Nell ya salía cuando Gert llamó por teléfono.
—Nell, querida, sigues pensando en dejar aquellas cajas en la tienda de segunda mano mañana por la mañana, ¿verdad?
—Sí, no lo olvidé.
—Bien; si necesitas ayuda para empaquetarlas, estaré encantada de venir a ayudarte.
—Gracias tía Gert, pero ya está todo listo para ser entregado —dijo Nell—. Lo he solucionado con el servicio de alquiler de coches y furgonetas. El conductor me ayudará a trasladarlo y descargar. Todo está en orden.
Gert rió como disculpándose.
—Debería de haber sabido que todo estaría arreglado. Eres tan organizada.
—No lo digas, porque me temo que no es así. Estoy pendiente de esto por las ganas que tengo de deshacerme de ello y de los recuerdos que conllevan.
—Oh, Nell, eso me recuerda que estaba revisando algunas fotos, tratando de decidir cuáles poner en mi nuevo álbum, y…
—Tía Gert, lo siento, pero me temo que llego tarde y debo irme. En menos de una hora he de estar en White Plains.
—Oh, querida, lo siento. Tienes que irte, claro que sí. ¿Nos vemos mañana en la tienda?
—Sin duda. El conductor estará aquí a las diez. Así que podemos quedar hacia las diez y media.
—Perfecto, Nell. Adiós, querida. Nos veremos mañana.
«Dios la bendiga —pensó Nell, mientras colgaba—. El día en que muera, las acciones de su compañía telefónica bajarán un veinte por ciento».
Antes de pasar por la habitación de la señora Johnson, Nell se detuvo en la segunda planta para hablar con las enfermeras.
—Soy Nell MacDermott; he venido a ver a la señora Johnson. Hemos hablado esta mañana.
La enfermera, una mujer agradable de pelo cano, se puso en pie.
—La avisé que iba a venir, señora MacDermott. Pensé que eso la animaría, y así fue, pero sólo por un rato. Luego, la llamó el casero de su apartamento. Parece que quiere que saque los muebles de allí y eso la ha alterado terriblemente. Me temo que usted se va a llevar la peor parte.
Mientras caminaban por el pasillo, pasaron por un pequeño comedor con tres mesas a las que se sentaban algunos ancianos, a los que se servía el almuerzo.
—Tenemos el comedor principal abajo, pero algunos residentes creen que es más agradable comer en su propia planta, y tratamos de contentarles —dijo la enfermera.
—Por lo que he podido ver hasta ahora, no hay nada que no traten de hacer por los residentes —observó Nell.
—Sólo nos falta una cosa; aquello que podría hacerles felices. Y, por desgracia, es lo que más necesitan. Es comprensible, naturalmente. Son ancianos muy sensibles. De modo que extrañan a sus maridos, esposas, hijos o amigos. Algunos se las apañan muy bien para vivir aquí, pero otros no tanto, y es doloroso verles sufrir. Hay un viejo dicho; «Mientras nos hacemos viejos, envejecemos». Los que son de naturaleza optimista tienen más posibilidades de soportarlo con relativa facilidad.
Ya casi habían llegado a la habitación de la señora Johnson.
—Sospecho que la señora Johnson no está muy a gusto —observó Nell.
—Sabe que esto es lo mejor que puede conseguir, pero, como cualquier otra, preferiría estar en su casa. Y, en su caso, llevando las riendas. Tendrá ocasión de escucharlo, estoy segura.
Permanecieron un momento ante la puerta entornada que se abría a la habitación de la señora Johnson. La enfermera llamó.
—Señora Johnson, tiene visita.
Sin esperar respuesta, empujó la puerta. Nell la siguió hacia dentro.
Rhoda Johnson estaba en el dormitorio de la pequeña suite. Yacía en la cama, rodeada de almohadones, con uno de estilo persa encima.
Mientras entraban, abrió los ojos.
—¿Nell MacDermott? —preguntó.
—Sí.
Nell quedó asombrada al ver la diferencia visible en su aspecto que presentaba la mujer desde su última visita.
—Quiero que me haga un favor. Winifred solía traerme un pastel de café del centro comercial que está a una milla de aquí, ¿podría usted hacerlo por ella? No puedo comer lo que me dan aquí. No sabe a nada.
«Oh, Señor», pensó Nell.
—Estaré encantada de hacerlo, señora Johnson.
—Que tenga una agradable visita —dijo animadamente la enfermera.
Nell acercó una silla y se sentó junto a la cama.
—No se siente usted muy bien, ¿verdad, señora Johnson? —preguntó.
—Estoy bien, pero la gente de por aquí no es muy amistosa Ya sabe, no soy de su misma procedencia y me ignoran.
—No lo sé. La enfermera que me ha acompañado fue quien me sugirió que viniera a visitarla porque hoy se sentía usted algo desanimada. Y la señora que me condujo hasta aquí, la semana pasada, también parecía tenerle mucho cariño.
—Ellas se portan muy bien. Pero los que trabajan en el servicio de habitaciones y limpian por aquí y esas cosas ya no me tratan de igual modo desde que Winifred no está para darles propinas de veinte dólares.
—Qué generosa.
—Un derroche, en el fondo. ¿No cree usted que, ahora que ha muerto, deberían mostrar cierta comprensión?
Rhoda Johnson empezó a llorar.
—Siempre ha sido así… la gente aprovechándose. Viví cuarenta y dos años en ese apartamento, y ahora me quieren fuera en dos semanas. Tengo ropa en los armarios, la porcelana de mi madre está allí. ¿Me creería si le dijera que en todos estos años no he roto una sola taza?
—Señora Johnson, déjeme preguntarle una cosa a la enfermera —dijo Nell—. Ahora vuelvo.
Estuvo fuera menos de cinco minutos.
—Buenas noticias —informó—. Tal como yo esperaba, le van a permitir trasladar sus muebles aquí, si eso es lo que quiere. ¿Por qué no lo organizamos para poder ir juntas al apartamento la próxima semana y selecciona usted sus enseres favoritos? Ya me encargaré de la mudanza.
Rhoda Johnson la miró con cierta desconfianza.
—¿Por qué hace todo esto?
—Porque usted ha perdido a su hija y la compadezco —dijo Nell—. Y si tener sus pertenencias a su alrededor le produce algún consuelo, será un placer para mí ayudarla.
—Quizá piensa usted que me debe algo porque Winifred estaba en el yate de su esposo. Si se hubiera quedado en Walters & Arsdale, se hubiera ido directamente a casa después del trabajo, y hoy estaría viva.
El rostro de Rhoda Johnson se contrajo, mientras sus ojos empezaban a derramar lágrimas.
—Echo tanto de menos a Winifred. Nunca dejaba de visitarme los sábados. Ni una sola vez. Durante la semana, venía algunas noches, pero el sábado era nuestro día oficial. La última vez que la vi fue la noche antes de su muerte.
—Eso sería un jueves por la noche de hace dos semanas —dijo Nell—. ¿Fue bien la visita?
—Estaba algo alterada. Dijo que quería pasar por el banco, pero no llegó a tiempo.
El instinto llevó a Nell a formular la siguiente pregunta:
—¿Recuerda a qué hora llegó aquí?
—Todavía no era de noche. Algo después de las cinco. Lo recuerdo porque yo estaba cenando y siempre lo hago a esa hora. «Los bancos cierran a las cinco —pensó Nell—. Winifred tenía todo el tiempo del mundo para ir a uno de Manhattan antes de dirigirse hacia White Plains. Por tanto, debe ser un banco en las cercanías».
Rhoda Johnson se enjugó los ojos con el dorso de las manos.
—No debería seguir así. Sé que no voy a estar aquí demasiado tiempo. Mi corazón está tan mal que no va a poder resistir mucho más. Yo solía preguntarle a Winifred qué haría ella cuando algo me sucediera. ¿Sabe lo que me respondió?
Nell esperó.
—Dijo que dejaría su trabajo y cogería el primer avión hacia ninguna parte. Era una broma, supongo —suspiró—. No debería retenerla más, Nell. Me ha hecho un gran favor viniendo aquí. ¿Recuerda que me prometió traerme un pastel de café?
La panadería se encontraba en un centro comercial, a unos diez minutos de la residencia. Nell compró el pastel y, al salir, se detuvo unos instantes en la acera. La lluvia había remitido, pero el cielo seguía muy nublado. Alcanzaba a distinguir un banco de grandes dimensiones, alojado en una esquina del centro. «¿Por qué no? —Pensó Nell, mientras se dirigía hacia el coche—. Es un buen sitio por dónde empezar».
Condujo hasta allí, aparcó y entró. Una ventanilla en un extremo mostraba un rótulo metálico sobre el mostrador: «Cajas de seguridad».
Nell se encaminó hacia allí. Sacó su cartera y extrajo el sobre de papel Manila que había encontrado en el bolsillo interior de la chaqueta de Adam.
Lo abrió y deslizó la llave sobre el mostrador. Antes de que pudiera siquiera preguntar si la llave pertenecía a una caja fuerte del banco, un encargado se aproximó sonriendo y le entregó un formulario para firmar.
—Me gustaría hablar con el director —dijo Nell, tranquilamente.
Arlene Barron, la directora, era una atractiva afroamericana de unos cuarenta años.
—Esta llave está relacionada con una investigación criminal en curso —explicó Nell—. Necesito llamar inmediatamente a la oficina del fiscal del distrito en Manhattan.
Una vez al teléfono, le dijeron que Brennan y Sclafani habían salido, pero que esperaban su llegada en cualquier momento. Dejó el mensaje referente a la ubicación de la caja fuerte a la que correspondía la llave 332, y les dio el nombre de Barron y su número de teléfono.
—Estoy segura de que llegarán aquí con una orden de registro, quizá antes de la hora de cierre —le dijo Nell.
—Comprendo.
—¿Sería una violación de las normas de seguridad decirme bajo qué nombre está registrada la caja?
Barron vaciló.
—No sé si…
Nell le interrumpió.
—¿Está registrada sólo a nombre de una mujer o es Harry Reynolds su consignatario?
—La verdad es que no debería revelar esa información —dijo Arlene Barron a la vez que, de modo casi imperceptible, asentía ante las insinuaciones de Nell.
—Eso pensaba. —Nell se levantó para irse—. Por favor, dígame otra cosa. ¿Ha sido abierta la caja desde el pasado nueve de junio?
—No llevamos un registro de esos datos.
—Entonces si alguien, por alguna razón, tratara de abrirla antes de la llegada de la policía, usted tiene el deber de detenerle. Si la caja todavía no ha sido vaciada de su contenido, puede que albergue pruebas cruciales para la resolución de un homicidio múltiple.
Estaba ya en la puerta, cuando Arlene Barron la llamó.
—Señora MacDermott, olvida usted su paquete.
La bolsa con el pastel de café estaba en el suelo, junto a la silla, donde había estado sentada.
—Gracias. Ni siquiera me acordaba que lo había traído al banco —dijo Nell—. Es para una señora de la residencia. Dios la bendiga, se ha ganado cada miga del pastel.