—La señora Nell MacDermott al teléfono, señor. —La voz de la secretaria era remisa—. Le dije que no estaba disponible, pero insistió en que aceptara la llamada. ¿Qué le digo?
Peter Lang arqueó una ceja y pensó un segundo, mirando al otro lado de la mesa al abogado de la empresa, Louis Graymore, con quien había estado reunido.
—Pásamela —dijo.
La conversación con Nell fue breve. Tras colgar, dijo:
—Esto es una sorpresa. Quiere verme inmediatamente. ¿Qué te parece, Lou?
—Cuando la visitaste el otro día, ¿no me comentaste que casi te echó? ¿Qué le has dicho?
—Que venga. Estará aquí en veinte minutos.
—¿Quieres que espere?
—No creo que sea necesario.
—Podría recordarle, eso sí, cordialmente, que tu familia ha estado apoyando las campañas de su abuelo desde antes de que ella o tú nacierais —dijo el abogado.
—No hace falta. Ya le di una pista de mi predisposición a apoyar su candidatura si decide presentarse. Nunca me pararon los pies con tanta soltura en mi vida.
Graymore se puso en pie. Era un hombre de pelo cano, cortés, que había sido el asesor legal para asuntos inmobiliarios tanto de Peter como de su padre.
—Si puedo brindarte un pequeño consejo, Peter, cometiste un error táctico al no ser sincero sobre el uso potencial de la parcela Kaplan. Con alguna gente, lo que funciona es hablar con claridad.
«Quizá Lou tenga razón», pensó Peter en el momento en que su secretaria acompañaba a Nell hacia el despacho. Aunque iba vestida de manera informal, con pantalones holgados y una chaqueta de algodón, conservaba un porte que desprendía clase por los cuatro costados. Además, la encontraba muy atractiva y le agradaba el modo en que algunos mechones sueltos de pelo le enmarcaban el rostro.
Incluso los más exquisitos visitantes de Peter Lang no dejaban de comentar el soberbio panorama y la exquisitez del mobiliario de su oficina. Le pareció, en cambio, que a Nell todo aquello le pasaba completamente inadvertido; el panorama, el mobiliario y las pinturas caras colgando de las paredes.
Con un ademán de la cabeza, indicó a su secretaria que acompañara a Nell a los sillones junto a las cristaleras que miraban sobre el río Hudson.
—Tengo que hablar contigo —dijo Nell bruscamente, al tiempo que se sentaba.
—Es por eso por lo que has venido, ¿no? —replicó él, sonriendo.
Nell sacudió la cabeza, impaciente.
—Peter, tú y yo no nos conocemos bien, pero hemos coincidido en numerosas ocasiones a lo largo de los años. Ahora no me interesa nada de eso. Sin embargo, lo que quiero saber es: ¿hasta qué punto conocías a mi marido y por qué me mentiste el otro día acerca del destino de la parcela Kaplan?
«Lou ha dado en el clavo», pensó Peter Lang. La simulación no era el modo de proceder con esta mujer.
—Bien, déjame decirlo de este modo. Vi a Adam varias veces cuando trabajaba para Walters & Arsdale. Mi compañía había estado ligada a ellos en proyectos de construcción durante muchos años.
—¿Te podrías considerar un amigo de Adam?
—No. Francamente no. Le conocía y basta.
Nell asintió.
—¿Qué te parecía como arquitecto? Del modo en que hablaste de él, el otro día, era como si el mundo hubiera perdido a un genio.
Lang sonrió.
—No creo que llegara tan lejos, ¿no? Lo que estaba tratando de decir es que no íbamos a poder utilizar su diseño para el proyecto Vandermeer. Sinceramente, sólo trataba de ser cortés cuando te comenté que habríamos utilizado sus servicios si Adam viviera. Dado que, evidentemente, él no te había contado que no aprobábamos su idea, me parecía inútil hablarte de esas cosas tras su muerte.
—También mentiste cuando dijiste que sólo querías la propiedad que ahora me pertenece para ajardinamiento adicional —dijo Nell, llanamente.
Sin responder, Peter Lang se acercó al muro frontal y pulsó un botón. Una pantalla escondida se fue desenrollando y se iluminó con una vista panorámica de Manhattan. En ella se apreciaban edificios y proyectos, numerados y subrayados en azul, que veteaban el paisaje de norte a sur y de este a oeste. Una leyenda en letras doradas a la derecha daba fe de los nombres y emplazamientos de las numerosas propiedades.
—Las que están marcadas en azul son propiedades mías en Manhattan, Nell. Tal como les dije a los detectives, a quienes sólo les faltó acusarme de poner la bomba en el yate de Adam, me gustaría adquirir la parcela Kaplan porque tenemos en mente un proyecto asombroso que nos gustaría sacar adelante. Pero para ello necesitamos algo más de terreno.
Nell se acercó hacia el tramo indicado por él y lo examinó atentamente. Entonces, asintió.
Peter Lang volvió a pulsar el botón, retirando la, pantalla.
—Tienes toda la razón —dijo tranquilamente—. No fui sincero contigo y te pido excusas por ello. Me gustaría anexionar la parcela Kaplan con la Vandermeer porque mi abuelo, se asentó en ese mismo enclave cuando era un emigrante de dieciocho años, recién salido del barco procedente de Irlanda. Me gustaría erigir una torre espléndida que fuera una especie de homenaje a los logros conseguidos por tres generaciones de Langs: mi abuelo, mi padre y yo. Para conseguirlo en ese enclave en particular, necesito la parcela Kaplan.
La miró a los ojos.
—De todos modos, si no la consigo, pensaré en otra cosa. En esa área se presentará otra oportunidad tarde o temprano.
—¿Por qué no compraste tú la parcela Kaplan?
—Porque no servía para nada a menos que la mansión Vandermeer perdiera su estatus de monumento histórico. Y cuando eso sucedió, fue una sorpresa para todos.
—Entonces, ¿por qué crees que Adam la compró?
—O porque tenía una extraordinaria capacidad de previsión o porque en el Comité de Valoración alguien habló de más sobre lo que iba a ocurrir con la mansión. Y, por cierto, están empezando a investigar todo eso.
—Veo que la torre Lang ya forma parte de la lista de tu paisaje inmobiliario —y señaló la pared donde había aparecido la, pantalla—. Debías estar muy seguro de que ibas a poder construís allí.
—Esperanzado, no seguro, Nell. En este negocio, siempre tiendes a pensar que vas a conseguir aquello que persigues. No siempre es así, naturalmente, pero los promotores inmobiliarios solemos ser optimistas.
A Nell le rondaba en mente otra pregunta antes de salir de allí.
—¿Conoces a alguien llamado Harry Reynolds?
Observó atentamente la reacción de Peter Lang. Parecía confundido, luego su cara se iluminó.
—Conocí un Henry Reynolds en Yale. Enseñaba historia medieval. Pero murió hace diez años. Nadie le llamaba Harry, ¿por qué lo preguntas?
—No tiene importancia —respondió Nell, encogiéndose de hombros.
La acompañó hasta el ascensor.
—Nell, lo que hagas con tu propiedad es cosa tuya. Yo soy como un jugador de béisbol que se altera cada vez que hay que batear, pero, que si lo hace mal, no pierde el tiempo lamentándose. Si quieres mantener tu media de golpes, tienes que pensar siempre en el próximo.
—Ésa no es la melodía que me cantaste el otro día.
—Desde el otro día han cambiado una serie de cosas. Ningún pedazo de tierra vale el sacrificio de tener a la policía interrogándome para saber si soy un asesino. Tienes mi oferta de compra encima de la mesa y para que veas que estoy hablando de negocios, si no me dices nada antes del lunes, la retiraré.
«Peter Lang, no te llevarías el premio Boy Scout a la sinceridad —pensó Nell, mientras el ascensor la llevaba desde el ático hasta el vestíbulo—. Posees un ego casi maníaco. Y, en cuanto a esa propiedad, no creo, en absoluto, que seas capaz de olvidarte de ella. De hecho, me parece que la deseas hasta el punto que te duele en el alma no tenerla. Pero eso no me importa ni es el motivo por el que vine aquí. Necesitaba una respuesta, y me parece que ya la tengo».
En alguna parte de su ser, Nell era consciente de que ahora sabía todo lo que quería saber acerca de Peter Lang. La sensación era parecida a la certidumbre que había sentido varias veces en su vida de que sus difuntos padres se comunicaban con ella.
Era la única persona en el ascensor. Mientras llegaba a la plan¬a baja, se dijo en voz alta: «Peter Lang, no tienes las manos manchadas de sangre».