Paulie Stroebel estaba detrás del mostrador cuando abrí la puerta de la charcutería y sonó la campanilla.
Mi vago recuerdo de él se circunscribía a la antigua estación de servicio, donde había trabajado años antes. Ponía gasolina en el depósito de nuestro coche y limpiaba el parabrisas hasta que relucía. Recuerdo que mi madre decía: «Paulie es un chico muy amable», una frase que nunca volvió a repetir cuando ingresó en la lista de sospechosos de la muerte de Andrea.
Creo que mis recuerdos de su aspecto físico se basaban en parte (o tal vez únicamente) en las fotos de él que veía en los periódicos que mi madre guardaba, periódicos que documentaban hasta el último detalle la muerte de Andrea y el juicio. No hay nada que despierte más el interés del público lector que la historia del hijo de una familia rica e importante acusado del asesinato de una hermosa adolescente.
Había fotos que acompañaban al texto, por supuesto: el cadáver de Andrea cuando lo sacaron del garaje; el ataúd al salir de la iglesia; mi madre, con las manos entrelazadas y el rostro deformado por el dolor; mi padre, con expresión de inmenso pesar; yo, pequeña y perdida; Paulie Stroebel, perplejo y nervioso; Rob Westerfield, arrogante, apuesto y desdeñoso; Will Nebels, con una sonrisa servil inapropiada.
Los fotógrafos ansiosos por captar una emoción humana en estado puro habían disfrutado de un día excepcional.
Mi madre nunca me había dicho que conservaba todos esos recortes de periódico, ni la trascripción del juicio. Después de su muerte, me quedé de una pieza al descubrir que la abultada maleta que nos acompañaba en todos nuestros desplazamientos era una caja de Pandora que solo contenía desdicha. Sospecho ahora que, cuando la bebida sumía a mi madre en un sopor depresivo, abría la maleta y revivía su crucifixión particular.
Sabía que Paulie y la señora Stroebel debían de estar enterados de mi regreso al pueblo. Cuando él alzó los ojos y me vio, se sobresaltó, pero después compuso una expresión cautelosa. Aspiré el maravilloso aroma mezcla de jamón, buey y condimentos que parece ser inherente a los buenos productos alemanes, nos miramos y examinamos.
El cuerpo robusto de Paulie parecía más propio de un hombre maduro que del adolescente plasmado en las fotos de los periódicos. Sus mejillas rechonchas se habían afinado y sus ojos ya no conservaban la mirada perpleja de veintitrés años antes. Faltaban pocos minutos para las seis, la hora de cierre, y tal como yo esperaba, ya no había clientes rezagados.
—Paulie, soy Ellie Cavanaugh.
Me acerqué a él y extendí mi mano sobre el mostrador. Me la estrechó con firmeza, incluso con excesiva fuerza.
—Me dijeron que habías vuelto. Will Nebels miente. Yo no estuve en el garaje aquella noche.
Su voz era una protesta dolida.
—Lo sé.
—No es justo que diga eso.
La puerta que separaba la cocina de la parte delantera de la tienda se abrió y la señora Stroebel salió. Tuve la inmediata impresión de que siempre estaba al acecho de lo que pudiera pasarle a su hijo.
Había envejecido, por supuesto, y ya no era la mujer de mejillas sonrosadas que yo recordaba. Su cuerpo había adelgazado. Su pelo era gris, con apenas una insinuación del tono rubio que yo recordaba, y caminaba con una leve cojera. Cuando me vio, dijo «¿Ellie?», y cuando yo asentí, su expresión de preocupación dio paso a una sonrisa de bienvenida. Salió de detrás del mostrador corriendo para abrazarme.
Después de que yo prestara declaración ante el tribunal, la señora Stroebel se acercó a mí, tomó mis manos y, al borde de las lágrimas, me dio las gracias. El abogado de la defensa había intentado obligarme a decir que Andrea tenía miedo de Paulie, y creo que fui muy precisa en el estrado.
«No he dicho que Andrea tenía miedo de Paulie, porque no es verdad. Tenía miedo de que Paulie dijera a papá que a veces se encontraba con Rob en el escondite».
—Me alegro de verte, Ellie. Ahora estás hecha toda una mujer, y yo soy una vieja —me dijo la señora Stroebel mientras sus labios rozaban mi mejilla. El acento de su país de origen fluía como miel a través de sus palabras.
—No es cierto —protesté.
El afecto de su bienvenida, como el afecto del recibimiento que me había dispensado la señora Hilmer, era un dardo de luz que destellaba en la irreductible tristeza que me acompaña siempre. La sensación de haber vuelto a casa, con gente que me quiere. En su presencia, pese al tiempo transcurrido, no soy una extraña y ya no estoy sola.
—Pon el cartel de «Cerrado» en la puerta, Paulie —dijo al instante la señora Stroebel—. Ellie, vendrás a casa a cenar con nosotros, ¿verdad?
—Me encantaría.
Les seguí en mi coche. Vivían a eso de un kilómetro y medio de distancia, en una de las zonas más antiguas del pueblo. Todas las casas eran de finales del siglo XIX y relativamente pequeñas, pero parecían acogedoras y bien cuidadas, y era fácil imaginar a generaciones de familias sentadas en aquellos porches al llegar el verano.
El perro de los Stroebel, un labrador canela, acogió con entusiasmo nuestra llegada. Paulie fue a buscar de inmediato su correa y le llevó a dar un paseo.
Su casa era justo lo que yo esperaba: invitadora, inmaculada y confortable. No quise aceptar la propuesta de la señora Stroebel de que me sentara en una butaca de la sala de estar y mirara las noticias de la televisión, mientras ella preparaba la cena en la cocina. La seguí y me senté en un taburete ante la encimera, mientras observaba sus preparativos. Le ofrecí mi ayuda, pero la rechazó.
—Una comida sencilla —advirtió—. Ayer preparé estofado de buey. Siempre está mejor al día siguiente. Mejor así. Mucho más sabroso.
Sus manos trabajaban con celeridad mientras fileteaba las verduras que se añadirían a última hora al estofado, amasaba pasta para bollos, partía lechuga para la ensalada. Yo guardaba silencio, pues sospechaba que la mujer quería dejar lista la cena antes de hablar.
Tenía razón.
—Bien —dijo un cuarto de hora después, con un cabeceo de satisfacción—. Antes de que Paulie vuelva, dime una cosa: ¿pueden hacer esto los Westerfield? Después de veintidós años, ¿pueden acusar de nuevo a mi hijo de ser el asesino?
—Pueden intentarlo, pero no lo conseguirán.
Los hombros de la señora Stroebel se hundieron.
—Ellie, Paulie ha mejorado mucho. Ya sabes cómo era de joven, todo le costaba bastante. No sirve para estudiar. Hay un tipo de conocimiento que no es para él. Su padre y yo siempre estábamos preocupados. Paulie es una persona excelente. En el colegio siempre estaba solo, excepto cuando jugaba a rugby. Solo entonces tenía la sensación de que le apreciaban. —Le resultó difícil continuar—. Paulie estaba en el segundo equipo, así que no jugaba mucho. Pero un día le sacaron al campo y el otro equipo marcó; después… No entiendo nada de esos deportes. Si su padre estuviera vivo, te lo explicaría. En el último minuto, Paulie se apoderó de la pelota y logró un tanto que ganó el partido.
—Tu hermana tocaba en la banda, la más bonita de todas, según recuerdo. Fue ella la que cogió el megáfono y saltó al campo. Paulie me lo ha contado cientos de veces, el homenaje que le rindió Andrea. —La señora Stroebel hizo una pausa, ladeó la cabeza como si escuchara y después, en voz baja pero exuberante, cantó—: Vitorearemos a Paulie Stroebel, el mejor de todos. Es alegre, divertido, por Dios que le queremos, vitorearemos a Paulie Stroebel, el mejor de todos. —Sus ojos brillaron—. Fue el momento más maravilloso de la vida de Paulie, Ellie. No sabes lo mucho que sufrió después de que Andrea muriera y los Westerfield intentaran echarle la culpa. Creo que habría muerto por salvarla. A nuestro médico le preocupaba que tratara de atentar contra su propia vida. Cuando eres un poco diferente, un poco retrasado, es muy fácil deprimirse.
—Ha mejorado mucho en los últimos años. Cada vez toma más decisiones en la tienda. Ya sabes a qué me refiero. Como el año pasado, cuando decidió poner unas cuantas mesas y contratar a una camarera. Desayunos y bocadillos por la tarde, nada complicado. Se ha hecho muy popular.
—Me fijé en las mesas.
—Paulie nunca lo ha tenido fácil. Siempre tendrá que esforzarse más que los demás. Todo irá bien, a menos que…
—A menos que la gente empiece a señalarle con el dedo de nuevo y a preguntarse si es él quien tendría que haber pasado veintidós años en la cárcel —la interrumpí.
La mujer asintió.
—Sí. Eso es lo que quería decir.
Oímos que la puerta principal se abría. Los pasos de Paulie y los ladridos del labrador anunciaron su llegada.
Paulie entró en la cocina.
—No es justo que ese hombre diga que yo hice daño a Andrea —dijo, y subió la escalera al instante.
—Está empezando a consumirle otra vez —dijo la señora Stroebel.