Mi abuela había pensado alojarse con nosotros aquella noche, pero convencida de que era mejor dejar solos a mis padres, hizo las maletas y se marchó con una amiga de Irvington. Pasaría la noche en dicha población y la acompañarían en coche al aeropuerto a la mañana siguiente.
Su esperanza de que se produjera una especie de reconciliación entre mis padres después del amargo intercambio de palabras no se cumplió.
Mi madre durmió en la habitación de Andrea aquella noche y todas las noches de los siguientes diez meses, hasta después del juicio, cuando ni todo el dinero de los Westerfield ni su poderoso equipo de abogados defensores lograron salvar a Rob Westerfield de que fuera declarado culpable del asesinato de Andrea.
Después, vendieron la casa. Mi padre volvió a Irvington y mi madre y yo iniciamos una vida nómada, empezando por Florida, cerca de mi abuela. Mi madre, que había trabajado de secretaría una breve temporada antes de casarse, consiguió un empleo en una cadena de hoteles nacional. Siempre muy atractiva, también era lista y diligente, y ascendió con rapidez hasta convertirse en una especie de mediadora en todo tipo de conflictos, lo cual significó mudarse cada año y medio o así a un hotel diferente de una ciudad diferente.
Por desgracia, aplicó la misma diligencia a ocultar a todo el mundo (excepto a mí) el hecho de que se había convertido en una alcohólica, pues no dejaba de beber ni un solo día desde el momento en que llegaba a casa del trabajo. Durante años logró mantener el suficiente control para trabajar, salvo ocasionales brotes de «gripe», cuando necesitaba varios días para recuperar la sobriedad.
En ocasiones, la bebida la convertía en una persona silenciosa y malhumorada. En otras, se mostraba locuaz, y fue durante estos arranques cuando me di cuenta de que seguía muy enamorada de mi padre.
—Ellie, me volví loca por él en cuanto le vi por primera vez. ¿Te he contado alguna vez cómo nos conocimos?
Tropecientas, mamá.
—Tenía diecinueve años y llevaba trabajando seis meses de secretaria, mi primer empleo. Compré un coche, una caja naranja sobre ruedas con un depósito de gasolina. Decidí ver qué velocidad máxima alcanzaba en la autovía. De repente, oí una sirena y vi por el retrovisor una luz que destellaba detrás de mí; después una voz me ordenó por un megáfono que parara. Tu padre me puso una multa y me soltó un sermón que me hizo llorar. Pero cuando apareció en el juicio, anunció que iba a darme lecciones de conducir.
Otras veces se lamentaba:
—Era formidable en muchos aspectos. Es licenciado universitario. Tiene buena pinta y cerebro. Pero solo estaba a gusto con sus viejos amigos y no le gustaba cambiar. Por eso no quería mudarse a Oldham. El problema no residía en dónde vivíamos. Era demasiado estricto con Andrea. Aunque nos hubiéramos quedado en Irvington, ella habría continuado citándose en secreto.
Estos recuerdos casi siempre concluían con:
—Ojalá hubiéramos sabido dónde buscar cuando no llegó a casa.
O sea, ojalá les hubiera hablado del escondite.
Cursé el tercer grado en Florida. El cuarto y quinto en Luisiana. El sexto en Colorado. El séptimo en California. El octavo en Nuevo México.
La pensión alimenticia de mi padre llegaba con estricta puntualidad todos los primeros de mes, pero solo le vi de vez en cuando durante aquellos primeros años y después nunca más. Andrea, su niña adorada, había muerto. No quedaba nada entre él y mi madre, salvo un amargo resentimiento y amor helado, y lo que sintiera por mí no era suficiente para que deseara mi presencia. Estar bajo el mismo techo conmigo parecía abrir las cicatrices que habían cerrado sus heridas. Ojalá hubiera hablado del escondite.
A medida que me hacía mayor, la adoración por mi padre dio paso al resentimiento. ¿Y si te plantearas: «Ojalá hubiera interrogado a Ellie en lugar de mandarla a la cama»? ¿Qué te parece, papá?
Por suerte, cuando empecé la universidad habíamos estado el tiempo suficiente en California para establecernos y estudié periodismo en la UCLA. Mi madre murió de cirrosis a los seis meses de licenciarme, y como quería empezar de nuevo, solicité y conseguí el empleo de Atlanta.
Rob Westerfield hizo algo más que asesinar a mi hermana aquella noche de noviembre de hace veintidós años. Mientras Liz dejaba la sopa humeante ante mí, empecé a preguntarme cómo serían nuestras vidas si Andrea no hubiera muerto.
Mi madre y mi padre seguirían juntos, aún vivirían allí. Mi madre tenía grandes planes para mejorar la casa y mi padre se habría conformado sin duda. Mientras atravesaba en coche el pueblo, observé que la población rural que recordaba había crecido considerablemente. Presentaba el aspecto de un pueblo de Westchester de clase alta, justo lo que mi madre había previsto. Mi padre ya no tendría que recorrer ocho kilómetros para ir a buscar un cartón de leche.
Tanto si nos hubiéramos quedado allí como si no, no cabía duda de que si Andrea hubiera vivido, mi madre seguiría con vida. No habría necesitado buscar consuelo y olvido en el alcohol.
Mi padre tal vez habría tomado conciencia de mi adoración por él y con el tiempo, quizá cuando Andrea hubiera ido a la universidad, me habría prestado algo de la atención que yo tanto ansiaba.
Probé mi sopa.
Sabía igual a como la recordaba.