Winifred Johnson, de cincuenta y dos años, nunca entraba en el vestíbulo del edificio de apartamentos de su jefe, en Park Avenue, sin dejar de sentirse intimidada. Había trabajado para Adam Cauliff durante tres años, primero en Walters & Arsdale y, después, en el despacho que Cauliff estableció por su cuenta, en el último otoño. Adam había confiado plenamente en ella, desde el principio.
De todos modos, cuando Winifred le visitaba en su apartamento, no podía evitar recordar el día en que el portero la instó a que entrara por la puerta de servicio.
Sabía que su suspicacia era fruto del eterno resentimiento de sus padres ante desaires más bien imaginarios. Desde que tenía edad de recordar, los oídos de Winifred se habían saturado de sus plañideras historias sobre las personas que les habían maltratado: «Se sirven de su poca autoridad contra gente como nosotros que no podemos replicar. Ya te lo puedes esperar, Winifred. Ése es el mundo que te vas a encontrar». Su padre se había ido a la tumba rezongando contra todas las indignidades que había padecido en manos del que había sido su jefe durante cuarenta años. Su madre vivía ahora en una residencia de ancianos, donde las quejas contra supuestas desatenciones y negligencias deliberadas proseguían contumaces.
Winifred iba pensando en su madre cuando el portero le abrió la puerta esbozando una sonrisa. Hacía algunos años que había podido trasladarla a una residencia nueva y elegante, pero ni tan sólo eso logró detener el flujo interminable de quejas. Ni la felicidad ni la satisfacción parecían estar a su alcance. Winifred reconocía, desolada, esa misma tendencia en ella misma. «Hasta que me harte», se dijo a sí misma, sonriendo veladamente.
Mujer delgada, casi frágil en apariencia, Winifred solía vestir de manera austera y conservadora y limitaba su joyería a unos discretos pendientes y un collar de perlas. Reposada hasta el punto de que mucha gente se olvidaba de que estuviera allí, era capaz de absorberlo todo, percibir todo y recordarlo todo. Había trabajado para Robert Walters y Len Arsdale tras obtener el graduado en la academia de secretariado; pero, en todos esos años, ninguno de los dos hombres se había percatado de que aquella secretaria terminó por saber todo lo que podía saberse acerca del negocio de la construcción. Adam Cauliff, por el contrario, sí apreció sus cualidades. La apreciaba a ella y a su valor incuestionable. A menudo, solía bromear diciendo: «Winifred, mucha gente debería desear que jamás se te ocurra escribir tus memorias».
Robert Walters cazó el comentario al vuelo y su reacción devino desagradable y maleducada. En cualquier caso, siempre la había maltratado abiertamente y jamás tuvo un detalle con ella. «Ya lo pagará», pensaba Winifred. Y lo iba a pagar.
Nell tampoco le tenía mucho cariño.
Adam, por su parte, andaba entonces algo contrariado por una esposa volcada en su propia carrera y un abuelo famoso que le exigía hasta el punto de que ella nunca tenía tiempo suficiente para él. Así que, ocasionalmente, le decía: «Winifred, Nell vuelve a estar ocupada con el viejo y yo no quiero comer solo, así que vamos a picar algo».
Merecía algo mejor. A veces, Adam le contaba cosas de su infancia en una granja de Dakota del Norte y sus expediciones a la biblioteca para retirar libros con fotos de bonitos edificios. «Cuanto más alto, mejor —solía bromear Adam—. Cuando alguien construía una casa de tres pisos en el pueblo, había gente que recorría treinta o cuarenta kilómetros para venir a verla».
En otras ocasiones, era él quien la animaba a hablar y Winifred daba rienda suelta al cotilleo sobre las personas implicadas en el negocio de la construcción. Entonces, a la mañana siguiente, se inquietaba por la posibilidad de haber hablado demasiado, animada en su locuacidad por el vino que Adam no dejaba de servirle. Pero nunca llegaba a preocuparse seriamente; confiaba en Adam del mismo modo en que él confiaba en ella y disfrutaba de sus relatos fidedignos sobre aquel mundo, historias de los primeros tiempos de Walters & Arsdale.
«¿Quieres decir que ese viejo santurrón recibió comisiones ilegales cuando las contratas se hicieron públicas?», exclamaba y luego la reconfortaba ante su temor de haber hablado más de la cuenta. Siempre le prometía que jamás diría una palabra a nadie de lo que le contaba. Ella recordaba, también, la noche en que Adam le insinuó apremiante: «Winifred, a mí no me engañas. Hay un hombre en tu vida». Y ella asintió, e incluso le reveló el nombre. Fue el momento en que empezó realmente a confiar en él y a confiar en estar haciendo lo debido.
El conserje uniformado colgó el intercomunicador del vestíbulo.
—Puede subir, señorita Johnson. La señora Cauliff la está esperando.
Adam le había pedido que recogiera su americana y el maletín para la reunión de aquella noche.
—Salí a toda prisa esta mañana y me los olvidé —le explicó, excusándose por la petición—. Los dejé sobre la cama en la habitación de invitados. Las notas para la reunión están en el maletín, y necesito la americana por si cambio de parecer y decido ir a encontrarme con Nell en el Four Seasons.
Winifred pudo percibir por el tono de su voz que debía de haber surgido un serio contratiempo entre ambos, y eso no hizo más que ahondar su certidumbre de que aquel matrimonio iba de mal en peor.
Mientras subía en el ascensor; pensó en la reunión programada para última hora. Estaba contenta de que fuera en un barco. Le encantaba salir a navegar. Resultaba romántico, incluso si el propósito de la excursión eran los negocios.
Asistirían cinco personas. Además de ella, estaban citados los tres asociados en el proyecto de la torre Vandermeer: Adam, Sam Krause y Peter Lang. El quinto sería Jimmy Ryan, uno de los capataces de obra de Adam. Winifred desconocía por qué le habían invitado, aunque a Jimmy se le veía bastante taciturno últimamente. Quizá les sería útil para tratar de sondear, entre todos, el fondo del problema e intentar, además, resolverlo.
Sabía también que todos estarían preocupados con la historia que había saltado a la primera página de los periódicos aquel día; pero ella no se sentía personalmente afectada, sólo impaciente por ver los resultados. «Lo peor que puede suceder en este tipo de casos, incluso si te pillan, es que acabes pagando una multa —pensó—. Sacas la cartera y el problema desaparece».
El ascensor se abrió ante el vestíbulo del apartamento, donde la esperaba Nell.
Winifred vio cómo se desvanecía su sonrisa cordial en el momento en que salió del ascensor.
—¿Pasa algo malo? —preguntó, ansiosa.
«Dios santo —pensó Nell alarmada—. ¿Por qué tiene que suceder esto?». Mientras miraba a Winifred, casi pudo sentir una corazonada recorriendo todo su cuerpo: «El viaje de Winifred en este vuelo ha terminado».