Jack Sclafani y George Brennan se sentaron junto a Nell en el comedor. Habían trasladado las cajas llenas de dinero hasta la mesa, las abrieron y confirmaron la cantidad.
—No te dan cincuenta mil dólares sólo por hacer la vista gorda cuando no se utiliza el cemento debido —dijo Sclafani—. Por esa cantidad de dinero, Jimmy Ryan debía de estar metido en algo más gordo.
—Yo pensé lo mismo —dijo Nell, tranquila—. Y creo que sé quién se lo dio.
Había dejado la bolsa de la compra en la cocina y fue hacia allí para recuperarla. Al regresar, dejó caer el ovillo de cordel y las hojas de papel de embalar sobre la mesa, junto al dinero.
—Todo esto lo encontré en un cajón del archivador de Winifred Johnson —explicó—. Me llamó la atención el martes cuando estuve allí con ustedes.
Brennan sostuvo el cordel empleado para envolver los paquetes de dinero y lo comparó con una sarta que había desovillado.
—Lo verificarán en el laboratorio, pero juraría que el cordel de los paquetes procedía de aquí —dijo.
Sclafani, a su vez, comparaba el papel marrón.
—Yo creo que esto también coincide, pero es el laboratorio quien debe determinarlo con absoluta certeza.
—Espero que comprendan que si Winifred Johnson es el elemento transmisor del soborno a Jimmy Ryan, eso no significa necesariamente que mi marido estuviera implicado en ello —dijo Nell, con una convicción que sabía que no sentía.
Sclafani estudió a Nell mientras permanecían sentados el uno frente a la otra. «No sabe qué creer —pensó—. Está jugando limpio con nosotros y convenció a Lisa Ryan de que devolver el dinero era la única solución posible. También nosotros deberíamos jugar limpio con ella».
—Señora MacDermott, esto puede resultar algo aventurado pero tenemos un testigo, un niño de ocho años, que afirma haber visto a alguien en traje de buzo saltando del yate de su marido justo antes de la explosión.
—¿Es eso posible? —exclamó Nell, mirándole.
—Señora MacDermott, cualquier cosa es posible. ¿Es probable? No. Las corrientes en esa zona del puerto son muy traicioneras. ¿Podría un nadador experimentado alcanzar la orilla Staten Island o Jersey City? Quizá sí.
—Entonces, ¿creen de verdad que ese niño vio a alguien?
—El detalle más impactante es que, en el dibujo que hizo niño, el buzo lleva un bolso de mano de mujer. Y la verdad es que encontramos el bolso de Winifred; pero nunca revelamos ese detalle a la prensa, de modo que no es posible de que el niño pudiera saber algo que no ha visto; a menos, claro está, que sea un genio de las adivinanzas. Existen otros hechos de los que quizá no esté al corriente. —Sclafani hizo una pausa, sabía que lo que venía no iba a ser fácil—. Por los exámenes de ADN sabemos que contamos con restos humanos que certifican que Sam Krause y Jimmy Ryan están muertos. Pero hay dos personas cuyas muertes no hemos podido verificar todavía. —Hizo otra pausa—. Winifred Johnson y Adam Cauliff.
Nell permaneció sentada, sumida en silencio, asombrada y a la vez con una expresión confusa en la mirada.
—Existe también otra posibilidad, señora MacDermott —dijo Brennan—. Alguien más, una quinta persona, podría haber subido al barco, quizá escondido en la sala de motores. Sabemos por las pruebas obtenidas que es allí donde emplazaron la bomba.
—Pero incluso si el chico decía la verdad sobre lo que vio —dijo Nell—, sigo sin entender por qué alguien querría el bolso de mano de Winifred.
—Nosotros tampoco estamos seguros —le dijo George Brennan—, aunque sospechamos la respuesta. El único objeto que hallamos en el bolso que puede tener algún valor es la llave de una caja fuerte con el número 332.
—¿Y no pueden llevarla al banco que la expidió y averiguar qué hay en la caja? —preguntó Nell.
—Quizá, pero no sabemos de qué banco se trata. En la llave no hay ninguna otra señal de identificación y mostrarla a todos los bancos del área es algo que nos robaría mucho tiempo. Pero eso es lo que estamos haciendo y seguiremos con ello, hasta que lo encontremos.
—Yo tengo una caja fuerte —dijo Nell—. Si perdiera la llave, ¿no podría simplemente llamar al banco y pedirles que me hicieran otra?
—Podría —dijo Sclafani con prontitud—. Pero necesitaría la identificación debida y su firma, naturalmente, tendría que estar archivada en el banco. Y le costaría unos ciento veinticinco pavos hacer venir a un cerrajero para que le abriera la caja e hiciera una llave nueva.
—Entonces, la llave del bolso de Winifred, ¿sólo le sirve a su propietario?
—Exacto.
Nell se los quedó mirando.
—Encontraron el bolso de Winifred; era una gran nadadora o, al menos, antaño lo fue. Las paredes de su apartamento están tapizadas de fotos con sus trofeos y medallas. Ya sé que eso sucedió hace mucho tiempo, pero quizá siguió entrenándose.
—Ya lo estamos comprobando. Sabemos que era socia de un club en donde iba a nadar cada día, bien antes o después del trabajo. Siento preguntárselo, pero debo hacerlo y estoy seguro de que comprenderá el por qué: ¿su marido era un buen nadador?
Nell lo pensó un momento. Se sorprendió al darse cuenta de que no conocía la respuesta. Nunca había pensado en ello, y le contrarió no ser capaz de contestar a la pregunta. Otro aspecto desconocido en la vida de Adam.
Tras una larga pausa, contestó.
—Yo casi me ahogué en el mar cuando tenía quince años. Desde entonces, nunca he podido superar mi temor al agua. Sólo navegué con Adam unas pocas veces y me sentí fatal. Puedo soportar un crucero, pero no un barco pequeño, en el que soy consciente de la proximidad del agua. Esto no significa que no pueda responder a su pregunta. Sé que Adam nadaba, pero si era bueno o no, es algo que desconozco.
Ambos detectives asintieron y, entonces, se pusieron en pie.
—Haremos una visita a la señora Ryan. Hay que averiguar de dónde procede este dinero. Pero si habla con ella, dígale que trataremos de mantener el nombre de su marido fuera de esta parte de la investigación. Al menos, en lo que concierne a la prensa.
—¿Pueden responderme a esto? —Dijo Nell, poniéndose en pie ante los dos hombres—. ¿Tienen alguna prueba de que mi marido estuviera involucrado en los casos de soborno o de escándalos en las comisiones?
—No, no la tenemos —replicó Brennan enseguida—. Sabemos que Winifred Johnson era la emisaria que trasladaba grandes cantidades de dinero, quizá de millones de dólares. Basándonos en las pruebas que usted acaba de darnos, ahora resulta que también fue quien preparó el dinero para Jimmy Ryan. La gente que pagó a Winifred ha saltado a la palestra y parece que todos tienen la impresión de que el dinero iba, directamente, a las arcas de los mismos Walters & Arsdale, aunque hasta ahora no tengamos prueba de ello.
—¿Estoy en lo cierto si afirmo que hasta el momento no hay prueba alguna que relacione a Adam con esos pagos encubiertos? —preguntó Nell.
—Sí, está en lo cierto —respondió Sclafani, después de una pausa—. No tenemos idea de qué papel, si es que desempeñó alguno, tuvo su marido en todo el asunto de Walters & Arsdale. Winifred podría haber estado trabajando por su cuenta, e incluso concebir el plan para hacer su agosto. O también que tuviera como cómplice al misterioso Harry Reynolds.
—¿Qué pasa con Peter Lang? —preguntó Nell.
Sclafani se encogió de hombros.
—Señora MacDermott, la investigación sigue abierta de par en par.
«En cierto modo, lo que he aprendido es reconfortante, pensó Nell, mientras cerraba la puerta después de que los detectives hubieran salido. Bajo otra perspectiva, sin embargo, resultaba inquietante. En conclusión, Sclafani no había eximido a nadie de culpa, incluido Adam.
Por la mañana, Nell atendió al cuidado de sus plantas. Las recogió del vestíbulo, del salón y del comedor y las llevó hacia la cocina. Con rápidos y expertos movimientos, arrancó las hojas secas, removió la tierra y roció con agua las hojas y las ramas.
Casi pudo ver cómo las plantas empezaban a reponerse. «Estaban a punto de morir —pensó. Entonces, el centelleo de un recuerdo la sacudió—. Justo antes de conocer a Adam estaba ocupada en esta misma tarea y me sentía igual que las plantas: emocionalmente seca. Mac y Gert acababan de pasar una fuerte gripe y pensé que si algo les ocurría, iba a quedarme sola en el mundo. Sabía que necesitaba ser amada del mismo modo en que estas plantas necesitaban el agua.
»Y entonces me enamoré. Pero ¿de quién? —se preguntó—. Quizá sólo me enamoré del amor… ¿no había una canción con esta misma letra?
»Siempre fui un poco condescendiente con Winifred —pensó—. Era educada con ella, pero siempre la vi como una simple hormiga trabajadora de confianza. Ahora, estoy empezando a pensar que bajo esa apariencia sumisa y apocada, acechaba un personaje enteramente distinto. Si se sentía necesitada de amor y había conocido a alguien que la hiciera sentirse amada, ¿quién sabe hasta dónde podía llegar para complacerle y conservarlo?
»Yo abandoné mi carrera política para complacer a Adam. Ése fue mi sacrificio por amor».
Terminó de ocuparse de las plantas y empezó a depositarlas en sus respectivos emplazamientos del apartamento. Bruscamente, puso una sobre la encimera de la cocina. Siempre le costó reconocer que no le gustaba la planta que Adam le había regalado para su cumpleaños, dos años atrás. Impulsivamente, la apartó y la puso junto al incinerador. «Alguno de los encargados de mantenimiento estaría encantado de quedarse con ella»; se dijo.
El resto de plantas ocuparon sus respectivos alféizares, sobre la mesilla de café y encima del arca india. Cuando terminó, permaneció de pie en el vestíbulo, contemplando el salón.
Como sorpresa de aniversario de bodas, Adam había mandado copiar su foto de bodas a un pintor. El retrato, demasiado; grande para su gusto, colgaba encima del hogar.
Nell agarró el marco con ambas manos y lo descolgó de la pared. El artista era, como mucho, un aficionado. Había algo mortecino en su sonrisa y la de Adam parecía igualmente inexpresiva. ¿Quizá el artista era muy bueno y captó lo que la cámara no había podido? Nell meditaba esa posibilidad mientras llevaba el retrato al trastero y ponía en su lugar la acuarela del pueblo suizo de Adelboden que adquirió años atrás cuando se encontraba esquiando en Suiza.
Después de colgarla, contempló de nuevo el salón desde vestíbulo. Todo aquello que le recordara a Adam había sido expurgado tanto del salón como del comedor.
También se acordó de la ropa y decidió que tenía que acabar con aquello. Regresó al cuarto de invitados. Sólo le llevó quince minutos acabar de empaquetar los trajes y chaquetas en las cajas. Las cerró y las rotuló.
Entonces se percató de la chaqueta azul marino que seguía colgando del respaldo de la silla y, nuevamente, se vio sacudida por un recuerdo repentino. El verano pasado, una cena íntima, los dos solos. El aire acondicionado del restaurante te calaba los huesos y ella no llevaba más que un vestido sin mangas.
Adam se levantó, se quitó su chaqueta y la cubrió con ella. «Venga, abrígate», la había instado. Pero él llevaba manga corta y ella le replicó que él sería el próximo en resfriarse. Adam, caballero, repuso que mientras ella estuviera bien, él estaría estupendamente.
«El maestro de la pequeña galantería, de la frase cariñosa» pensó Nell al tiempo que agarraba la chaqueta y pasaba sus brazos por ella. Se envolvió con la misma, tratando de nuevo de evocar el sentimiento de consuelo y calidez que le produjo cuando Adam la había posado aquel día sobre ella.
Era la misma chaqueta que llevaba en su última noche. Sostuvo el cuello contra su rostro, preguntándose si seguía conservando algún rastro del aroma de Polo, la colonia que utilizaba. Quizá podía percibir un resto de perfume, pero no estaba segura. Bonnie Wilson le había dicho que Adam deseaba que donara toda su ropa para ayudar a otra gente. Quizá el hecho de que no hubiera sido generoso con sus prendas en desuso hasta que la conoció a ella, le había servido como reproche una vez muerto. Decidió que iba a donar la chaqueta con el resto de la ropa. Puso las manos en los bolsillos laterales para asegurarse que no había dejado nada en ellos. Siempre solía sacar el contenido de los bolsillos antes de desvestirse; pero él había planeado llevar esa misma chaqueta al día siguiente, de modo que Nell pensó que debía comprobar si quedaba algo en su interior.
Sacó un pañuelo perfectamente planchado en el bolsillo de la izquierda. El derecho estaba vacío. Luego introdujo un dedo en el bolsillo delantero. Vacío.
Nell dobló la chaqueta, volvió a abrir la última caja que había rellenado y la puso ahí. Pero recordó que esa chaqueta tenía varios bolsillos interiores. Para estar completamente segura, decidió comprobarlo. Dentro de un bolsillo interno había un pequeño compartimiento que se abotonaba. Parecía no contener nada, pero Nell sintió algo bajo sus dedos. Desabotonó el bolsillo, alargó los dedos y extrajo un pequeño sobre de papel Manila.
Lo abrió y sacó una llave de caja fuerte. Llevaba grabado el número 332.