Cuando Ellie despertó aquella mañana, lo hizo con la sensación de que algo horrible había sucedido.
Buscó instintivamente a Bones, el perrito de peluche que había compartido su almohada desde tiempo inmemorial. El mes pasado, cuando cumplió siete años, Andrea, su hermana de quince, había dicho en broma que ya era hora de retirar a Bones al desván.
Entonces, Ellie recordó lo que sucedía: Andrea no había vuelto a casa la noche antes. Después de cenar, había ido a casa de Joan, su mejor amiga, para preparar un examen de matemáticas. Había prometido que estaría de regreso a las nueve. A las nueve y cuarto, mamá fue a casa de Joan para recoger a Andrea, pero le dijeron que Andrea se había marchado a las ocho.
Mamá había vuelto a casa preocupada y al borde de las lágrimas, justo cuando papá llegaba de trabajar. Papá era teniente de la policía del estado de Nueva York. Al instante, mamá y él empezaron a llamar a las amigas de Andrea, pero ninguna la había visto. Luego, papá dijo que iba a acercarse en coche a la bolera y a la heladería, por si Andrea había ido allí.
—Si mintió cuando dijo que iba a estar estudiando hasta las nueve, no saldrá de casa durante seis meses —dijo irritado, y luego se volvió hacia mamá—. Si no lo he dicho mil veces, no lo he dicho ninguna: no quiero que salga sola después de oscurecer.
Pese al tono de su voz, Ellie adivinó que papá estaba más preocupado que enfadado.
—Por el amor de Dios, Ted, se marchó a las siete. Fue a casa de Joan. Pensaba volver a las nueve, y hasta fui a buscarla allí.
—Entonces, ¿dónde está?
Ordenaron a Ellie que se fuera a la cama, y al final se quedó dormida hasta que se hizo de día. Puede que Andrea ya haya vuelto, pensó esperanzada. Saltó de la cama, salió al pasillo y corrió hacia la habitación de Andrea. Tienes que estar, suplicó. Tienes que estar, por favor. Abrió la puerta. En la cama de Andrea no había dormido nadie.
Ellie bajó la escalera a toda prisa, descalza. Su vecina, la señora Hilmer, estaba sentada con mamá en la cocina. Mamá llevaba la misma ropa del día anterior, y tenía aspecto de haber estado llorando mucho tiempo.
Ellie corrió hacia ella.
—Mamá.
Mamá la abrazó y empezó a sollozar. Ellie notó que la mano de mamá aferraba su hombro, con tanta fuerza que casi le hizo daño.
—Mamá, ¿dónde está Andrea?
—No… lo… sabemos. Papá y la policía la están buscando.
—Ellie, ¿por qué no te vistes y te preparo el desayuno? —preguntó la señora Hilmer.
Nadie dijo que debía darse prisa porque el autobús escolar no tardaría en pasar. Sin necesidad de preguntar, Ellie supo que ese día no iría al colegio.
Se lavó la cara y las manos, se cepilló los dientes y se peinó, se puso ropa cómoda (jersey de cuello de cisne y sus pantalones azules favoritos) y bajó de nuevo.
Justo cuando se sentaba a la mesa, donde la señora Hilmer le había servido cereales y zumo de naranja, papá entró por la puerta de la cocina.
—Ni rastro de ella —dijo—. La hemos buscado por todas partes. Ayer estuvo un tipo en el pueblo que iba pidiendo dinero por las casas para una falsa obra de caridad. Anoche cenó en la cafetería y se marchó a eso de las ocho. Tuvo que pasar por delante de casa de Joan camino de la autopista más o menos a la hora que Andrea se fue. Le están buscando.
Ellie se dio cuenta de que papá estaba a punto de llorar. Ni siquiera había reparado en su presencia, pero no le importó. A veces, cuando papá volvía del trabajo, estaba disgustado porque algo triste había ocurrido mientras estaba trabajando, y se quedaba en silencio durante un rato. En esos momentos tenía la misma expresión en la cara.
Andrea se había escondido. Ellie estaba segura. Era muy probable que se hubiera marchado antes de casa de Joan a propósito, porque iba a encontrarse con Rob Westerfield en el escondite, luego quizá se le hizo tarde y tuvo miedo de volver a casa. Papá había dicho que si volvía a mentir sobre su paradero, la obligaría a dejar la banda del colegio. Lo dijo cuando descubrió que había ido a dar un paseo con Rob Westerfield en su coche cuando, en teoría, debía estar en la biblioteca.
Andrea estaba muy a gusto en la banda. El año pasado había sido la única alumna de primero en ser aceptada en la sección de flautas. Pero si se había ido de casa de Joan antes de lo acordado para ir al escondite y encontrarse con Rob, y si papá lo averiguaba, eso significaría que Andrea debería renunciar a la banda. Mamá siempre decía que Andrea hacía con papá lo que le daba la gana, pero no lo dijo el mes pasado, cuando uno de los agentes estatales contó a papá que había parado a Rob Westerfield para ponerle una multa por exceso de velocidad, y que Andrea le acompañaba.
Papá no dijo nada al respecto hasta después de cenar. Entonces, preguntó a Andrea cuánto tiempo había pasado en la biblioteca.
Ella no contestó.
—Veo que eres lo bastante lista para comprender que el agente que multó a Westerfield me diría que ibas con él —dijo papá—. Andrea, ese chico no solo es rico y malcriado, sino que es una manzana podrida. Cuando se mate por no respetar los límites de velocidad, tú no irás en ese coche. Te prohíbo terminantemente que le sigas viendo.
El escondite estaba en el garaje, detrás de la mansión donde la señora Westerfield, la abuela de Rob, pasaba los veranos. Nunca estaba cerrado con llave, y en ocasiones, Andrea y sus amigas entraban y fumaban cigarrillos. Andrea había llevado a Ellie en un par de ocasiones, cuando se quedó a cuidar de ella.
Las amigas de Andrea se habían enfadado mucho con ella por traer a su hermana, pero ella había dicho: «Ellie es una buena chica. No es una chivata». Esas palabras lograron que Ellie se sintiera muy orgullosa, pero Andrea no permitió que diera ni una calada del cigarrillo.
Ellie estaba segura de que la noche anterior Andrea se había ido antes de casa de Joan para encontrarse con Rob Westerfield. Ellie la había oído el mismo día cuando hablaba con él por teléfono. Y cuando terminó, estaba deshecha en lágrimas.
—Le dije a Rob que iba a ir a la fiesta con Paulie —explicó—, y se ha enfadado mucho conmigo.
Ellie pensó en la conversación mientras terminaba los cereales y el zumo. Papá estaba de pie ante la cocina. Sostenía una taza de café. Mamá estaba llorando de nuevo, pero casi sin hacer ruido.
Entonces, por primera vez, pareció que papá reparaba en ella.
—Ellie, creo que estarás mejor en el colegio. Te recogeré a la hora de comer.
—¿Puedo salir a dar un paseo?
—Sí, pero no te alejes de casa.
Ellie corrió a buscar su chaqueta y salió por la puerta al cabo de pocos momentos. Era 15 de noviembre y las hojas estaban húmedas. Las nubes cubrían el cielo y adivinó que iba a llover de nuevo. Ellie echaba de menos Irvington, donde vivían antes. En ese pueblo se sentía muy sola. La casa de la señora Hilmer era la única que había en esa calle, aparte de la de ellos.
A papá le gustaba vivir en Irvington, pero se habían mudado allí, a cinco pueblos de distancia, porque mamá quería una casa más grande y más terreno. Descubrieron que se lo podían permitir si se trasladaban más al norte de Westchester, a un pueblo que aún no se había convertido en un suburbio de Nueva York.
Cuando papá dijo que añoraba Irvington, donde había crecido y vivido hasta hacía dos años, mamá le dijo que la nueva casa era estupenda. Entonces, él contestó que en Irvington tenían una vista del río Hudson y el puente Tappan Zee que valía un millón de dólares, y no tenía que conducir ocho kilómetros para comprar el periódico o una barra de pan.
La propiedad estaba rodeada de árboles. La mansión de los Westerfield estaba justo detrás de la suya, pero al otro lado del bosque. Ellie miró hacia la ventana de la cocina, para asegurarse de que nadie la había visto, y empezó a correr entre los árboles.
Cinco minutos después llegó al claro y cruzó a toda velocidad el campo donde empezaba la finca de los Westerfield. Con la sensación de estar cada vez más sola, ascendió el largo camino de entrada y rodeó la casa, una figura diminuta perdida en las sombras alargadas de la tormenta inminente.
El garaje contaba con una puerta lateral, que no estaba cerrada con llave. Aun así, a Ellie le costó girar el pomo. Lo logró por fin y se adentró en la penumbra del interior. El garaje tenía capacidad para cuatro coches, pero el único que la señora Westerfield dejaba después del verano era la furgoneta. Andrea y sus amigas habían llevado algunas mantas para sentarse cuando se refugiaban allí. Siempre se acomodaban en el mismo lugar, en la parte posterior del garaje, detrás de la furgoneta, porque si alguien miraba por la ventana no podría verlas. Ellie sabía que encontraría a Andrea en ese rincón, en el caso de que se hubiera escondido en el garaje.
No supo por qué sintió miedo de repente, pero eso fue lo que ocurrió. En lugar de correr, tuvo que arrastrar los pies para obligarlos a moverse hasta la parte posterior del garaje. Pero entonces, lo vio: el borde de la manta, que sobresalía por detrás de la furgoneta. ¡Andrea estaba allí! Sus amigas y ella nunca habrían dejado las mantas a la vista. Cuando se iban, siempre las doblaban y escondían en el armario de los útiles de limpieza.
—Andrea…
Entonces sí que corrió y la llamó en voz baja, para que Andrea no se asustara. Debía de estar dormida, decidió Ellie.
Sí, lo estaba. Aunque las sombras invadían el garaje, Ellie vio que el pelo de Andrea sobresalía por debajo de las mantas.
—Soy yo, Andrea.
Ellie se puso de rodillas al lado de Andrea y retiró la manta que ocultaba su cara.
Andrea llevaba puesta una máscara, una máscara terrible con aspecto pegajoso y gomoso. Ellie extendió la mano para quitarla, y sus dedos se hundieron en un espacio hueco de la frente de Andrea. Cuando los sacó, tomó conciencia del charco de la sangre de Andrea, que empapaba sus pantalones.
Entonces, en algún lugar del enorme garaje, oyó sin la menor duda la respiración de alguien, ronca, profunda, que se quebraba en una especie de risita.
Aterrorizada, intentó levantarse, pero sus rodillas resbalaron en la sangre y cayó sobre el pecho de Andrea. Sus labios rozaron algo suave y frío: el medallón dorado de Andrea. Después, logró ponerse en pie, dio media vuelta y se puso a correr.
No supo que estaba chillando hasta casi llegar a casa. Ted y Genine Cavanaugh salieron al patio trasero y vieron que su hija menor salía corriendo del bosque, con los brazos extendidos, su pequeña forma cubierta con la sangre de su hermana.