Liz volvió a la mesa con una cesta de panecillos crujientes. Remoloneó un momento.
—Por lo que ha dicho de los bocadillos de mantequilla de cacahuete y jalea, imagino que venía por aquí.
Había picado su curiosidad.
—Hace mucho tiempo —dije, como sin darle importancia—. Nos mudamos cuando era pequeña. Ahora vivo en Atlanta.
—Estuve una vez. Una bonita ciudad.
Se alejó.
Atlanta, la Puerta del Sur. Para mí, fue una buena decisión. Cuando muchos de mis compañeros de clase solo estaban interesados en entrar en la televisión, yo siempre supe que, por algún motivo, era la letra impresa lo que más me atraía. Y por fin, empecé a saber lo que era la estabilidad.
Los periódicos no pagan mucho a los empleados recién salidos de la universidad, pero mi madre poseía un modesto seguro de vida que me concedió la libertad de amueblar un pequeño piso de tres habitaciones. Compré con mucha prudencia en almacenes de muebles de segunda mano y en liquidaciones de existencias. Cuando el piso estuvo amueblado, casi me sentí consternada al darme cuenta de que había recreado, de manera inconsciente, el aspecto general de la sala de estar de nuestra casa de Oldham. Azules y rojos en la alfombra. Un sofá y una butaca tapizados de azul. Incluso una otomana, aunque eso era un poco forzado.
Me trajo muchísimos recuerdos: mi padre dormitando en la butaca, con sus largas piernas apoyadas sobre la otomana; Andrea apartándolas sin la menor ceremonia; los ojos de mi padre al abrirse, su sonrisa de bienvenida a su descarada y bonita niñita adorada…
Yo siempre andaba de puntillas cuando dormía, porque no quería molestarle. Cuando Andrea y yo estábamos despejando la mesa después de cenar, yo escuchaba con atención cuando él empezaba a relajarse con la segunda taza de café y contaba a mi madre lo que había ocurrido aquel día en el trabajo. Yo sentía una gran admiración por él. Mi padre salvaba vidas, me jactaba.
Tres años después del divorcio, volvió a casarse. Para entonces, yo le había ido a ver por segunda y última vez a Irvington. No quise asistir a su boda y me quedé indiferente cuando escribió para anunciarme que tenía un hermanito. Su segundo matrimonio le había dado el hijo varón que yo debía ser. Edward James Cavanaugh hijo, que en la actualidad tendrá unos diecisiete años.
Mi último contacto con mi padre se produjo cuando le escribí para informarle de que mi madre había muerto y de mi deseo de que sus cenizas fueran enterradas en el cementerio Gate of Heaven, en la tumba de Andrea. De no haber contado con su aprobación, la habría enterrado con los padres de ella en su panteón del cementerio.
Me escribió, expresando sus condolencias, y me dijo que había tomado las medidas que yo solicitaba. También me invitó a ir a verle a Irvington.
Envié las cenizas y decliné la invitación.
La sopa de cebolla me había reconfortado y los recuerdos me habían producido cierta desazón. Decidí subir a mi habitación, coger la chaqueta y dar una vuelta en coche por el pueblo. Solo eran las dos y media y ya empezaba a preguntarme por qué no había esperado hasta el día siguiente para ir. Tenía una cita con alguien llamado Martin Brand, de la junta de libertad condicional, a las diez de la mañana del lunes. Haría todo lo posible por convencerle de que Rob Westerfield no debía ser puesto en libertad, pero como Pete Lawlor ya me había anticipado, era probablemente un gesto inútil.
El piloto del contestador de mi habitación estaba parpadeando. Había recibido el mensaje urgente de llamar a Pete Lawlor. Descolgó al primer timbrazo.
—Parece que posees el don de estar donde debes cuando es necesario, Ellie —dijo—. Nos ha llegado por teletipo. Los Westerfield celebran una conferencia de prensa dentro de quince minutos. La CNN va a cubrirla. Will Nebels, el chapuzas que fue interrogado cuando el asesinato de tu hermana, acaba de hacer unas declaraciones en las que afirma que vio a Paul Stroebel en el coche de Rob Westerfield la noche que Andrea fue asesinada. Afirma que le vio entrar en el garaje con algo en la mano, y que diez minutos más tarde salió corriendo, subió al coche y se largó.
—¿Por qué Nebels no contó esa historia antes? —repliqué con brusquedad.
—Dice que tenía miedo de que alguien intentara echarle la culpa de la muerte de tu hermana.
—¿Cómo es que vio todo eso?
—Estaba en la casa de la abuela. Había hecho algunas reparaciones y conocía el código de la alarma. También sabía que la abuela tenía la costumbre de dejar dinero suelto en los cajones de la casa. Estaba sin blanca y necesitaba dinero. Había entrado en el dormitorio principal, cuyas ventanas dan al garaje, y cuando se abrió la puerta del coche, vio con claridad la cara de Stroebel.
—Está mintiendo —dije.
—Mira la conferencia de prensa —dijo Pete—, y luego cubre la historia. Eres una reportera de investigación. —Hizo una pausa—. A menos que te resulte demasiado duro.
—De ninguna manera —dije—. Te llamaré más tarde.