Se elegía a un nuevo presidente destinado a conducir el futuro de Estados Unidos durante los próximos cuatro años. Un nuevo senador iba a hablar por el estado de Nueva York en el club más exclusivo del país. Y, al final del día, la ciudad de Nueva York conocería si el distrito encabezado durante casi cincuenta años por Cornelius MacDermott había elegido a su nieta, Nell MacDermott, como su nueva representante.
En parte por nostalgia, pero también como concesión supersticiosa, Nell había emplazado el cuartel general de la campaña en el hotel Roosevelt, escenario de todas las victorias de su abuelo. A medida que iban cerrándose las urnas, y empezaban a filtrarse los primeros resultados, permanecían sentados en la suite de la décima planta del hotel. Estaban concentrados en los tres monitores de televisión que ocupaban todo un flanco de la estancia; una para cada una de las tres mayores cadenas.
Gert MacDermott les acompañaba, junto con Liz Hanley y Lisa Ryan. Sólo faltaba Dan Minor, que ya venía del hospital. Los asistentes de campaña daban vueltas, entrando y saliendo de la habitación, picando y sorbiendo nerviosamente algo de comida y bebida que yacían dispuestas por todos lados. Algunos eran optimistas, otros se mostraban temerosos y cautos por haber vivido una campaña particularmente dura.
Nell se dirigió hacia su abuelo.
—Se gana o se pierde, Mac. Estoy contenta de que me presionaras a presentarme.
—¿Y por qué no ibas a hacerlo? —respondió, gruñón—. La comisión del partido estaba de acuerdo conmigo; los pecados del esposo no deben manchar a la esposa. Aunque, en caso de juicio, te hubieras visto inevitablemente arrastrada y el circo montado por los medios alrededor de todo ello habría convertido tu campaña en un infierno. Con Adam y el resto ya muertos, todo el asunto se convirtió enseguida en agua pasada.
«Agua pasada, pensó Nell. Agua pasada que Adam la hubiera traicionado. Que se hubiera asegurado deliberadamente y a sangre fría de que cualquiera que pudiera incriminarle, incluidos Jimmy Ryan y Winifred Johnson, murieran en la explosión. Era agua pasada el hecho de que se hubiera casado con un monstruo y compartir su vida con él durante tres años. «¿Sentía yo que en el fondo de nuestra relación había algo terrible? Pues debí suponerlo».
El investigador de Bismarck había encontrado más información inquietante acerca de Adam. Se sirvió del seudónimo Harry Reynolds en uno de sus tratos dudosos en Dakota del Norte, y debía de habérselo contado a Winifred.
Nell miró en derredor. Lisa Ryan captó su mirada y levantó los pulgares para animarla. A principios del verano, Lisa había contactado con Nell, ofreciéndose para ayudarla en su campaña. Nell aceptó encantada y estaba feliz con los resultados obtenidos. El trabajo de Lisa fue incansable, pasando las noches en la oficina electoral, hablando con los votantes por teléfono o bien mandando pasquines electorales por correo.
Sus hijos habían pasado el verano en la costa con sus vecinos, Brenda Curren y su marido. Le parecía que lo mejor para ellos era que se alejaran del vecindario hasta que se enfriaran los efectos de la muerte de su padre. No había ido tan mal. El nombre de Jimmy Ryan formaba parte de los archivos de la policía, pero no sin llamar mucho la atención de la prensa.
«Los niños saben que su padre cometió un terrible error —le explicó cándidamente Lisa a Nell cuando se encontraron por primera vez tras los acontecimientos—. Pero también saben que acabaron con su vida porque estaba dispuesto a enfrentarse a ese error. Quería expiar su culpa. Sus últimas palabras fueron "Lo siento", y ahora sé lo que quería decir. Merece todo mi perdón.
Si Nell salía elegida, Lisa trabajaría junto a ella en su despacho de Nueva York. «Espero que suceda», pensó Nell mientras volvía a concentrarse en los monitores situados ante ella.
Sonó el teléfono. Lisa respondió y se dirigió hacia Nell.
—Era Ada Kaplan. Está rezando por que ganes. Dice que eres una santa.
Nell revendió la parcela Kaplan a Ada Kaplan por el mismo precio que Adam pagó. Posteriormente, Ada Kaplan se la vendió a Peter Lang por tres millones de dólares.
—No le diga una palabra a mi hijo —le hizo prometer—. Tendrá lo que es suyo y la diferencia irá destinada a la hermandad judía. El dinero servirá para ayudar a la gente necesitada.
—Vais cabeza con cabeza, Nell —dijo Mac, contrariado—. Los resultados serán más reñidos de lo esperado.
—Mac, ¿desde cuándo te inquietas mirando los resultados? —preguntó Nell, riendo.
—Desde que tú te presentaste. Quién lo hubiera dicho, va a ser a cara o cruz.
Eran las nueve y media. Media hora más tarde, llegó Dan. Se sentó junto a Nell y la rodeó con el brazo.
—Perdona por llegar tan tarde —dijo—. Atendí un par de emergencias. ¿Cómo va? ¿Debo tomarte el pulso?
—No te preocupes. Ya se me ha salido de las muñecas.
A las diez y media, los analistas políticos se decantaban a favor de Nell.
—Eso es. Arriba —musitó Mac.
A las once y media, el rival de Nell aceptaba ya su derrota. Los alaridos de alegría proferidos entre los presentes en la suite resonaron atronadoramente en el auditorio de abajo. Nell se mantuvo rodeada de aquellos a los que más quería en el mundo mientras el monitor enfocaba la multitud en la sala de baile del Roosevelt, celebrando la victoria de Nell. El gentío comenzó a entonar la canción himno de su campaña desde el día que la orquesta la interpretó, por primera vez, al anunciar ella su candidatura. Era uno de sus temas preferidos de principios de siglo, Espera a que salga el sol, Nellie.
Espera a que salga el sol, Nellie.
Cuando las nubes se disipen…
«Ya se han disipado», pensó…
Seremos felices, Nellie…
Prometidos tú y yo…
—Seguro —susurró Dan.
Así que espera hasta que salga el sol, Nellie, hasta pronto…
La canción terminó y la multitud rugió con aprobación. En la sala de baile, el director de campaña de Nell agarró el micrófono.
—Ha salido el sol —gritó—. Elegimos al presidente que queríamos, al senador que queríamos y ahora a la congresista que queríamos. —Entonces entonó—: ¡Queremos a Nell, queremos a Nell!
Cientos de voces se unieron al clamor.
—Venga, congresista MacDermott. Te están esperando —espetó Mac, urgiéndola hacia la puerta.
La agarró del brazo y la condujo ante sus votantes, mientras Dan, Liz y Gert le seguían.
—Bien, Nell, la primera cosa que yo haría en tu caso… —empezó a decir Mac.