La conferencia de prensa se celebraba en la oficina de White Plains de William Hamilton, el abogado criminalista contratado por la familia Westerfield para demostrar la inocencia de Robson Parke Westerfield.
Hamilton abrió el acto presentándose. Se erguía entre dos hombres. A uno lo reconocí por las fotos como el padre de Rob, Vincent Westerfield. Era una figura distinguida de unos sesenta y cinco años, con cabello plateado y facciones aristocráticas. Al otro lado de Hamilton, visiblemente nervioso, había un individuo de ojos algo hinchados, de una edad indefinida comprendida entre los sesenta y los setenta años, que no cesaba de abrir y cerrar sus dedos entrelazados.
Le presentaron como Will Nebels. Hamilton hizo un breve resumen de sus antecedentes.
—Will Nebels ha trabajado durante años en Oldham como factótum. Trabajaba con frecuencia para la señora Dorothy Westerfield en su casa de campo, en cuyo garaje fue encontrado el cadáver de Andrea Cavanaugh. Junto con otras muchas personas, el señor Nebels fue interrogado respecto a su paradero aquel jueves por la noche en que Andrea perdió la vida. El señor Nebels declaró en aquel tiempo que había cenado en la barra del restaurante local y luego se fue directamente a casa. Le habían visto en el restaurante, de modo que no hubo motivos para dudar de su historia.
»No obstante, cuando el famoso escritor de sucesos Jake Bern, que está escribiendo un libro sobre la muerte de Andrea Cavanaugh y la declaración de inocencia de Rob Westerfield, habló con el señor Nebels, salieron a la luz nuevos hechos.
Hamilton se volvió hacia Will Nebels.
—Will, le ruego que cuente a los medios de comunicación lo que dijo con exactitud al señor Bern.
Nebels se removió, nervioso. No parecía muy cómodo con la camisa, corbata y traje que sin duda le habían puesto para la ocasión. Es un viejo truco de la defensa, lo he visto centenares de veces en los tribunales. Viste bien al acusado, córtale el pelo, procura que se afeite, dale una corbata y una camisa, aunque nunca se haya abrochado el botón del cuello en su vida. Lo mismo se puede decir de los testigos de la defensa.
—Me siento mal —empezó Nebels con voz ronca.
Observé que estaba muy pálido y delgado, y me pregunté si estaba enfermo. Apenas le recordaba. Había hecho algunos trabajos esporádicos para nosotros, pero creía que estaba bastante entrado en carnes.
—Es algo con lo que he vivido y cuando el escritor empezó a hablarme del caso, supe que tenía que quitarme ese peso de encima.
A continuación, contó la misma historia que había llegado por teletipo. Había visto a Paul Stroebel llegar al garaje en el coche de Rob Westerfield, y entrar en el escondite portando un objeto pesado. Sus palabras insinuaban, por supuesto, que el objeto era el gato utilizado para matar a golpes a Andrea, el mismo que habían encontrado en el maletero del coche de Rob Westerfield.
Le tocó el turno de hablar a Vincent Westerfield.
—Durante veintidós años mi hijo ha estado encerrado en una celda de la cárcel entre criminales de la peor calaña. Siempre ha proclamado ser inocente de ese terrible crimen. Aquella noche fue a ver una película. Aparcó en la estación de servicio contigua al cine, donde suelen repostar los coches y donde pudo duplicarse con suma facilidad la llave de su automóvil. Había ido al taller al menos en tres ocasiones durante los meses anteriores, para que repararan algunas abolladuras de escasa importancia.
»Paul Stroebel estaba trabajando allí aquella noche. Los surtidores de gasolina habían cerrado a las siete, pero él estaba reparando un coche en el área de servicio interior. Rob habló con Paul y le dijo que dejaba el coche en el aparcamiento de la gasolinera mientras veía la película. Sabemos que Paul siempre ha negado este punto, pero ahora tenemos la prueba de que mintió. Mientras mi hijo estaba viendo la película, Stroebel cogió su coche, fue a lo que ellos llamaban el escondite y mató a esa chica.
Se irguió en toda su estatura y habló con voz más profunda y alta.
—Mi hijo se presenta ante la junta de libertad condicional. Por lo que se nos ha dado a entender, saldrá de la prisión. Eso no es suficiente. Con esta prueba recién descubierta pediremos un nuevo juicio y creemos que esta vez Rob será absuelto. Solo podemos confiar en que Paul Stroebel, el verdadero asesino, sea llevado a juicio y encerrado durante el resto de su vida.
Estaba viendo la conferencia de prensa en el televisor del salón del hostal, situado en la planta baja. Estaba tan furiosa que me entraron ganas de arrojar algo a la pantalla. La situación era ideal para Rob Westerfield. Si le declaraban culpable de nuevo, no podrían devolverle a la prisión. Ya había cumplido su sentencia. Si le absolvían, el estado jamás llevaría a juicio a Paul Stroebel basándose en la palabra de un testigo tan poco fiable como Will Nebels. Sin embargo, a los ojos del mundo, sería el asesino.
Supongo que más personas se habían enterado de la conferencia, porque en cuanto encendí el televisor, comenzaron a entrar. El recepcionista fue el primero en hacer un comentario.
—Paulie Stroebel. Anda ya, ese pobre chico sería incapaz de matar a una mosca.
—Bien, mucha gente piensa que hizo algo más que matar a una mosca —dijo una de las camareras que yo había visto en el comedor—. Yo no estaba aquí cuando ocurrió, pero he oído muchas cosas. Te sorprendería saber cuánta gente cree que Rob Westerfield es inocente.
Los enviados de los medios de comunicación a la rueda de prensa estaban asediando a preguntas a Will Nebels.
—¿Se da cuenta de que puede ir a la cárcel por robo con escalo y perjurio? —oí que preguntaba un reportero.
—Permita que sea yo quien conteste a eso —dijo Hamilton—. El delito ha prescrito. El señor Nebels no corre el peligro de ser encarcelado. Se ha decidido a enmendar un yerro. No tenía ni idea de que Andrea Cavanaugh estaba en el garaje aquella noche, ni supo en aquel momento lo que le había pasado. Por desgracia, le entró el pánico cuando comprendió que su testimonio le situaba en el lugar de los hechos y decidió callar.
—¿Le han prometido dinero a cambio de este testimonio, señor Nebels? —preguntó otro reportero.
Eso mismo me preguntaba yo, pensé.
Hamilton intervino de nuevo.
—De ninguna manera.
¿El señor Nebels se interpretará a sí mismo en la película?, me pregunté.
—¿El señor Nebels ha prestado declaración ante el fiscal del distrito?
—Todavía no. Queríamos que el público imparcial conociera su declaración antes de que el fiscal pudiera tergiversar sus palabras. La cuestión estriba en que, y sé que es terrible decirlo, si Andrea Cavanaugh hubiera sido atacada sexualmente, Rob Westerfield habría salido de la cárcel hace mucho tiempo, gracias a la prueba del ADN. Tal como están las cosas, fue su propia preocupación lo que le perdió. Andrea le había rogado que se encontrara con ella en el escondite. Le dijo por teléfono que había accedido a salir con Paul Stroebel solo porque pensaba que era la última persona que provocaría celos a un joven como Rob Westerfield.
»La cuestión es que Andrea Cavanaugh estaba persiguiendo a Rob Westerfield. Le llamaba con frecuencia. A él le daba igual con quién saliera. Era una chica coqueta, loca por los chicos, una chica «popular».
Me estremecí al escuchar la insinuación.
—La única equivocación de Rob fue ser presa del pánico cuando descubrió el cadáver de Andrea Cavanaugh. Fue a casa, sin darse cuenta de que transportaba en su coche el arma homicida, y de que la sangre de Andrea ya estaba manchando el maletero de ese coche. Aquella noche metió en la lavadora sus pantalones, camisa y chaqueta, porque estaba asustado.
No tan asustado como para lavarlos con lejía en un esfuerzo por borrar las manchas de sangre, pensé.
Las cámaras enfocaron al presentador de la CNN.
—Siguiendo esta entrevista con nosotros desde su casa de Oldham-on-the-Hudson se encuentra el detective retirado Marcus Longo. Señor Longo, ¿qué opina de la declaración del señor Nebels?
—Es una mentira de principio a fin. Robson Westerfield fue declarado culpable de asesinato porque es culpable de asesinato. Puedo comprender la angustia de su familia, pero intentar cargar las culpas a una persona inocente y de capacidades limitadas es más que despreciable.
Bravo, pensé. El recuerdo del detective Longo, sentado conmigo en el comedor años atrás, diciéndome que era correcto revelar los secretos de Andrea, revivió con nitidez en mi mente. Longo tenía en la actualidad unos sesenta años, un hombre de cara larga con cejas pobladas y oscuras y nariz aguileña. El cabello que le quedaba era una orla veteada de gris alrededor de su cabeza, pero su aspecto poseía una dignidad innata que intensificaba el efecto de su evidente desdén por la pantomima que acabábamos de presenciar.
Todavía vivía en Oldham. Decidí que, en algún momento, le llamaría.
La conferencia de prensa había terminado y la gente empezó a salir de la sala. El recepcionista, un joven de aspecto estudioso que parecía recién salido de la universidad, se acercó a mí.
—¿Ha encontrado la habitación a su gusto, señorita Cavanaugh?
La camarera pasó junto al sofá donde yo estaba sentada. Se volvió y me miró con atención; supe que estaba ansiosa por preguntar si yo era pariente de la joven asesinada en el caso Westerfield.
Fue la primera indicación de que tendría que renunciar al anonimato que tanto anhelaba si me quedaba en Oldham.
Qué le vamos a hacer, pensé. No habrá otro remedio.