Dan Minor había imaginado y temido el momento en que comprobara los mensajes de su contestador automático. Por alguna razón, la búsqueda desesperada de su madre iba acompañada por el sentimiento de que si se descubría su paradero, éste iba a ser el peor posible.
Cuando llegó a casa, el mensaje que había estado esperando decía «Llámame, Dan. Es importante».
Por el tono sombrío de Cornelius MacDermott, Dan supo que la búsqueda de Quinny había terminado.
Era un cirujano cuyos dedos sostenían los más delicados instrumentos, y si su destreza al utilizarlos fallaba, podía costar una vida. Esos mismos dedos temblaron en el momento de marcar el número del despacho de Cornelius MacDermott.
Eran las cinco menos cuarto, la hora en que Dan le había dicho a Mac que solía llegar a casa después del hospital. Cuando sonó el teléfono, Mac no esperó a que Liz le pasara la llamada, sino que la cogió él mismo.
—He recibido tu mensaje, Mac.
—No hay manera en el mundo de poder decir esto, Dan. Tienes que efectuar la identificación definitiva por la mañana, pero la foto que me diste coincide con la que tomaron de una vagabunda en septiembre pasado. Los datos personales son los mismos y, adherida al sujetador, llevaba la misma foto que tú tienes de ella. Dan tragó saliva por entre el nudo sofocante que se le había formado en la garganta.
—¿Qué le pasó?
Cornelius MacDermott vaciló. «No tiene por qué saberlo todo ahora», pensó.
—El lugar donde solía dormir se incendió y ella se asfixió.
—¡Se asfixió!
«Dios santo —pensó Dan, angustiado—. ¿No podía morir de otro modo?».
—Dan, sé lo duro que es esto. ¿Por qué no quedamos para cenar?
Hablar representaba todo un esfuerzo.
—No, Mac —logró decir—. Creo que necesito estar solo esta noche.
—Lo entiendo. Entonces, llámame mañana a las nueve. Nos encontraremos en las dependencias de la Oficina Forense y haremos las diligencias pertinentes.
—¿Dónde está ahora?
—Enterrada en una fosa común.
—¿Conocen la localización exacta de sus restos?
—Sí. Lo arreglaremos para que exhumen su cadáver.
—Gracias, Mac.
Dan colgó, se sacó la cartera, la lanzó sobre la mesilla de café y se sentó en el sofá. De la cartera sacó la foto que había guardado desde que tenía seis años y la sujetó.
Los minutos y las horas fueron pasando mientras él seguía sentado, inmovilizado, extrayendo todos los recuerdos que de ella pudiera recuperar, por vagos que éstos fueran.
«Oh, Quinny, ¿por qué tuviste que morir de ese modo?», se preguntó.
«Y, ¿por qué, madre, te culpaste de lo que me sucedió? No, fue culpa tuya. Yo fui el estúpido crío que lo provocó. Pero, al final, todo salió bien, me las arreglé mejor que bien. Quería que, al menos, supieras eso».
Sonó el timbre. Lo ignoró. Volvió a sonar, esta vez de manera insistente.
«¡Mierda! Dejadme en paz. No quiero tomar una copa con los vecinos».
Reticente, se levantó, atravesó la estancia y abrió la puerta. Nell MacDermott estaba en pie ante él.
—Mac me lo ha contado —dijo—. No sabes cuánto lo siento. Sin pronunciar palabra, se puso a un lado y la dejó entrar. Cerró la puerta, la abrazó y empezó a llorar.