Después de llamar a Mac, Nell marcó el número del inspector Sclafani, pero enseguida cortó la comunicación. Antes de llamarlo, decidió que se acercaría al despacho de Adam para hacerse con la cuerda y el papel de embalar que había visto en la oficina de Winifred.
Se duchó y se vistió con unos pantalones holgados blancos, una blusa de manga corta y una chaqueta ligera azul de algodón y unas sandalias.
«Ya es hora de dar el gran paso», decidió mientras se cepillaba el pelo y lo recogía con un lazo. Entonces, se detuvo al verse sorprendida por la imagen del espejo. Era su rostro, pero la cara que vio parecía ser la de una extraña, con una expresión tensa y ansiosa. «Toda esta odisea está empezando a dejar secuelas —pensó—. Acabaré hecha una completa ruina si algo no se soluciona, y pronto.
»La verdad es que no quiero arruinar mis posibilidades de salir elegida —admitió—, y me satisface que Mac insistiera en que esperara hasta la semana próxima para tomar una decisión definitiva. Quizá por entonces, obtenga algunas respuestas. Es posible que Adam fuera sólo un poco ingenuo y no se diera cuenta de las corruptelas que se tramaban a un palmo de sus narices».
El papel de embalar y el cordel estaban en el archivador de Winifred, lo recordaba con claridad. También sabía que Winifred estaba liada con alguien llamado Harry Reynolds, aunque no tenía ninguna pista de quién podría tratarse. Winifred trabajó en Walters & Arsdale durante más de veinte años, mucho antes de la llegada de Adam. «Cuando empezó a trabajar estrechamente con él, ¿se aprovecharía de su confianza?», se preguntaba Nell. Era nuevo en el despacho, sin experiencia, mientras que ella conocía el negocio de la construcción del derecho y del revés, incluidos los detalles menos claros.
Mientras salía del apartamento, Nell pensó en el dinero que Lisa Ryan le había forzado a guardar. «No puedo dejarlo allí, sobre la mesa», pensó. Sabía que quizá estaba actuando de un modo algo paranoico, pero cualquiera que apareciera por el apartamento sospecharía enseguida por qué había tanto dinero.
«Empiezo a comprender cómo se sentía Lisa con todo esto bajo su techo», pensó al tiempo que llevaba las cajas al cuarto de los invitados y las depositaba en el suelo del armario empotrado.
Los trajes, chaquetas, pantalones y abrigos de Adam seguían colgados allí. Se detuvo ante la puerta del armario, mirando toda esa ropa, buena parte de la cual le había ayudado a escoger. Ahora se le antojaba como una recriminación, por el hecho de estar cuestionando la integridad del hombre que la había vestido y disfrutado. Las prendas parecían regañarla por dudar de aquel hombre, de su marido. Nell se prometió que antes de que acabara el día, toda la ropa sería empaquetada y preparada para ser llevada a la tienda de segunda mano, el sábado por la mañana.
El taxista giró a la derecha al sur de Central Park y luego a la izquierda en la Séptima Avenida, en su camino hacia el despacho de Adam. Una manzana antes de llegar, pasaron ante la valla erigida para cercar las ruinas de la mansión Vandermeer. El edificio desastrado y estrecho junto a la misma era el que ahora le pertenecía, aquel que Peter Lang deseaba más que cualquier otra cosa.
«El que Adam había deseado más que cualquier otra cosa», rectificó Nell.
—Déjeme aquí —conminó al taxista.
Tras apearse en la esquina, se encaminó hacia su propiedad y permaneció observándola. La mayoría de los edificios adyacentes eran viejos, pero podía apreciarse el inicio de un cierto cambio en el vecindario. Al otro lado de la calle, se edificaba un complejo de apartamentos y un cartel anunciaba la construcción de otro. Cuando Adam le pidió prestado el dinero para comprar la propiedad, comentó que aquello se estaba convirtiendo en el área de mayor futuro inmobiliario de la ciudad.
La mansión Vandermeer ocupaba una parcela de notables dimensiones, en tanto que la suya no constituía más que una franja estrecha. Todos los residentes habían abandonado el edificio que, ahora, desprendía un aire de abandono absoluto; los grafitos que embadurnaban la fachada empeoraban el efecto desolador de aquel exterior oscuro.
«¿Qué pensaba Adam hacer con esta propiedad? —se preguntó—. ¿Cuánto dinero hubiera necesitado para poder derribarla y construir algo en su lugar?». Mientras examinaba la ubicación, se daba cuenta, por vez primera, que su único valor real dependía de las posibilidades de anexionarla a la parcela Vandermeer.
«¿Entonces por qué estaba tan ansioso por comprarla?». Resultaba particularmente extraño, ya que en el momento de la adquisición, la mansión Vandermeer seguía en pie y era un monumento histórico.
«¿Podría Adam haber tenido en sus manos información privilegiada sobre la inminente pérdida de ese estatus?».
Era otra posibilidad inquietante.
Se giró y anduvo la manzana y media que le quedaba hasta las dependencias de Adam. El martes, al abandonar el edificio con los inspectores, el encargado le había hecho entrega de una llave sobrante de la puerta principal. Entró y, de nuevo, experimentó un sentimiento de profunda agitación al cerrar la puerta tras de sí.
Se dirigió hacia el cubículo de Winifred y la pudo visualizar sentada en su escritorio, sonriendo tímidamente, tal como hacía siempre que entraba un visitante.
Nell permaneció ante el escritorio, recordando. Era la expresión en los ojos de Winifred lo que más le llamaba la atención. Siempre ansiosos, casi suplicantes, como temiendo que la fueran a reprender. ¿Había sido una escenificación teatral?
Abrió el cajón inferior del archivador y sacó el papel de embalar y el cordel. Los puso en una bolsa de la compra para llevárselos. Incluso antes de compararlos, sabía que el dibujo del cordel coincidía exactamente con el utilizado para atar las cajas del dinero.
Sólo llevaba allí unos pocos minutos, pero ya percibía que la temperatura había subido de manera repentina. «Está volviendo a suceder», pensó, sintiendo cómo le invadió la desorientación. «Tengo que salir de aquí».
Cerró el archivador de golpe, agarró la bolsa de la compra y salió a toda prisa del cubículo de Winifred hacia el vestíbulo de recepción y la puerta principal.
Tiró del pomo, pero la puerta no se abrió. Estaba encallada. La manilla resultaba extrañamente caliente al tacto y, de pronto, Nell empezó a toser. Frenética, pateó la puerta y empezó a sentir que sus manos se inundaban de ampollas.
—¿Pasa algo, señora Cauliff? ¿Se ha vuelto a encallar la puerta? El encargado del edificio apareció de pronto, empujando con calma la puerta con el hombro. Nell tropezó ante él y salió. Una vez fuera, sus piernas cedieron y se sentó en el escalón inferior, tapándose la cara con las manos.
«Está volviendo a suceder —pensó—. Es una advertencia». La tos empezó a remitir, pero seguía jadeando. Se miró las manos… No había ampollas.
—Supongo que le resulta duro regresar a la oficina de su marido —dijo el encargado, comprensivo—. El hecho de que él y la señorita Johnson no vayan a volver por aquí, quiero decir.
Nell regresó a su apartamento. Había un mensaje de Dan Minor en el contestador.
«—Nell, acabo de hablar con Mac —decía—. Acabaremos siendo viejos amigos. Tiene a su gente comprobando los archivos para ver si recaban alguna información sobre mi madre. Te llamaré luego por si estás libre para cenar esta noche».
Aún aturdida por la extraña experiencia por la que había pasado en las oficinas de Adam, Nell escuchó de nuevo el mensaje. El tono menor de preocupación en la voz de Dan la calmó. «Probablemente, ha sabido algo de mí a través de Mac», pensó. Entonces, vio la tarjeta del inspector Sclafani junto al teléfono. Volvió a marcar su número, pero esta vez no cortó la comunicación. Sclafani respondió al momento.
—Es muy importante que le vea, pero debo rogarle que venga aquí, a mi apartamento —le dijo—. Es mejor que no se lo cuente por teléfono.
—Estaremos allí en una hora —prometió.
Tratando de disipar de su cabeza el recuerdo aterrador momento pasado en las oficinas de Adam, Nell se dirigió al cuarto de invitados y empezó a vaciar el armario. Mientras sacaba chaquetas, trajes y pantalones de los colgadores, reflexionó sobre el hecho de que Adam, todavía un hombre joven, hubiera sido clásico en su modo de vestir. El azul marino, el gris oscuro y marrón eran los colores imperantes. Recordó que un año atrás le había instado a comprarse una chaqueta de verano verde que había visto en el escaparate de Saks. En su lugar, se había comprado otro blazer azul marino.
«Le comenté que era exactamente igual a otro que ya tenía —recordó Nell mientras agarraba la chaqueta azul marino del armario—. De hecho, parecen idénticas».
Pero mientras la sostenía advirtió que estaba equivocada. «Ésta era la más nueva de las dos».
Lo sabía por el peso. Confundida, pensó en que aquélla era la que había querido darle a Winifred aquel día. «Esta es la que tenía preparada. La otra habría resultado de demasiado abrigo. ¡Ah, claro! —Se dijo, de pronto, rememorando la secuencia de los acontecimientos—. La última noche, Adam se había cambiado, aquí y había dejado lista la ropa que pretendía ponerse al día siguiente. Después, salió de casa a toda prisa tras la discusión, yo puse su maletín en el estudio y colgué su chaqueta en el armario. La que le di a Winifred era la equivocada, la que abrigaba más. Si hubiera sobrevivido, probablemente habría agradecido el error —pensó—. La temperatura cayó en picado durante el día y por la noche llovió a cántaros».
Nell empezó a doblar la chaqueta para ponerla en la caja, luego vaciló. Recordó cómo, pocos días después de su muerte, y abatida por el desconsuelo, se había puesto este mismo blazer, en un intento por sentir de algún modo la presencia de Adam. Ahora, la sensación era distinta, como si no pudiera desprenderse de él.
Oyó el zumbido del intercomunicador. Sin duda, los inspectores Jack Sclafani y George Brennan subían ya en el ascensor. Nell colgó la chaqueta del respaldo de la silla. «Ya decidiré luego si me la quedo o no», se dijo, al tiempo que se apresuraba hacia la entrada sintiendo cómo crecía su turbación.