Todos los días, el penal de Sing Sing libera presos que han cumplido su sentencia u obtenido la libertad condicional. Cuando se van, les dan unos tejanos, botas de trabajo, una chaqueta y 40 dólares, y a menos que vaya a recogerles un miembro de la familia o un amigo, les acompañan en coche a la estación de autobús o les entregan un billete de tren.
La estación de tren dista el equivalente a cuatro manzanas de la prisión. El preso excarcelado va a pie a la estación y coge un tren que va al norte o al sur.
El tren del sur termina en Manhattan. El del norte llega hasta Buffalo, en el estado de Nueva York.
Concluí que cualquiera que saliera de Sing Sing en ese momento habría conocido a Rob Westerfield.
Por eso, a la mañana siguiente, me vestí con prendas de abrigo, aparqué en la estación y caminé hasta la prisión. Hay una actividad constante en las puertas. Tras echar un vistazo a las estadísticas, descubrí que había unos dos mil trescientos reclusos. Tejanos, botas de trabajo y chaqueta no constituyen una vestimenta muy característica. ¿Cómo iba a distinguir a un empleado que hubiera terminado su turno de un recluso recién liberado? La respuesta era que no podía.
Para solucionar el problema, hice un letrero de cartón. Me planté ante la puerta y lo alcé. Rezaba: «Periodista de investigación busca información sobre el preso recién liberado Robson Westerfield. Pago generoso».
Entonces, se me ocurrió que alguien que saliera de la prisión en coche o taxi, o que no quisiera dejarse ver hablando conmigo, se pondría en contacto conmigo si podía localizarme por teléfono. En el último momento añadí el número de mi móvil (917—555—1261) con cifras grandes, fáciles de leer.
Era una mañana fría y ventosa. Primero de noviembre. Día de Todos los Santos. Desde que mi madre había muerto, solo había ido a misa en días como Navidad y Domingo de Pascua, cuando hasta los católicos no practicantes como yo oyen las campanas de una iglesia cercana y se encaminan a ella de mala gana.
Me siento como un robot cuando entro en una. Me arrodillo y me levanto al mismo tiempo que los demás, pero nunca recito las oraciones. Me gusta cantar y siento un nudo en la garganta cuando la congregación se une al coro. Por Navidad, música alegre: «Hark the Herald Angels Sing» o «Away in a Manger». Por Pascua, música triunfal: «Jesús Christ Is Risen Today». Pero mis labios se mantienen cerrados. Que los demás canten exultantes.
Solía encolerizarme. En los últimos tiempos, solo me siento cansada. De una manera u otra, te los has llevado a todos, oh, Señor. ¿Estás satisfecho por fin? Sé, cuando veo la televisión y me entero de que familias enteras han sido aniquiladas por bombardeos, o las veo morir de hambre en campos de refugiados, que debería ser consciente de lo afortunada que soy. Mi intelecto lo capta, pero no sirve de nada. Hagamos un trato, Dios. Dejémonos en paz mutuamente.
Estuve dos horas sosteniendo el letrero. Casi todos los que entraban o salían por las puertas lo miraban con curiosidad. Algunos hablaron conmigo. Un hombre fornido casi cincuentón, con las orejeras de la gorra bajadas para protegerse del frío, me dijo con brusquedad:
—Señora, ¿no tiene nada mejor que hacer que investigar a ese crápula?
Reparé, no obstante, en que algunas personas, incluyendo los que parecían empleados, estudiaban el letrero como si estuvieran memorizando mi número de teléfono.
A las diez de la mañana, aterida hasta los huesos, me rendí y volví al aparcamiento de la estación de tren. Estaba a punto de abrir la puerta del conductor, cuando un hombre se acercó a mí. Aparentaba unos treinta años, enjuto, de ojos malignos y labios delgados.
—¿Por qué la ha tomado con Westerfield? —preguntó—. ¿Qué le ha hecho?
Vestía tejanos, chaqueta y botas de trabajo. ¿Le acababan de soltar y me había seguido?, me pregunté.
—¿Es usted amigo de él?
—¿Qué más da?
Tenemos la reacción instintiva de retroceder cuando alguien se nos acerca demasiado, cuando «nos planta la cara delante». Yo tenía la espalda apoyada contra el costado del coche y aquel tipo me estaba acorralando. Vi con alivio por el rabillo del ojo que una furgoneta estaba entrando en el aparcamiento. Pasó por mi cabeza la idea de que tendría ayuda si la necesitaba.
—Quiero subir a mi coche y usted no me deja —dije.
—Rob Westerfield fue un preso modélico. Todos le respetábamos. Fue un gran ejemplo para todos. Bien, ¿cuánto me va a pagar por la información?
—Que le pague él.
Di media vuelta, aparté al tipo de un empujón, liberé la cerradura con el mando a distancia y abrí la puerta.
El hombre no intentó detenerme, pero antes de que pudiera cerrar la puerta, dijo:
—Déjeme darle un consejo gratis. Queme su letrero.