?
—Nadie nos informó, salvo tal vez la aprobación peculiarmente distraída, o desganada, de sus profesores y tutor.
—¿Necesitaban reconstruir el laboratorio de aquí?
Parshall compuso una expresión contrita.
—Westerfield era el vástago de una buena familia. Su inteligencia es de una categoría muy superior.
—De acuerdo —dije—. Vamos al grano. ¿Cómo fue la experiencia de tener a ese tipo en estos santos lugares?
—Yo había empezado a dar clase aquí, de modo que soy un testigo directo. Fue espantosa —dijo Parshall con franqueza—. Supongo que conoce la definición de sociópata, ¿verdad? —Hizo un ademán de impaciencia—. Lo siento. Como mi esposa no deja de recordarme, mis digresiones académicas pueden llegar a ser muy irritantes. Estoy hablando del sociópata como alguien nacido sin conciencia, que desprecia y se enfrenta al código social, tal como usted y yo lo entendemos. Robson Westerfield era el paradigma de ese tipo de personalidad.
—¿Tuvieron problemas con él desde el principio?
—Como muchos de su clase, era guapo e inteligente. También es el último miembro de la estirpe familiar. Su abuelo y su padre estudiaron aquí. Confiábamos en despertar las buenas cualidades que había en él.
—La gente no tiene muy buena opinión de su padre, Vincent Westerfield. ¿Qué tal es su expediente académico?
—Lo he consultado. Desde el punto de vista de los estudios, solo correcto. Nada que ver con el abuelo, por lo que pude ver. Pearson Westerfield fue senador de Estados Unidos.
—¿Por qué se marchó Rob Westerfield a mitad de su segundo año?
—Se produjo un serio incidente a raíz de que perdiera el puesto de primer lanzador en el equipo de rugby. Atacó a otro alumno. Convencimos a la familia de que no presentara denuncia y los Westerfield pagaron todas las facturas. Tal vez más… Eso no podría jurarlo.
Se me ocurrió que Craig Parshall estaba exhibiendo una franqueza fuera de serie. Se lo dije.
—No me gusta que me amenacen, señorita Cavanaugh.
—¿Le han amenazado?
—Esta mañana, poco antes de que usted llegara, recibí una llamada telefónica de un tal señor Hamilton, un abogado que representa a la familia Westerfield. Me advirtió de que no debía proporcionarle a usted información negativa sobre Robson Westerfield.
Trabajan muy deprisa, pensé.
—¿Puedo preguntarle qué tipo de información proporcionó a Jake Bern sobre Westerfield?
—Sus actividades deportivas. Robson era un joven fuerte. A los trece años ya medía un metro ochenta. Jugó en el equipo de squash, en el de tenis y en el de rugby. También estuvo en el grupo de teatro. Dije a Bern que era un actor con mucho talento. Era la clase de información que Bern iba buscando. Consiguió sonsacarme algunas declaraciones que resultarán muy positivas en letra impresa.
Imaginé cómo escribiría Bern el capítulo sobre Rob en Arbinger. Lo dejaría como un alumno modélico.
—¿Cómo se explica su marcha de Arbinger?
—Se fue al extranjero durante su segundo semestre de curso y después decidió cambiar.
—Sé que han pasado casi treinta años, pero ¿podría darme una lista de sus compañeros de clase?
—Yo no se la he dado, por supuesto.
—Desde luego.
Cuando me fui de Arbinger una hora después, tenía una lista de los alumnos de primero y segundo que habían ido a clase con Rob Westerfield. Cuando la comparó con la lista de alumnos vigente, Parshall identificó a diez que vivían en la zona comprendida entre Massachusetts y, Manhattan. Uno de ellos era Christopher Cassidy, el jugador de rugby al que Rob Westerfield había agredido. En la actualidad tenía una empresa de inversiones y vivía en Boston.
—Chris era un alumno becado —explicó Parshall—. Como se siente agradecido por haber tenido la oportunidad de asistir a este colegio, es uno de nuestros contribuyentes más generosos. En su caso, no me importa hacer una llamada telefónica. Chris siempre ha sido sincero sobre sus sentimientos hacia Westerfield. Pero una vez más, si la pongo en contacto con él, ha de ser confidencial.
—Por supuesto.
Parshall me acompañó a la puerta. Era la hora de descanso entre clase y clase, y al suave tañido de una campana siguió un desfile de pequeños grupos de alumnos que salían de las aulas. La actual generación de alumnos de Arbmger, pensé mientras estudiaba sus jóvenes rostros. Muchos de ellos estaban destinados a cargos de dirección, pero no pude evitar preguntarme si habría otro sociópata estilo Robson Westerfield incubándose entre aquellos muros privilegiados.
Salí de los terrenos de la escuela y seguí la calle principal del pueblo, que empieza en el colegio. Vi en el plano que va en línea recta desde Arbinger, en el extremo sur de la ciudad, hasta la Jenna Calish Academy para chicas en el extremo norte. New Cotswold es uno de esos encantadores pueblos de Nueva Inglaterra que está construido alrededor de las escuelas de su vecindad. Cuenta con una enorme librería, un cine, una biblioteca, algunas tiendas de ropa y varios restaurantes pequeños. Había desechado la idea de quedarme un rato con la esperanza de averiguar algo que me pudieran decir los alumnos. Craig Parshall me había proporcionado la clase de información que me interesaba y sabía que sería mejor seguir la pista de los compañeros de clase de Westerfield que pasar más tiempo en Arbinger.
Pero era casi mediodía y empezaba a tener dolor de cabeza, debido en parte al hecho de que me estaba entrando hambre, y en parte a que no había dormido mucho por la noche.
A unas tres manzanas del colegio pasé ante un restaurante llamado La Biblioteca. El pintoresco letrero pintado a mano llamó mi atención y sospeché que debía de ser el tipo de sitio en que la sopa era casera. Decidí darle una oportunidad y entré en un aparcamiento público cercano.
Como aún no era mediodía, fui la primera cliente y la jefa de comedor, una mujer jovial y bulliciosa que frisaba los cincuenta años, no solo me dejó escoger entre la docena de mesas, sino que me contó la historia del establecimiento.
—Ha sido de nuestra familia desde hace cincuenta años —explicó—. Mi madre, Antoinette Duval, lo abrió. Siempre fue una cocinera maravillosa y mi padre, para complacerla, se embarcó en la aventura. Tuvo tanto éxito, que acabó dejando su trabajo para llevar las riendas del negocio. Los dos se han jubilado y mis hermanas y yo les hemos sustituido, pero mi madre aún viene un par de días a la semana para preparar algunos de sus platos especiales. Ahora está en la cocina, y si le gusta la sopa de cebolla, acaba de hacerla.
La pedí y era tan buena como cabía esperar. La jefa de comedor se acercó para observar mi reacción y cuando le aseguré que la sopa era deliciosa, sonrió muy complacida. Entonces, aprovechando que aún había pocos clientes, me preguntó si me hospedaba en el pueblo o solo estaba de paso. Decidí sincerarme.
—Soy periodista y estoy escribiendo un artículo sobre Rob Westerfield, que acaba de salir de Sing Sing. ¿Sabe quién es?
Su expresión cordial se transformó al instante en severa y hosca. Dio media vuelta con brusquedad y se alejó. Vaya, pensé. Menos mal que casi he terminado la sopa. Tiene pinta de ir a echarme a patadas de un momento a otro.
Regresó un momento después, esta vez acompañada de una mujer rechoncha de pelo blanco. La mujer de más edad llevaba un delantal de chef y se secó las manos con un extremo mientras caminaba hacia la mesa.
—Mamá —dijo la jefa de comedor—, esta señorita está escribiendo un artículo sobre Rob Westerfield. A lo mejor te gustaría contarle algo.
—Rob Westerfield. —La señora Duval escupió prácticamente el nombre—. Un mal bicho. ¿Por qué le han dejado salir de la cárcel?
No necesitó que la animara para contar su historia.
—Vino aquí con sus padres durante uno de los fines de semana reservados a los padres. ¿Cuántos años tenía? Quince, tal vez. Estaba discutiendo con su padre. Por lo que fuera, se levantó de un salto para marcharse. La camarera caminaba detrás de él y el chico tropezó con la bandeja. La comida le cayó encima. No había visto nada parecido en mi vida, señorita, se lo aseguro. Agarró el brazo de la chica y lo retorció hasta que ella chilló. Era un animal.
—¿Llamó a la policía?
—Estuve a punto, pero su madre me rogó que esperara. Entonces, el padre abrió el billetero y dio a la camarera quinientos dólares. Era una cría. Quería cogerlos. Dijo que no presentaría denuncia. Después, el padre me dijo que añadiera el precio de la comida echada a perder a su cuenta.
—¿Qué hizo Rob Westerfield?
—Se largó y dejó que sus padres se las apañaran. La madre estaba muy avergonzada. Después de que el padre pagara a la camarera, me dijo que la culpa era de ella y que su hijo había reaccionado de aquella manera porque se había quemado. Me dijo que debía adiestrar a las camareras antes de dejar que llevaran bandejas.
—¿Qué hizo usted?
—Le dije que me negaba a servirle y que debían salir de mi restaurante.
—No se puede imaginar cómo se pone mamá cuando se enfada —dijo la hija—. Cogió los platos que acababan de dejar delante de ellos y se los llevó a la cocina.
—Pero me supo muy mal por la señora Westerfield —dijo la señora Duval—. Estaba muy disgustada. De hecho, me escribió una carta muy amable para pedirme perdón. Aún la guardo en mi archivo.
Cuando salí de La Biblioteca media hora después, contaba con el permiso para escribir la historia en mi página web y con la promesa de que recibiría una fotocopia de la carta que la señora Westerfield había escrito a la señora Duval. Además, iba a ver a Margaret Fisher, la joven camarera a la que Rob había retorcido el brazo. En la actualidad era psicóloga y vivía a dos pueblos de distancia, y estaría encantada de hablar conmigo. Recordaba muy bien a Rob Westerfield.
—Estaba ahorrando dinero para ir a la universidad —me dijo la doctora Fisher—. Los quinientos dólares que su padre me dio me parecieron una fortuna en aquel momento. Ahora que lo pienso, es una pena que no le denunciara. El chico es violento y si sé algo sobre la mente humana, sospecho que esos veintidós años en la cárcel no le han cambiado un ápice.
Era una mujer atractiva de unos cuarenta años, con el pelo prematuramente encanecido y un rostro juvenil. Me dijo que los viernes solo visitaba hasta mediodía y que estaba a punto de irse de la consulta cuando yo había llamado por teléfono.
—Vi la entrevista con él la otra noche en la televisión —dijo—. Es una mosquita muerta. Me dio asco, así que comprendo muy bien lo que siente usted.
Le conté lo que estaba haciendo en la página web y que me había plantado delante de Sing Sing con un letrero en el que solicitaba información sobre la conducta de Rob en la cárcel.
—Me sorprendería que no existieran más incidentes como los que ha descubierto —dijo—. ¿Qué sabe de los años transcurridos entre su estancia en el colegio de aquí y el momento en que fue detenido por la muerte de su hermana? ¿Cuántos años tenía cuando ingresó en prisión?
—Veinte.
—Con su historial, dudo que no se dieran más situaciones que fueron silenciadas o no salieron a la luz. Ellie, ¿se le ha ocurrido pensar que se está convirtiendo en una amenaza constante para él? Me ha dicho que su abuela está ojo avizor. Suponga que se entera de la existencia de su página web y la visita, o contrata a alguien para que la visite cada día. Si lee suficientes datos negativos acerca de él, ¿qué le impediría cambiar su testamento incluso antes de que a Westerfield le concedan un segundo juicio?
—¿No sería maravilloso? —dije—. Me encantaría ser la responsable de que el dinero de la familia fuera a parar a obras de caridad.
—Yo de usted iría con mucho cuidado —dijo la doctora Fisher en voz baja.
Pensé en su consejo mientras regresaba a Oldham. Habían entrado en mi apartamento y escrito lo que podía tomarse como una amenaza en mi ordenador. Le di vueltas en la cabeza a la cuestión de si debería haber dado parte a la policía. Pero por el motivo que había dicho a la señora Hilmer, sabía que había hecho bien al no avisarles: no quería correr el riesgo de que me consideraran una chiflada. Por otra parte, no tenía derecho a poner en peligro a la señora Hilmer. Decidí que debía encontrar otro sitio donde vivir. La doctora Fisher me había dado permiso para utilizar su nombre cuando escribiera sobre lo sucedido en el restaurante. Iba a hacer otra cosa en la página web: invitar a la gente a revelar los problemas que hubiera tenido con Rob Westerfield en los años anteriores a su encarcelamiento.
Era ya avanzada la tarde cuando entré en el camino de acceso y aparqué delante del apartamento. Había parado en el supermercado de Oldham y comprado provisiones. Mi plan era preparar una cena sencilla: filete, patata al horno y ensalada. Después, vería la televisión y me acostaría a una hora razonable. Era preciso que empezara a escribir el libro sobre Westerfield, y si bien podía utilizar el material que utilizaba en la página web, tenía que presentarlo de una manera diferente.
La casa de la señora Hilmer estaba a oscuras, de modo que no supe si estaba en casa. Me dije que su coche estaría en el garaje y que tal vez no había encendido todavía las luces, así que la telefoneé cuando entré en el apartamento. Contestó al primer timbrazo y supe por su voz que estaba preocupada.
—Ellie, puede que te parezca una locura, pero creo que alguien me siguió hoy cuando fui a la biblioteca.
—¿Por qué lo cree?
—Ya sabes lo tranquila que es esta calle, pero apenas acababa de salir del camino de entrada, cuando vi un coche por el retrovisor. Se mantuvo a cierta distancia de mí, pero no se desvió hasta que entré en la zona de aparcamiento contigua a la biblioteca. Después, creo que el mismo coche me siguió hasta casa.
—¿Continuó adelante cuando usted se desvió?
—Sí.
—¿Puede describirlo?
—Era de tamaño medio, oscuro, negro o azul oscuro. Como iba bastante detrás de mí no pude ver al conductor, pero me dio la impresión de que era un hombre. Ellie, ¿crees que la persona que entró anoche en el apartamento merodea por aquí?
—No lo sé.
—Voy a llamar a la policía y eso significa que tendré que contarles lo de anoche.
—Sí, por supuesto.
Me odié por el nerviosismo que percibí en la voz de la señora Hilmer. Hasta el momento, era evidente que siempre se había sentido segura en su casa. Recé para no haber destruido esa sensación de seguridad.
Un coche patrulla frenó ante la casa diez minutos después y, tras vacilar durante unos minutos, decidí ir a hablar con la policía. El agente con aspecto de veterano no concedía excesivo crédito a las sospechas de la señora Hilmer.
—¿La persona que iba en el coche no intentó pararla o ponerse en contacto con usted? —estaba preguntando cuando yo llegué.
—No. —La señora Hilmer nos presentó—. Hace muchos años que conozco al agente White, Ellie.
Era un hombre de facciones bien marcadas, con aspecto de pasar mucho tiempo al aire libre.
—¿Qué historia es esa acerca de un intruso, señorita Cavanaugh?
No disimuló su escepticismo cuando le hablé de la pluma y la frase del archivo.
—Quiere decir que no tocaron sus joyas y que la única prueba de que alguien entrara en el apartamento es que usted cree que habían movido su pluma de un lado de la agenda al otro, y que hay un par de palabras en un archivo del ordenador que no recuerda haber escrito.
—Que no escribí —le corregí.
Tuvo suficiente educación para no contradecirme, pero luego dijo:
—Señora Hilmer, vigilaremos la casa durante los próximos días, pero yo diría que se puso un poco nerviosa después de oír esta mañana la historia de la señorita Cavanaugh, y por eso se fijó en ese coche. Lo más probable es que no sea nada.
Mi «historia», pensé. Gracias por nada. No obstante, dijo que le gustaría examinar la cerradura de la puerta del apartamento. Prometí a la señora Hilmer que la llamaría y volví al apartamento con él. Echó un vistazo a la cerradura y llegó a la misma conclusión que yo: no había sido forzada.
Se demoró un momento, como si intentara tomar una decisión.
—Nos hemos enterado de que ayer estuvo en Sing Sing, señorita Cavanaugh —dijo por fin.
Esperé. Estábamos de pie en el vestíbulo que había a la entrada del apartamento. No había pedido ver el archivo del ordenador, lo cual demostraba lo poco que creía en mi «historia». No iba a invitarle a que siguiera desechándola.
—Señorita Cavanaugh, yo ya estaba aquí cuando su hermana fue asesinada y comprendo el dolor que ha padecido su familia, pero si Rob Westerfield cometió el crimen, ya ha cumplido su sentencia, y debo decirle que hay mucha gente en este pueblo a quienes no caía bien por su comportamiento, pero creen que pagó por otra persona.
—¿Es esa su opinión, agente?
—Pues sí, la verdad. Siempre he pensado que Paulie Stroebel era culpable. Hay muchas cosas que no salieron a la luz en el juicio.
—¿Por ejemplo?
—Había presumido ante cierto número de chicos del colegio de que su hermana iba a ir a la fiesta de Acción de Gracias con él. Si ella le contó a alguien, me refiero a sus amigas más íntimas, que solo iba porque Rob Westerfield no tendría celos de un tipo como él, y esto llegó a sus oídos, tal vez perdió los estribos. El coche de Rob Westerfield estaba aparcado en la estación de servicio. Usted misma dijo en el estrado de los testigos que Paulie dijo a Andrea que la había seguido hasta el escondite. Además, no olvidemos a la tutora que juró en el estrado que cuando Paulie se enteró de que habían encontrado el cadáver de Andrea, le oyó decir: «No pensé que estuviera muerta».
—Y un estudiante que estaba cerca de él juró que dijo: «No puedo creer que esté muerta». Una gran diferencia, agente.
—Es evidente que no nos vamos a poner de acuerdo en esto, pero debo advertirla de algo. —Debió de notar que me ponía tensa, porque dijo:
—Escúcheme bien. Estaba loca cuando se presentó en Sing Sing con ese letrero. Los tipos que salen de allí son criminales empedernidos. Y aparece usted, una mujer joven y muy atractiva con un letrero en el que da su número de teléfono y pide que la llamen. La mitad de esos desgraciados volverán a la celda dentro de un par de años. ¿Qué cree que pasa por sus cabezas cuando ven a una mujer como usted pidiendo problemas a gritos?
Le miré con fijeza. Había una preocupación sincera en su cara. No cabía duda de que tenía razón.
—Agente White, es a usted y a la gente como usted a quien intento convencer —dije—. Ahora comprendo que mi hermana estaba aterrorizada de Rob Westerfield, y después de lo que he averiguado hoy sobre él, entiendo el motivo. Si corro algún peligro, me arriesgaré con la gente que vio ese letrero, a menos que, por supuesto, estén relacionados de algún modo con Rob Westerfield y su familia.
Entonces se me ocurrió describir al hombre que me había hablado en el aparcamiento de la estación de tren. Le pedí que averiguara si un recluso de dicha descripción había sido excarcelado el día antes.
—¿Qué hará con esa información? —preguntó.
—De acuerdo. Olvidémoslo, agente —dije.
La señora Hilmer debía de estar vigilando la partida del agente White. Mi móvil sonó justo cuando las luces traseras de su coche desaparecían en la carretera.
—Ellie —dijo—, hice fotocopias de los periódicos y la trascripción del juicio. ¿Necesitas los originales esta noche? He quedado con unas amigas para ir al cine y a cenar, y no volveré hasta las diez.
Detestaba la idea de que me aterraba tener los originales y las copias bajo el mismo techo, pero así era.
—Voy ahora mismo —dije.
—No, te llamaré cuando vaya a salir. Pasaré con el coche por delante del apartamento. Bajas y recoges la bolsa.
Llegó unos minutos después. Solo eran las cuatro y media, pero el cielo ya estaba oscuro. Aun así, percibí la tensión en su cara cuando bajó la ventanilla para hablarme.
—¿Ha ocurrido algo más? —pregunté.
—Me llamaron por teléfono hace un minuto. No sé quién era. El identificador estaba bloqueado.
—Cuénteme.
—Sé que es una locura, pero alguien dijo que debía ir con cuidado si tenía a una psicótica cerca de mí. Dijo que te habían encerrado en una institución psiquiátrica por provocar un incendio en un aula.
—Eso no es cierto. Dios mío, no he pasado ni un día en un hospital desde que nací y mucho menos en un manicomio.
Supe por el alivio que se reflejó en su cara que la señora Hilmer me creía. Pero eso también significaba que no había desechado al instante las afirmaciones de la persona que había llamado. Al fin y al cabo, la primera vez que había ido a verla apuntó que Rob Westerfield podía ser inocente y que yo estaba obsesionada con la muerte de Andrea.
—Pero, Ellie, ¿por qué iba alguien a decir cosas tan horribles de ti? —protestó—. ¿Qué puedes hacer para impedir que lo diga a otras personas?
—Alguien está intentando desacreditarme, eso está claro, y la respuesta es que no puedo impedirlo. —Abrí la puerta trasera del coche y recuperé la bolsa de lona. Intenté elegir mis palabras con cautela—. Señora Hilmer, creo que lo mejor será volver al hostal mañana por la mañana. El agente White piensa que voy a atraer a gente muy rara por culpa de aparecer en Sing Sing con un letrero y no puedo permitir que me sigan hasta aquí. Estaré más segura en el hostal y usted recobrará la tranquilidad.
Tuvo la honradez de no contradecirme.
—Creo que estarás más segura, Ellie —dijo, con alivio en su voz, y luego añadió—: Y yo también me sentiré más segura.
Se alejó sin decir nada más.
Volví al apartamento con la bolsa en la mano, sintiéndome casi desdichada. En los tiempos bíblicos, obligaban a los leprosos a colgarse campanillas alrededor del cuello y a gritar «Impuro, impuro» si alguien pasaba cerca de ellos. En aquel momento, juro que me sentí como una leprosa.
Dejé caer la bolsa y entré en el dormitorio para cambiarme. Sustituí la chaqueta por un jersey holgado, me quité los zapatos sacudiendo los pies y embutí mis pies en unas zapatillas usadas. Después, fui a la sala de estar, me serví una copa de vino y me acomodé en la butaca con los pies sobre un almohadón.
El jersey y las zapatillas eran las prendas que utilizaba para sentirme a gusto. Por un fugaz momento pensé en mi antiguo objeto de consuelo, Bones, el animal de peluche que había compartido mi almohada cuando era pequeña. Estaba en una caja que descansaba sobre el estante superior del ropero de mi piso de Atlanta. Compartía la caja con otros recuerdos del pasado que mi madre había guardado, incluyendo su álbum de boda, fotos de nosotros cuatro, ropas de bebé y, lo más doloroso de todo, el uniforme de la banda de Andrea. Por un momento, lamenté como una niña que Bones no estuviera conmigo.
Después, mientras bebía el vino, pensé que Pete y yo íbamos a tomar con frecuencia una copa de vino después de trabajar, antes de pedir la cena.
Dos recuerdos: mi madre bebiendo para encontrar la paz y Pete y yo relajados y bromeando sobre lo que a veces había sido un día muy ajetreado o frustrante.
Hacía diez días que no tenía noticias de Pete, desde que habíamos cenado en Atlanta. Como no le veía, no pensaba en él, decidí. Buscaba otro trabajo. «Perseguía otros intereses», como se dice en la jerga de los negocios cuando a un ejecutivo le ordenan despejar su escritorio.
O cuando decide cortar amarras. Todas.