El lunes a las diez de la mañana tenía la entrevista en Albany con Martin Brand, miembro de la junta de libertad condicional. Era un hombre de aspecto cansado de unos sesenta años, con bolsas bajo los ojos y una espesa mata de pelo gris que reclamaba a gritos la atención de su barbero. Se había abierto el botón superior de la camisa y aflojado la corbata. Su tez rubicunda indicaba problemas de hipertensión.
No cabía duda de que había oído muchas versiones de mi protesta a lo largo de los años.
—Señorita Cavanaugh, a Westerfield le han negado la condicional en dos ocasiones. Esta vez, creo que la decisión será dejarle en libertad.
—Es un reincidente.
—No puede estar segura de eso.
—Ni usted de lo contrario.
—Le ofrecieron la libertad condicional hace dos años, si admitía haber asesinado a su hermana, aceptaba la responsabilidad del crimen y expresaba remordimiento. No aceptó la oferta.
—Venga ya, señor Brand. Tenía demasiado que perder si decía la verdad. Sabía que no le podían retener mucho más.
El hombre se encogió de hombros.
—Había olvidado que es usted una reportera de investigación.
—También soy la hermana de la chica de quince años que no tuvo ocasión de celebrar su fiesta de dieciséis.
La expresión cansada del señor Brand abandonó sus ojos un momento.
—Señorita Cavanaugh, albergo pocas dudas de que Rob Westerfield es culpable, pero creo que debe usted resignarse al hecho de que ha cumplido su condena y de que, después de un par de incidentes durante los primeros años, se ha reformado.
Me habría encantado saber en qué consistían aquel par de incidentes, pero estaba segura de que el señor Brand no me los iba a revelar.
—Otra cosa —continuó—. Aunque sea culpable, fue un crimen pasional dirigido contra su hermana y las posibilidades de que repita este tipo de crimen son casi nulas. Lo dicen las estadísticas. Los casos de reincidencia disminuyen después de los treinta años y casi desaparecen después de los cuarenta.
—Hay personas que nacen sin conciencia y en cuanto salen de la cárcel se convierten en bombas de relojería andantes.
Empujé la silla hacia atrás y me levanté. Brand también se puso en pie.
—Señorita Cavanaugh, voy a darle un consejo aunque no quiera seguirlo. Tengo la sensación de que ha vivido toda su vida con el recuerdo del brutal asesinato de su hermana. Pero no puede devolverla a la vida y no puede retener a Rob Westerfield en la cárcel por más tiempo. Si solicita un nuevo juicio y es absuelto, se acabó. Es usted joven. Vuelva a Atlanta y trate de olvidar esta tragedia.
—Es un buen consejo, señor Brand, y es probable que lo siga algún día —dije—. Pero ahora no.