Empezó a llover de nuevo mientras Nell regresaba a la ciudad. Era una lluvia torrencial que caía ferozmente sobre el parabrisas del vehículo.
Las luces de freno del coche que estaba frente a ella emitían destellos rojizos que, intermitentemente, se volvían más duraderos y brillantes a medida que el tráfico se tornaba más y más lento, hasta casi detenerse.
Nell jadeó en el momento en que otro vehículo rozó un guardabarros del carril de la izquierda e invadió el suyo, rozando su coche. Casi había tocado la puerta del copiloto.
Su mente estaba enturbiada por los acontecimientos de la mañana, pero ahora debía concentrarse estrictamente en la conducción.
No fue hasta que hubo introducido y aparcado el coche en el garaje, cuando su mente asumió el impacto de todo lo que había averiguado: Winifred había compartido una caja fuerte con Harry Reynolds.
Y Adam tenía una llave de esa caja.
No sabía qué conclusión extraer de todo ello, pero parecían existir posibilidades, nada desdeñables, de que Adam y Harry Reynolds fueran la misma persona.
—¿Está usted bien, señora MacDermott? —le preguntó solícitamente Manuel, el ascensorista.
—Sí, gracias, sólo un poco agitada. Se hace un poco difícil conducir con este tiempo.
Eran casi las tres cuando abrió la puerta de su apartamento y entró.
«¡Santuario!». Ahora ya no podía esperar a deshacerse de las cosas de Adam. Sin importar qué otros descubrimientos hiciera, él y Winifred debían de haber mantenido algún tipo de relación secreta. Quizá sólo mantenían una relación de negocios ilegales; o también, haber sido algo parecido a una relación romántica. Aunque Nell no estaba preparada para creer que esa versión pudiera ser cierta. Fuera cual fuera la respuesta, no quería ningún recuerdo de la presencia de Adam en el apartamento.
«Me enamoré del amor…».
«¡Nunca más!», se confesó Nell en silencio.
«Nunca tendrás que volver a cometer ese error», pensó.
La luz del contestador automático parpadeaba. Tenía mensajes. El primero era de su abuelo: «Nell, Dan y yo hemos estado comprobando la investigación de la muerte de su madre. Resulta que hemos conocido a los inspectores Brennan y Sclafani. Lea dejaste un mensaje y parece que ahora tienen cierta información sobre Adam. Algo desagradable, me temo. Vendrán a mi oficinas hacia las cinco. Dan estará allí. Por favor, trata de reunirte con nosotros».
El siguiente era un mensaje de Dan: «Nell, estoy preocupado por ti. Llámame al móvil tan pronto como puedas: 917—555—1285». Nell estaba a punto de apagar la máquina cuando escuchó de nuevo su voz: «Nell, te lo repito: te necesito».
Nell sonrió anhelante mientras borraba los mensajes. Fue a la cocina y abrió la nevera. «Qué cara tengo al decirle lo mal abastecida que estaba su cocina», pensó mientras verificaba las escasas provisiones que albergaba la suya.
«No estoy hambrienta, pero quiero comer algo». Cogió una manzana y mientras la mordía, un recuerdo remoto en una clase de historia del instituto le vino a la cabeza. «Ana Bolena, de camino hacia el cadalso, había pedido o se había comido una manzana».
«¿Cuál de las dos cosas?». Por alguna razón ahora le parecía importante conocer la respuesta.
«Dios quiera que la tía Gert esté en casa», rogó Nell mientras alcanzaba el teléfono.
Afortunadamente, la tía Gert respondió tras la primera llamada.
—Nell, cariño, tengo uno de esos días en que disfruto tanto… Estoy poniendo las fotos en mi álbum, las que tomé en las fiestas con los compañeros de la asociación psíquica. ¿Sabes que Raoul Cumberland, el del programa de televisión, estuvo en mi casa hace cuatro años? Lo había olvidado. Y…
—Tía Gert, odio tener que cortarte, pero he tenido un día demencial —dijo Nell—. Debo pedirte algo. Mañana traeré cinco cajas de ropa. Es demasiado para acarrearlo y seleccionarlo tú sola, pero me gustaría renunciar a la ayuda del conductor y ser yo quien te ayude.
—Oh, qué fantástica eres —se rió Gert, nerviosamente—. Pero eso no será necesario, querida. —Volvió a reír—. Ya tengo a alguien que se ha ofrecido para ayudarme. Pero le prometí que no se lo diría a nadie. Es que no quiere verse implicada en las vidas personales de sus clientes, aunque…
—Tía Gert, Bonnie Wilson me dijo que se iba a presentar voluntaria para recibir las donaciones en la tienda.
—¿Lo hizo? —Preguntó Gert, con un alivio en la voz mezclado de sorpresa—. ¿No es un acto de buena voluntad por su parte?
—No le digas a Bonnie que voy a estar allí —le advirtió Nell—. Te veo mañana.
—Traeré mi álbum.