A Karen Renfrew le gustaba sentarse en Central Park, en un banco cerca del restaurante Tavern on the Green. Con los fardos a su alrededor disfrutaba del sol, del vaivén de los patinadores, los corredores, las niñeras empujando carritos, los turistas… Disfrutaba especialmente de estos últimos, boquiabiertos ante el panorama.
«Su panorama. Su Nueva York. La mejor ciudad en el mundo entero».
Karen había pasado un cierto tiempo en el hospital después de la muerte de su madre. «Para un chequeo», dijeron. Luego, la dejaron ir. La casera ya no la quería en su apartamento. «No nos traes más que problemas —había dicho—. Tú y toda esa basura que arrastras».
Pero no era basura. Eran sus cosas. Sus cosas la hacían sentir bien. Eran sus amigas. Cada una de sus bolsas repartidas en dos carros de la compra —el que empujaba y el que arrastraba— eran importantes para ella. Así como todo aquello que contenían.
Karen amaba sus cosas, su parque, su ciudad. Aquel día, sin embargo, no era uno de sus favoritos. Casi no había nadie en el parque. Llovía demasiado. Karen sacó su envoltura de plástico y se tapó con ella, al tiempo que cubría los carros. Sabía que cuando llegaran los polis, seguramente la echarían de allí. Pero hasta entonces, podía disfrutar de su parque.
Le gustaba incluso bajo la lluvia. De hecho, amaba la lluvia. Era limpia y amistosa. Aunque arreciara como lo hacía en aquel momento.
—Karen, queremos hablar contigo.
Escuchó un voz ronca, masculina, y sacó la cabeza de debajo del plástico.
Había un policía junto a sus carros. Probablemente, iba a comenzar a gritarle por rechazar el ofrecimiento de acogerse a un refugio. Aún peor, iba a forzarla a vivir en uno de esos vertederos, donde la mitad de la gente estaba chalada.
—¿Qué quiere? —preguntó enojada. Aunque sabía la respuesta.
Este poli no era tan malo como otros. Incluso la ayudó con sus cosas. Una vez en la calle, levantó uno de los carros para introducirlo en la camioneta.
—¡Deténgase! —gritó—. Éstas son mis cosas. No las toque.
—Lo sé, Karen, pero tenemos que hacerte algunas preguntas en la comisaría. Cuando terminemos, te prometo que te traeremos de regreso aquí o donde tú quieras, junto a tus cosas. Confía en mí, Karen.
—¿Tengo otra opción? —replicó amargamente mientras se aseguraba de que al poli no se le cayera ninguna de sus preciosas pertenencias.