El día después de ver a los Stroebel intenté localizar a Marcus Longo, el detective que había investigado el asesinato de Andrea. Respondió el contestador automático y dejé un mensaje en el que explicaba quién era y le daba el número de mi móvil. Pasaron los días sin tener noticias de él.
Me sentía terriblemente decepcionada. Después de ver la seguridad con que se había expresado Longo en televisión sobre la culpabilidad de Rob Westerfield, pensaba que saltaría sobre el teléfono para ponerse en contacto conmigo. Había perdido toda esperanza, cuando el 30 de octubre mi móvil sonó. Cuando contesté, una voz serena preguntó:
—Ellie, ¿todavía tienes el pelo del color de la arena iluminada por el sol?
—Hola, señor Longo.
—Acabo de volver de Colorado, por eso no te he llamado antes —explicó—. Nuestro primer nieto nació el lunes. Mi mujer sigue allí. ¿Puedes cenar conmigo esta noche?
—Me encantaría.
Le dije que me hospedaba en el apartamento de invitados de la señora Hilmer.
—Sé dónde vive la señora Hilmer.
Siguió una breve pausa, mientras los dos pensábamos en la lógica de la situación: está en la misma calle de nuestra antigua casa.
—Te recogeré a las siete, Ellie.
Estaba atenta a la llegada de su coche y bajé corriendo cuando se desvió para entrar en el camino de acceso, porque este se bifurca y el garaje con el apartamento de invitados se halla al final del ramal derecho. Antes había sido un establo y se encuentra a cierta distancia de la casa. No quería que se equivocara de ramal.
Hay personas en este mundo con las cuales te sientes a gusto de inmediato. Así fue con Marcus Longo en cuanto ocupé el asiento del pasajero.
—He pensado mucho en ti durante todos estos años —dijo mientras daba media vuelta—. ¿Has ido a Cold Spring desde que has vuelto?
—Lo crucé en coche una tarde, pero no llegué a bajar. Recuerdo que estuve allí cuando era pequeña. Mi madre siempre iba a curiosear en tiendas de antigüedades.
—Bien, todavía siguen en su sitio, pero ahora también hay buenos restaurantes.
Oldham es el pueblo situado más al norte junto a la orilla del río Hudson, en el condado de Westchester. Cold Spring está justo cruzado el límite, en el condado de Putnam, frente a frente con West Point, al otro lado del río. Es un pueblo muy bonito, con una calle principal en la que te sientes trasladada al siglo XIX.
Recordaba muy bien las veces que había estado con mi madre. De hecho, hablaba a veces de Cold Spring.
«¿Recuerdas que los sábados por la tarde recorríamos en coche la calle principal y parábamos en todas aquellas tiendas de antigüedades? Os estaba preparando para que apreciarais las cosas bellas. ¿Hice mal?».
Las reminiscencias solían empezar después de su segundo o tercer whisky. Cuando yo tenía diez años, le ponía agua en la botella de Dewar's, con la esperanza de que no le sentara tan mal. Nunca pareció servir de nada.
Longo había reservado mesa en Cathryn's, un asador íntimo al estilo toscano, junto a la calle principal. Nos examinamos el uno al otro en una mesa del rincón. Aunque resultara curioso, parecía más viejo que en la televisión. Había arrugas alrededor de sus ojos y la boca, y aunque su cuerpo era robusto, no parecía en buena forma física. Me pregunté si había estado enfermo.
—No sé por qué pensaba que medías metro y medio —dijo—. Eras menuda para tu edad cuando eras pequeña.
—Crecí mucho en el instituto.
—Te pareces a tu padre. ¿Le ves?
La pregunta me sorprendió.
—No. Y no pienso hacerlo. —No quería preguntarlo, pero yo también sentía curiosidad—. ¿Le ve usted, señor Longo?
—Llámame Marcus, por favor. Hace años que no le veo, pero su hijo, tu hermanastro, es un deportista magnífico. Los periódicos locales hablan mucho de él. Tu padre se jubiló de la policía estatal hace ocho años, cuando tenía cincuenta y nueve. Los periódicos locales le dedicaron unos artículos estupendos. Su carrera en la policía estatal había sido impresionante.
—Supongo que hablaban de la muerte de Andrea.
—Sí, y había algunas fotos, recientes y de archivo. Por eso me doy cuenta ahora de lo mucho que te pareces a él.
Yo no contesté y Longo enarcó las cejas.
—Es un cumplido, no te quepa duda. En cualquier caso, como decía mi madre, «has crecido bien». —De pronto, cambió de tema—. Leí tu libro, Ellie, y me gustó mucho. Plasmabas muy bien el dolor lacerante de los familiares de las víctimas. Comprendo por qué.
—Me lo imagino.
—¿Para qué has venido, Ellie?
—Para oponerme a la libertad condicional de Rob Westerfield.
—Aun a sabiendas de que es una causa perdida —dijo en voz baja.
—Sabía que era inútil.
—¿Te parece necesario ser la voz que clama en el desierto?
—Mi mensaje no es preparar el camino del Señor. Mi mensaje es: «Cuidado. Vais a soltar a un asesino».
—Sigues siendo la voz que clama en el desierto. Las puertas se abrirán mañana para Rob Westerfield y saldrá de la prisión. Escúchame con atención, Ellie. No cabe la menor duda de que obtendrá un nuevo juicio. El testimonio de Nebels será suficiente para provocar una duda razonable en la mente de los jurados y Westerfield será absuelto. Sus antecedentes penales serán destruidos y los Westerfield vivirán felices para siempre y comerán perdices.
—Eso no puede ocurrir.
—Has de comprender algo, Ellie: los Westerfield necesitan que eso ocurra. Robson Parke Westerfield es el último retoño de lo que antes era un apellido noble y respetado. No te dejes engañar por la imagen pública de su padre. Tras su fachada filantrópica, Vincent Westerfield, el padre de Rob, es un magnate ladrón y codicioso, pero necesita con desesperación la respetabilidad de su hijo. Y la anciana señora Westerfield la exige.
—¿Qué significa eso?
—Significa que a la edad de noventa y dos años todavía está en posesión de todas sus facultades y controla la fortuna familiar. Si el nombre de Rob no queda limpio, legará todo su dinero a obras de caridad.
—Pero supongo que Vincent Westerfield tiene mucho dinero propio.
—Por supuesto, pero no es nada comparado con la fortuna de su madre. La señora Dorothy Westerfield ya no cree ciegamente en la inocencia de su nieto. ¿Tu padre no la echó de tu casa el día del entierro?
—Sí, cosa que a mi madre siempre la mortificó.
—Por lo visto, lo mismo le ocurre a la señora Dorothy Westerfield. Tu padre le dijo a la cara en público que el tipo que le robó y disparó había estado conchabado con Rob.
—Sí, recuerdo que gritó eso.
—Por lo visto, la señora Westerfield también lo ha recordado. Como es natural, ha deseado creer que Rob fue condenado injustamente, pero me da la impresión de que las semillas de la duda siempre han estado plantadas en su mente, y no han hecho más que crecer con los años. Ahora que se le está acabando el tiempo, ha dado un ultimátum al padre. Si Rob es inocente, ocúpate de que sea rehabilitado y la mancha eliminada del apellido familiar. De lo contrario, su dinero, la fortuna de los Westerfield, irá a parar a obras de caridad.
—Me sorprende que haya sido tan prudente.
—Tal vez su marido, el padre de Vincent, intuyó algo en su hijo que le impulsó a disponer sus voluntades de esta forma. Por suerte, no vivió para ver a su nieto condenado por asesinato.
—Así que el padre ha de demostrar la inocencia de Rob y de repente aparece un testigo ocular que vio a Paulie en el escondite. ¿La vieja señora Westerfield se traga esa historia?
—Ellie, lo que ella quiere es que un nuevo jurado revise el caso y emita el veredicto que ella desea.
—Y Vincent Westerfield se va a encargar de que el veredicto sea satisfactorio.
—Voy a contarte algo sobre Vincent Westerfield. Durante años se ha entregado con todas sus fuerzas a destruir el carácter tradicional del valle del Hudson, consiguiendo que terrenos destinados a zonas residenciales fueran recalificados como comerciales. Erigiría un centro comercial en mitad del Hudson si le dejaran. ¿Crees que le importa algo lo que sea de Paulie Stroebel?
Nos dieron las cartas. Yo me decidí por una de las especialidades, costillar de cordero. Marcus pidió salmón.
Le hablé de mis planes mientras tomábamos la ensalada.
—Cuando vi la entrevista por televisión con Will Nebels, decidí intentar que publicaran algunos artículos de investigación. Hasta el momento, he conseguido un contrato para escribir un libro que refute las tesis del de Jake Bern.
—No solo tienen a Bern escribiendo un libro, sino una maquinaria publicitaria preparada para bombardear a los medios de comunicación. Lo que viste en televisión es solo el principio —advirtió Longo—. No me sorprendería que publicaran de repente una foto de Rob con el uniforme de Eagle Scout.
—Recuerdo que mi padre dijo que estaba podrido hasta la médula. ¿Qué historia es esa del robo en casa de su abuela?
Marcus tenía memoria de policía para los delitos.
—La abuela se alojaba en su casa de Oldham. En plena noche, oyó un ruido y se despertó. Había una criada residente, pero vivía en un ala separada. Cuando la señora Westerfield abrió la puerta del dormitorio, le dispararon a quemarropa. Nunca vio a su atacante, pero le detuvieron un par de días después. Afirmó que Rob le había metido en aquel lío, que le había prometido diez mil dólares si la liquidaba.
Inútil decir que no había pruebas. Era la palabra de un tipo de veintiún años, al que habían expulsado del instituto y tenía un largo historial de delincuencia juvenil, contra la de Westerfield.
—¿Cuál pudo ser el móvil de Westerfield?
—Dinero. Su abuela le dejaba cien mil dólares solo a él. La mujer pensaba que a los dieciséis años no era demasiado joven para empezar a manejar e invertir dinero con inteligencia. No sabía que Rob tenía un problema con las drogas.
—¿Creyó que no estaba implicado en el asalto?
—Sí. No obstante, cambió su testamento. Esa cláusula desapareció.
—Luego es posible que albergara dudas sobre él ya entonces.
Longo asintió.
—Y esa duda, añadida a la de la muerte de tu hermana, ha llegado al límite. En esencia, está diciendo a su hijo y su nieto que actúen o callen para siempre.
—¿Qué hay de la madre de Rob Westerfield?
—Otra dama muy simpática. Pasa casi todo el tiempo en Florida. Tiene un negocio de interiorismo en Palm Beach. Con su nombre de soltera, debería añadir. Tiene mucho éxito. Puedes buscarla en internet.
—He abierto una página web —dije.
Longo enarcó las cejas.
—Es la forma más sencilla de difundir información. Cada día, a partir de mañana, voy a escribir sobre el asesinato de Andrea y la culpabilidad de Rob Westerfield en mi página web. Voy a investigar todos los rumores desagradables sobre él y tratar de verificarlos uno por uno. Voy a entrevistar a sus profesores y compañeros de clase de sus dos colegios secundarios privados, y de su primer año en Willow College. No te expulsan de los colegios sin motivo. Es un tiro al azar, pero voy a ver si puedo localizar el medallón que regaló a Andrea.
—¿Te acuerdas bien de él?
—El recuerdo es confuso, claro está, pero en el juicio lo describí con detalle. Guardo la trascripción del juicio, de modo que sé con exactitud lo que dije entonces: que era dorado, en forma de corazón, y tenía tres piedras azules en el centro y las letras R y A grabadas en la parte de atrás.
—Yo estaba en la sala cuando lo describiste. Recuerdo haber pensado que sería caro, a juzgar por tu explicación, pero en realidad debía de ser una de esas piezas de bisutería que cuestan veinticinco dólares y se compran en las galerías comerciales. Graban las iniciales por un par de pavos.
—Pero no crees que lo toqué cuando encontré el cadáver de Andrea en el escondite, que oí respirar a alguien cerca de mí, o que el medallón desapareció antes de que la policía llegara, ¿verdad?
—Ellie, pasaste de la histeria al estado de shock. Testificaste que, al arrodillarte, resbalaste y caíste sobre el cuerpo de Andrea. No creo que en la oscuridad, y con lo que debía pasar por tu cabeza, te hubieras dado cuenta de que palpabas el medallón. Tú misma dijiste que lo llevaba debajo de la blusa o el jersey.
—Aquella noche lo llevaba. Estoy segura. ¿Por qué no estaba cuando llegó la policía?
—Una explicación razonable es que él se lo llevó después de matarla. La defensa se basó en la afirmación de Rob de que ella estaba loca por él, pero el sentimiento no era recíproco.
—De momento, lo dejaremos así —dije—. Quiero hablar de otra cosa. Háblame de tu nieto recién nacido. Supongo que es el único bebé del mundo.
—Por supuesto. —Marcus Longo parecía contento de cambiar de tema. Sirvieron la cena y me habló de su familia—. Mark tiene tu edad. Es abogado. Se casó con una chica de Colorado y consiguió trabajo en un bufete de allí. Le encanta su trabajo. Yo me jubilé hace un par de años y me operaron del corazón el invierno pasado. Pasamos casi todos los meses de frío en Florida y estamos hablando de vender la casa de aquí y comprar algo cerca de Denver, para poder ver a los chicos sin ponernos pesados.
—Mi madre y yo pasamos un año en Denver.
—Hace tiempo que vives en Atlanta, Ellie. ¿Lo consideras tu hogar?
—Es una gran ciudad. Tengo muchos buenos amigos. Mi trabajo me gusta, pero si venden el periódico en el que trabajo, tal como se rumorea, no sé si me quedaré allí. Tal vez algún día tenga ganas de echar raíces y establecerme. Aún no es el caso. Siempre creo que hay un asunto pendiente. De jovencito, ¿ibas al cine cuando tenías deberes para el día siguiente?
—Claro.
—Pero no podías disfrutar de la película, ¿verdad?
—Ha pasado mucho tiempo, pero supongo que no.
—Yo tengo que acabar unos deberes antes de poder disfrutar de la película —dije.
No había encendido ninguna luz antes de salir y cuando volvimos a casa de la señora Hilmer, el apartamento del garaje estaba a oscuras y solitario. Marcus Longo hizo caso omiso de mis protestas e insistió en acompañarme arriba. Se quedó mientras yo buscaba la llave y después, cuando la introduje en la cerradura y entré, dijo con firmeza:
—Cierra la puerta con doble vuelta.
—¿Por algún motivo concreto?
—Para citarte, Ellie, «Cuidado, vais a soltar a un asesino».
—Tienes razón.
—Pues haz caso de tu propia voz. No te digo que no vayas a por Westerfield, pero sí que lo hagas con cuidado.
Llegué a casa justo a tiempo de pillar las noticias de las diez. El gran reportaje era que Rob Westerfield sería excarcelado al día siguiente por la mañana y que habría una entrevista con la prensa, en la casa familiar de Oldham, a mediodía.
No me la perdería por nada del mundo, pensé.