No me resultó fácil conciliar el sueño aquella noche. Me dormía y volvía a despertarme, a sabiendas de que cada segundo que transcurría acercaba más a Rob Westerfield al momento en que saldría de la cárcel.
No podía apartar de mi mente el acontecimiento que le había mantenido encerrado durante veintidós años. De hecho, cuanto más se acercaba a la libertad, más vivas sentía a mi madre y Andrea. Ojalá… Ojalá… Ojalá…
Déjalo ya, gritó una parte de mí. Olvídalo. Relégalo al pasado. Soy consciente del daño que estoy ocasionando a mi propia vida y no quiero que eso ocurra. Me levanté a eso de las dos y me preparé una taza de chocolate. Me senté a bebería junto a la ventana. El bosque que separaba nuestra casa de la finca de la anciana señora Westerfield se extiende más allá de la propiedad de la señora Hilmer y sigue allí, la barrera que la aísla del mundo exterior. Podría atravesarlo como hizo Andrea aquella noche, y acercarme al garaje-escondite por el otro lado.
En la actualidad hay una verja elevada que señala las hectáreas que rodean la casa de los Westerfield. Estoy segura de que hay también un sistema de seguridad que delataría la entrada de un intruso, o de una cría de quince años. A los noventa y dos años, la gente no necesita dormir mucho. Me pregunté si la señora Westerfield estaría despierta en ese momento, contenta de ver en libertad a alguien de su misma sangre, pero temerosa de la publicidad que acompañaría al acontecimiento. Su necesidad de limpiar el apellido familiar era tan poderosa como mi necesidad de que Paulie Stroebel no fuera destrozado y de que el nombre de Andrea no fuera arrastrado por el barro.
Era una cría inocente que perdió la cabeza. Después, su enamoramiento de Rob Westerfield se convirtió en miedo y por eso fue al escondite aquella noche. Tenía miedo de no encontrarse con él, pues le había ordenado que hiciera acto de presencia.
Sentada en las horas previas al amanecer, la sensación inconsciente de que Andrea tenía miedo de él, y de que yo tenía miedo de él por lo que pudiera hacerle a ella, cristalizó en mi mente. La veía con nitidez en mi mente, aferrando el medallón que rodeaba su cuello, mientras reprimía las lágrimas. No quería encontrarse con él, pero estaba atrapada entre la espada y la pared. Por eso, añadí otro «ojalá» a la lista. Ojalá hubiera confesado a mis padres que iba a encontrarse con Rob.
En aquel momento invertimos los papeles y yo me convertí en la hermana mayor. Volví a la cama y dormí de un tirón hasta las siete. Estaba plantada ante el televisor cuando los medios de comunicación cubrieron la salida de Sing Sing de Rob Westerfield, en una limusina que le esperaba ante la puerta. El reportero del canal que veía recalcó que Rob Westerfield siempre había jurado que era inocente del crimen.
A mediodía, estaba otra vez ante el aparato para presenciar las revelaciones de Rob Westerfield al mundo.
La entrevista tuvo lugar en la biblioteca de la mansión familiar de Oldham. El sofá en que estaba sentado se hallaba situado ante una pared de libros encuadernados en piel, como para poner de relieve, supongo, su mente estudiosa.
Rob vestía una chaqueta de cachemira, camisa deportiva sin corbata, pantalones oscuros y mocasines. Siempre había sido apuesto, pero todavía lo era más en la madurez. Había heredado las facciones aristocráticas de su padre y había aprendido a disimular la sonrisa desdeñosa que aparecía en sus fotos de juventud. Un toque grisáceo despuntaba en las raíces de su pelo oscuro.
Tenía las manos enlazadas delante de él y estaba inclinado un poco hacia delante, en una postura relajada pero atenta.
—Bonita puesta en escena —dije en voz alta—. Lo único que falta es un perro a sus pies.
Cuando le vi, sentí que la bilis me subía a la garganta.
Su entrevistadora era Corinne Sommers, presentadora de La historia verdadera, el popular programa informativo de los viernes por la noche. Hizo una breve introducción.
—Acaba de ser liberado después de veintidós años de cárcel… Siempre defendió su inocencia… Luchará ahora para que su reputación quede limpia…
Vamos al grano, pensé.
—Rob Westerfield, la pregunta es obvia, pero ¿qué siente al volver a ser un hombre libre?
Su sonrisa era cálida. Sus ojos oscuros, bajo las cejas bien dibujadas, parecían casi chispeantes.
—Es increíble, maravilloso. Soy demasiado mayor para llorar, pero es lo que tengo ganas de hacer. Paseo por la casa, y es maravilloso poder hacer cosas normales, como entrar en la cocina y tomarme una segunda taza de café.
—Entonces, ¿piensa pasar una temporada en ella?
—Por supuesto. Mi padre ha amueblado un maravilloso piso cerca de esta casa y quiero trabajar con nuestros abogados para acelerar un nuevo juicio. —Miró con intensidad a la cámara—. Corinne, habría podido salir en libertad condicional hace dos años, si hubiera aceptado confesar que maté a Andrea Cavanaugh y que estaba arrepentido de ese terrible acto.
—¿No sintió la tentación de hacerlo?
—Ni por un momento —dijo Rob sin vacilar—. Siempre he defendido mi inocencia y ahora, gracias al testimonio de Will Nebels, tengo la oportunidad de demostrarla.
No podías admitirlo, tenías mucho que perder, pensé. Tu abuela te habría desheredado.
—Usted fue al cine la noche en que Andrea Cavanaugh fue asesinada.
—En efecto. Y me quedé hasta el final de la película, a las nueve y media. Mi coche estuvo aparcado en la estación de servicio durante más de dos horas. Desde el centro del pueblo, solo hay doce minutos en coche hasta la casa de mi abuela. Paulie Stroebel tenía el coche a su disposición y siempre iba detrás de Andrea. Hasta su hermana lo admitió en su declaración.
—El acomodador del cine recuerda que usted compró la entrada.
—Exacto. Y guardé el resguardo que lo demostraba.
—Pero nadie le vio salir del cine al final de la sesión.
—Nadie recuerda haberme visto salir —corrigió Rob—. Es muy diferente.
Por un instante, entreví un destello de cólera detrás de la sonrisa y me incorporé en la butaca.
No obstante, el resto de la entrevista habría podido ser con un rehén recién rescatado.
—Además de limpiar su nombre, ¿qué piensa hacer?
—Ir a Nueva York. Comer en restaurantes que no debían de existir hace veintidós años. Viajar. Conseguir un empleo. —Una vez más, la sonrisa cálida—. Conocer a alguien especial. Casarme. Tener hijos.
Casarse. Tener hijos. Todas las cosas que Andrea no haría jamás.
—¿Qué va a cenar esta noche y quién estará con usted?
—Solo los cuatro: mi padre, mi madre y mi abuela. Queremos reunimos como una familia. He pedido una cena muy sencilla. Cóctel de gambas, chuletón, patatas al horno, brécol y ensalada.
¿Y un pastel de manzana?, me pregunté.
—Y pastel de manzana —concluyó.
—Y champán, imagino.
—Por supuesto.
—Da la impresión de que tiene planes muy concretos para el futuro, Rob Westerfield. Le deseamos suerte y esperamos que en un segundo juicio pueda demostrar su inocencia.
¿Eso era una periodista? Apreté el botón del mando a distancia y me acerqué a la mesa del comedor, donde había dejado mi ordenador portátil. Me conecté con mi página web y empecé a escribir.
Robson Westerfield, el asesino convicto de Andrea Cavanaugh, la cual tenía quince años cuando murió, acaba de ser liberado de la cárcel y piensa comer rosbif y pastel de manzana. La beatificación de este asesino acaba de empezar, y se llevará a cabo a expensas de su joven víctima y de Paulie Stroebel, un hombre tranquilo y trabajador que ha tenido que superar muchas dificultades.
No tendría que superar esta.
No está mal para empezar, pensé.